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Parana » Inventario22
Fecha: 15/04/2025 11:01
Por prepotencia de trabajo, por juventud, por ambición. Carlos Fuentes y García Márquez eran los más “oficiales” en términos de los contenidos prontamente estandarizados del fenómeno Cortázar era el margen izquierdo y José Donoso el derecho. A pesar de que, con el tiempo, quizás, Vargas Llosa haya quedado encasillado como el más conservador en términos programáticos (el más realista, el más directo, el admirador de Víctor Hugo y el que más se aburría con Proust), su irrupción con libros como La casa verde, La ciudad y los perros y por lo menos dos cumbres tan diferentes pero magistrales (indiscutiblemente, a mi criterio) como fueron Conversación en la catedral y La tía Julia y el escribidor, lo transformaron en el más vital, el más arrebatadoramente romántico e iconoclasta y revoltoso. Paradójicamente, si se quiere, a juzgar por su derrotero ideológico, típico del converso. Pero en aquellos años de estadías en París, de boom, de cosmopolitismo y revolución cubana, fue el que más aspiraba a llevar encendida la antorcha de la revolución política y la revolución estética. Cortázar (a quien Vargas Llosa admiró sin reservas) ya empezaba la retirada post Rayuela. Vargas Llosa estaba comenzando a dar pasos agigantados. Tuvo, además, la lucidez y la honestidad intelectual de reconocer el talento desbordante y diferente de García Márquez y le dedicó un libraco sesudo y riguroso, Historia de un deicidio, publicado en 1971 pero que en verdad fue su tesis doctoral para la Universidad Complutense de Madrid. Hasta aquí, creo que hemos resumido el corazón --núcleo y sentimiento, concepto y pasión-- de la obra de Vargas Llosa, su aporte inmenso a la literatura latinoamericana y en definitiva mundial. A partir de cierto momento, un momento que, si tengo que elegir, fecharía en 1984 con la publicación de Historia de Mayta, aparece una cierta noción de estabilización en la obra de Vargas Llosa: hay solidez, hay cierto conflicto entre ideología y ficción que empieza a insinuarse, a enturbiar y tensar las textualidades en juego, pero que nunca hizo fracasar el proyecto literario entre balzaciano y flaubertiano del gran escritor peruano que --no sin elegancia ni justicia poética-- acaba de morir en Lima, su gran ciudad literaria. Después de Mayta... vendrán novelas como Lituma en Los Andes, La fiesta del Chivo, El sueño del celta (un notable alegato contra el colonialismo), o la más reciente El héroe discreto, todas novelas, libros entre buenos y, precisamente, discretos. Para la legión de seguidores de su obra total, indudablemente los tiempos gloriosos se fueron quedando atrás, pero nadie dejaría de apreciar que cuando le otorgaron el Premio Nobel, se trató de un acto de justicia y hasta de felicidad para la cultura peruana y nuestro idioma. Y, hasta por un rato, nos reconcilió con el ser humano a veces desdibujado por las pasiones mal temperadas. Como sea, el balance de la literatura de Vargas Llosa desde los ya lejanos tiempos del boom, es grandioso. Un animal literario más que político, una precocidad y una lucidez que en materia de reflexión acerca del oficio (y la profesión) de escribir rozó la sabiduría, talento y sentido del humor. Claro, claro, ya sé. Todos hubiéramos querido pedirle algo más, una más. Pero si le perdonamos tanto exabrupto a Borges, estemos dispuestos a perdonárselos también a Vargas Llosa. Al fin y al cabo, pudo haber jodido al Perú, pero no a la literatura latinoamericana.
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