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» Diario Cordoba
Fecha: 27/04/2025 01:21
El decano del Colegio Cardenalicio Giovanni Battista Re, centro izquierda, preside el funeral del Papa Francisco en la Plaza de San Pedro. / Associated Press/LaPresse / LAP El mayor milagro del Papa Francisco ha consistido en llegar vivo a su funeral, no puede afirmarse lo mismo del medio centenar de jefes de Estado congregados en su despedida. Las continuas referencias de Bergoglio a un hipotético envenenamiento iban más allá de una broma, no ironizaban los dirigentes de la curia que celebraban misas para demandar la muerte del Pontífice, porque temían que acabaría con la Iglesia. Pese a las amenazas de muerte, Francisco se halla todavía hoy en mejor condición que buena parte de los estadistas que acudieron a despedirlo. Empezando por Trump y Macron, querían apropiarse y reflejar una parte de la gloria absorbida por un Papa que ha ganado más batallas después de muerto. Condenados al papel de espectadores silentes del ceremonial, los líderes civiles aspiraban a lograr el elixir de la inmortalidad, porque su actual experiencia la dan por perdida. Necesitarán más de una vida eterna si han de cosechar una mínima parte de las alabanzas póstumas al Pontífice fallecido. En esta hoguera de las vanidades, con reyes como Felipe VI y aspirantes como Guillermo de Inglaterra, la derecha española pretende que la Basílica solo tenía ojos para la ausencia escandalosa de Pedro Sánchez. Aunque la sutileza no define al presidente del Gobierno, nada logra más resonancia que ausentarse del lugar al que han acudido todos los demás. Mejor harían los conservadores reclamando un Papa español, quizás la única manera de contrarrestar al autosuficiente líder socialista, y ahora encima impío. Claro que los reaccionarios españoles odian tanto a Francisco que no reivindican los derechos sucesorios hispánicos por si sirven de reconocimiento al predecesor. El funeral del papa Francisco, en imágenes. / MASSIMO PERCOSSI / EFE Solo el ataúd definía íntegramente al Papa. Más allá de humilde y austero, el envoltorio de madera incurría en lo mísero, irreconciliable con el barroquismo de Bernini. Este contraste sintetiza el papado transcurrido, unas gotas franciscanas en un mar de excesos desbocados, el único Papa que se presentó en poncho en la plaza de San Pedro en vísperas de morir. En la colisión inevitable, los tradicionalistas emboscados solo tenían que aguardar a que la naturaleza cumpliera su ciclo y rematara al argentino provocador, aunque los más sanguinarios consideran que la muerte de Bergoglio no es castigo suficiente. Antes y después de Francisco, la Iglesia no se permite deslices. Se acabaron las informalidades y las traiciones al protocolo, los burócratas curiales han recuperado el timón. De ser sinceros, se reconocería que el funeral transcurrió absolutamente sin nada digno de etiquetarse como una noticia. No hubo narración, solo la imagen estática de los jefes de Estado implorando misericordia, no tanto a Dios como a sus súbditos. Algunos dignatarios se hallan tan desacreditados que morirse no es lo peor que podría sucederles. La disyuntiva no se planteaba entre asistir o no a los funerales, sino entre humillarse o hundirse por ellos mismos, la alternativa preferida porel irredento Sánchez. Enclaustrado en el ataúd sin pompa donde lo querían sus enemigos ultracatólicos, Francisco permite y se permite por primera vez un balance. El Papa no se mide frente a lo que prometió, y mucho menos en relación a lo que necesita la Iglesia para desenterrarse, solo respecto de lo que pudo hacer. Con este listón, aprueba sin llegar a notable. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump (i), conversa con el presidente de Estonia, Alar Karis. / EP Ratzinger solo quería hablar de tú a tú con Jürgen Habermas, Bergoglio ha tuteado con desenfado al mundo entero, incluidos los Jefes de Estado que le han succionado el espíritu en sus funerales. Su mayor hazaña se mide en los doce años de permanencia en el trono de Pedro. Cabe recordar que entre los últimos cuatro Papas, el penúltimo se largó sin tomar la precaución de morirse antes, y el primero falleció al mes de la proclamación y posiblemente de causas artificiales. Ratzinger era tan reacio a las multitudes que renunció a morirse en el cargo para librarse de los funerales de Estado. En cambio, Wojtyla estaba tan enamorado de los cortejos que hubiera fallecido cada dos meses, con tal de ser celebrado. Frente a este conflicto entre cerebro y corazón, Francisco ha contrapuesto el pilar del intolerable Papa irónico, persuadido de que ya no habita la única religión verdadera. Sus exequias reflejan la verdad esencial de la persona, el ser que está de paso.
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