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  • Una mirada desde la alcantarilla. En Chigaco

    Parana » Ahora

    Fecha: 29/04/2025 01:54

    En Chigaco En Chigaco trenzaban las colas de los caballos por la noche, las mujeres quitaban los abrojos de las clinas, pinchaban sus manos y sentían las astillas abriéndose entre su carne. Al otro día, florecían los girasoles. Todo empezaba con el pelo enredándose entre los dedos. Había colinas en Chigaco. Y de día podía esconderse el sol como si jugara a asomar parte de su cara, los niños repetían el gesto entre los troncos de los álamos que brillaban con sus hojas de lata. Los cencerros colgaban del cuello de los hombres, balaban con un meee que parecía humo, un sonido lleno de hierbas. Los hombres de Chigaco iniciaban el canto del fuego, avivaban la brasa del centro de la madera y la mantenían encendida con su aliento. Cuando dormían, callaban todas las criaturas. Las cosas funcionaban así porque afuera la vida era dura: los toros increpaban a los comerciantes y les cobraban multas si olvidaban tañer las campanas. Los pájaros amenazaban a los cosechadores, cada uno debía pagar su parte antes de cruzar el río. Hombres y mujeres respondían a las bestias, algo de esto habían aprendido espiando desde las miras de los rifles. A lo lejos, en las ciudades de los ciertos las veredas guardaban pozos y tragaban los pasos de la gente. Algunos llegaban a Chigaco sin tobillos hasta que volvían a crecerles después de amamantar ratones con su ombligo. Chigaco existía en un diario íntimo que escribía de niña. Mi hermana ataba el pelo lacio que se pegaba a mis vértebras, giraba los mechones hasta formar torzadas finas cobrizas. Abotonaba el guardapolvo hasta la cintura y cerraba el torso con un moño. Dejaba mis piernas libres de los nudos y las costuras. Podía correr pero caminaba hasta la escuela por la escarcha de una canchita de fútbol que había al frente de mi casa. En mi pueblo la escuela tenía persianas plateadas que se desvencijaban y caían como hojas de un árbol. En el aula podía asomarme y ver mi casa, saber si mamá iba a la carnicería o a la despensa, ver el cajón con sifones en la rejas, el rastrojero que manejaba el sodero parado en la puerta, veía la calle salpicada de piedras grises y podía escuchar el sonido de las ruedas crujiendo. En mi pueblo el silencio estaba lleno de ruidos: las tostadas saltaban en las muelas, los granos de maíz caían desde la fábrica que estaba en la ruta, al ingreso, y se olía cuando los camiones los pisaban contra el cemento. De noche los grillos, escondían su insistencia, las chicharras entonaban salmos desde los paraísos. Teníamos ranacuajos en frascos vacíos de malta como si fueran peceras, desde ahí veíamos el océano y conocíamos los orígenes de las especies. Nadie tomaba café porque todos querían dormir temprano y dormir siesta y levantarse en silencio y arrastrar las chancletas que usaban de pantuflas hasta la hornalla del frente de la cocina, encenderla un rato antes y refregar las manos como si frotaran piedras, meter en el hueco la nariz y largar un bostezo adentro, olerlo y enjuagar la boca con menta, salir a la calle vacía, siempre vacía con la gente entre la niebla, los puños de los suéter hasta la cadera, la lana en la canasta de la casa, lista para ser ovillada, las agujas clavadas como un reloj quieto. Podíamos pescar mariposas con redes y escribir en las veredas con la punta de las luciérnagas. En las medias de nuestras madres empezaba el cuerpo de las muñecas, la piel fina translúcida dejaba ver los bollos de telas que metíamos con algodón adentro. Un cuerpo de nube entre las manos de la infancia. En mi pueblo no besábamos sapos pero pensábamos que quizás atarlos a un árbol en la entrada estaría bien. Los cururú aparecían en verano, bajo la luz del frente esperaban las polillas como si fueran estrellas. Los caballos pastaban en los patios, las gallinas andaban entre los panes de la mesa. Nadie abría los ojos cuando degollaban pollos, pero agradecían a Dios por la mesa dispuesta entre los brillos de las plumas. En mi pueblo el panadero repartía facturas en carreta, abría el toldo, los vecinos se agrupaban atrás en fila. Los gorriones usaban colores parecidos a la gente.

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