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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 05/05/2025 18:37
El Poder Ejecutivo debe llevar a cabo todas las acciones para el cumplimiento de esas leyes y el Poder Judicial debe interpretarlas con arreglo a esas máximas fundacionales de esta Nación (Imagen Ilustrativa Infobae) El fin justifica los medios. Un mismo concepto, dos enfoques opuestos. Esta frase -atribuida por algunos a Nicolás Maquiavelo y por otros a Hermann Busenbaum- sintetiza parte de la filosofía política del primero en “El Príncipe” y que en pocas palabras sugiere que los líderes deben estar dispuestos a hacer lo que fuera necesario para mantener el orden y alcanzar sus objetivos políticos, aunque deban recurrir a alternativas cuestionables o inmorales, siempre que el resultado final fuera beneficioso. Siglos después, Martin Luther King, protagonista innegable de procesos transformadores, caracterizados por una pacífica lucha por el reconocimiento de los derechos civiles y de la visibilidad de los vulnerables, planteó en su discurso la antítesis de aquella idea: las acciones éticamente incorrectas no pueden justificarse por el resultado. A esta altura ya habrá advertido el lector que estos referentes históricos no fueron convocados al azar y que estas pocas reflexiones dejaran más dudas que certezas, pero que son necesarias para iluminar las sombras que yacen en nuestros valores y creencias pues, en un mundo repleto de contradicciones dialécticas y éticas, no nos queda otra alternativa que cuestionar todo aquello que damos por sentado. Es en definitiva lo que nos ha enseñado la historia como la senda correcta para un verdadero y positivo cambio. Inmerso -y víctima digo yo- en una “modernidad líquida” en palabras de Zygmunt Bauman, en que la rapidez es directamente proporcional con lo fugaz, podré dedicar unas líneas, muy pocas para mi gusto, en comparación con el valor y la trascendencia para la vigencia de nuestro sistema republicano a la arquitectura por la que se ha optado para implementar el sistema acusatorio en nuestro país. Pareciera que gestionar y poner en marcha este modelo de administración de justicia penal -por cierto en una más que loable actitud- que se asienta en la división de las tareas de acusar y defender, por un lado y del juez veedor y garante de los derechos fundamentales por el otro, no debe llevarse a cabo dejando desprovistos a esos mismos derechos, como si la “manta” institucional fuera “corta”. Sí, suena paradójico -y contradictorio tal como lo anuncié- y por ello mi más determinante convicción de que el fin nunca justifica los medios. En nuestro sistema republicano, se asienta en el Poder Legislativo la función de dictar las leyes que le otorguen ejecutoriedad a aquellos derechos y garantías que proclama nuestra Constitución Nacional y los tratados internacionales incorporados por el art. 75 inc. 22. El Poder Ejecutivo debe llevar a cabo todas las acciones para el cumplimiento de esas leyes y el Poder Judicial debe interpretarlas con arreglo a esas máximas fundacionales de esta Nación. Así suena pomposo, pero no se trata ni más ni menos que de tareas específicas, delicadas y nobles que llevan -y llevamos- a cabo hombres y mujeres que por mandato constitucional con los recaudos de idoneidad y competencia o por elección popular representan a las instituciones que conforman los cimientos sobre los cuales se estructura nuestra República. Bien, destacados esos aspectos, me introduciré en el núcleo de este trabajo referenciando alguna situación imaginaria que podría presentarse en un ámbito de experticia diferente al de la actividad jurisdiccional. Así, ninguna persona, salvo en una situación extrema, se recostaría en la camilla de un quirófano para ser intervenido quirúrgicamente por un ciudadano que, por más conocimientos médicos que pudiera tener, no ha sido habilitado para ello luego de seguir las normas reglamentarias. Tampoco admitiría que la operación la efectuara el anestesista, un enfermero o el instrumentista, más allá de la excelencia que cada uno pueda tener en su ámbito de competencia. Llevado este ejemplo a lo que aquí nos convoca, ninguna persona admitiría cumplir una pena dictada por quien no es un juez designado con el proceso que en este caso establece la Constitución Nacional y que implica un concurso de oposición y antecedentes, la intervención del Consejo de la Magistratura, del Poder Ejecutivo y, por último la aprobación del Senado de la Nación. Pero no solo porque es el procedimiento constitucional, sino porque éste fue el elegido por nuestros Constituyentes del año 1994 para que, tan solo de esta manera, el ciudadano fuera representado en el ámbito del Poder Judicial a través de los tres poderes del Estado. Ahora bien, como dije, a la hora de instaurar el sistema acusatorio de administración de justicia penal -insisto en destacar su trascendencia- se ha admitido y lo que es peor naturalizado, en el ámbito del Ministerio Público, una delegación claramente fuera del marco constitucional para la designación de quienes ejercerán una de las más nobles y delicadas tareas que el art. 120 de la ley fundamental pone en cabeza de ese órgano cuál es “promover la actuación de la justicia y defender la legalidad, los intereses generales de la sociedad y la República en general”. Llevado a la práctica, los fiscales son los titulares de la acción pública penal y, por lo tanto, son ellos quienes deciden si corresponde investigar un hecho, o si por su insignificancia puede prescindirse; son ellos quienes pautan acuerdos con los defensores para fijar penas de prisión o para pedir la absolución; son ellos quienes representan a las víctimas no identificadas. En ese orden de ideas, soy de opinión que no es posible sostener, por un lado, la trascendencia de esta transformación tendiente a mejorar la calidad del servicio de justicia -entre otros- y, por otro, pretender justificar en la urgencia la omisión de los requisitos constitucionales y designar Magistrados interinos del Ministerio Público, para llevar adelante tales delicadas tareas. La Ley 27.148 autoriza en su artículo 48 a que el Procurador General de la Nación cubra interinamente aquellos cargos vacantes hasta la designación definitiva del titular que, a riesgo de ser reiterativo, requiere el acuerdo de la mayoría simple de los miembros presentes del senado, a quien corresponde el escrutinio final del candidato propuesto. Es en base a esta herramienta legal que hasta este momento y en ya casi el 40% del país, se ha dotado al sistema acusatorio de fiscales -y auxiliares fiscales- obviando el procedimiento que prevé la Carta Magna. No hay una causa razonable ni sostenible que justifique que, con una abrumadora mayoría, los asientos que deben ocupar los Magistrados del Ministerio Público Fiscal designados de acuerdo al procedimiento previsto en la Constitución Nacional, lo ocupe un Fiscal interino designado por el Procurador General de la Nación. Todo ello, además de que el resto de los ciudadanos que no han contado con ese privilegio y con aptitud para ello, se vean impedidos de acceder cuanto menos a los concursos de oposición y antecedentes para cubrir tales cargos. La única razón invocada ha sido la urgencia basada en la necesidad de contar con fiscales, actores por excelencia del sistema para llevarlo adelante. Sin embargo, si se tiene en cuenta que transcurrieron más de 30 años desde que fuera instaurado el Código Procesal de la Nación (Ley 23.982) llamado también código mixto, ya que fue concebido para la transición hasta este tan añorado momento, el escenario apocalíptico que se presenta para justificar el sacrificio de otros derechos de los ciudadanos tales como la representatividad en la elección de quienes habrán de impulsar o no la acción penal, pedir penas, etc. parece absolutamente injustificado y desprovisto de toda razón legal y constitucional. Llevado este proceder al Poder Judicial de la Nación, habría que preguntarse qué sucedería si el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación designara Juez a un funcionario por razones de urgencia, obviando el procedimiento constitucional. Es más, me atrevo a sostener que algo similar hubo de acontecer con la famosa Ley 27.145 (distante a tan solo tres dígitos con la Ley Orgánica del Ministerio Público Fiscal que autoriza a estas designaciones) que la Corte Suprema de Justicia no dudó en fulminar por inconstitucional en el famoso precedente “Uriarte”, ya que preveía la elaboración de una lista de conjueces por parte del Consejo de la Magistratura sin la intervención del Congreso ni del Poder Ejecutivo de la Nación. Ello fue así, no obstante, la cantidad de juzgados vacantes que ya existía al momento de la citada decisión -que hoy se ha agravado- que en todo caso y siguiendo esa lógica, habría justificado una suerte “de vista gorda” de nuestra Constitución Nacional. Mismos motivos, respuestas institucionales distintas. No es posible, entonces, en un Estado de Derecho admitir cualquier medio aun con apariencia legal, para el alcance de fines y metas si con ellos se desoyen los principios basales de nuestra ley fundamental, pues ello conducirá, tarde o temprano, a la deslegitimación y, en el peor de los casos, al fracaso de aquel buen fin último. Si se parte de la idea de que las instituciones están compuestas por hombres y mujeres y con ellos por sus valores y principios, no podemos conformarnos con tamaña y peligrosa simplicidad. Para concluir, me permitiré transmitir una reflexión personal cuál es que, prefiero pertenecer al bastión de aquellos que caminan en un sendero de dificultades, pero con el convencimiento de que llegar a la meta no habrá sido a cualquier costo pues, en palabras de Martín Luther King, “La verdadera medida de un hombre no se mide por cómo se comporta en momentos de comodidad y conveniencia, sino en cómo se mantiene en tiempos de desafío y controversia”.
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