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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 10/03/2025 04:52
El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, junto a su par ucraniano, Volodímir Zelenski, semanas atrás, en la Casa Blanca (Reuters) El cambio de rumbo que la administración Trump ha impuesto en la política exterior de Estados Unidos ha abierto una grieta profunda en el orden internacional. La decisión de condicionar la ayuda a Ucrania y de buscar una aproximación con Rusia es un golpe brutal para el principio que ha sostenido el equilibrio de poder desde la Segunda Guerra Mundial: la prohibición de adquirir territorios por la fuerza. Este principio, forjado en el seno de la ONU y respaldado por numerosas resoluciones internacionales, constituye uno de los pilares fundamentales del orden mundial actual. Trump, con su visión pragmática y transaccional de la política exterior, parece dispuesto a socavar este principio en aras de lo que considera un realismo geopolítico. La lógica de Trump en este sentido es clara: si Europa quiere protegerse, que lo haga con sus propios medios. Si Rusia puede ser atraída como un contrapeso frente a China, las concesiones territoriales son un precio aceptable. Pero esta lógica es profundamente peligrosa, pues se basa en una comprensión simplificada de la geopolítica. Trump reduce la política internacional a balances contables, como si los intereses estratégicos de naciones como Ucrania, que enfrenta una agresión directa por parte de Rusia, pudieran ser negociados como si fueran mercancías. Lo que Trump presenta como pragmatismo es, en realidad, una resignación moral disfrazada de astucia. El discurso del senador francés Malhuret, con una advertencia conmovedora y precisa, describe con claridad el riesgo que implica esta nueva doctrina. No se trata solo de la suerte de Ucrania, sino del destino mismo de Occidente. Abandonar a Ucrania no solo significaría entregar a Putin la validación de su agresión, sino también desmoralizar a los países bálticos, quienes verían cómo sus temores de una invasión rusa se ven confirmados. Además, tal acción podría alentar a otros regímenes autoritarios, como los de China o Irán, a desafiar el orden internacional establecido, sabiendo que no habría consecuencias significativas. El escenario, sin embargo, es aún más complejo y aterrador. La geopolítica no se rige únicamente por principios ideales, sino por la brutalidad de las relaciones de poder. Más allá de la obligación moral de proteger la soberanía de Ucrania, hay una lógica militar que no puede ser ignorada. Rusia, potencia nuclear, tiene una doctrina militar que busca escalar un conflicto para luego poder “desescalarlo”. Esto se conoce como la doctrina de “escalada para ‘desescalar’”, una estrategia militar que apunta a aumentar la intensidad del conflicto en momentos clave para forzar la negociación, una táctica particularmente peligrosa debido al riesgo que conlleva. Moscú ha dejado claro que una intervención directa de la OTAN en Ucrania podría desencadenar una guerra total, con consecuencias impredecibles. La paradoja de esta situación radica en que una victoria ucraniana, respaldada por un apoyo occidental sostenido, podría aumentar la probabilidad de una confrontación directa con Rusia. Esto podría dar paso a una guerra de magnitudes descomunales, con consecuencias devastadoras no solo para Ucrania, sino para toda la región. Por otro lado, la rendición de Ucrania, que podría parecer una salida menos peligrosa a corto plazo, sería vista por Putin y otros actores autoritarios como una señal de debilidad. Una rendición de Ucrania sería interpretada como un permiso tácito para futuras agresiones, no solo en Ucrania, sino en otras partes del mundo. El primer mandatario ruso, Vladimir Putin (Reuters) Europa, al enfrentar la posibilidad de una derrota ucraniana, ha comenzado a comprender que su supervivencia depende en gran medida de su capacidad para rearmarse y actuar sin la protección de Estados Unidos. La creación de una defensa europea autónoma es ahora un objetivo estratégico primordial, aunque no está claro cómo lograrlo de manera efectiva. Un proyecto de esta magnitud llevará años y, mientras tanto, cualquier escalada militar directa entre la OTAN y Rusia traería consigo el espectro de una confrontación nuclear, con consecuencias catastróficas para toda la humanidad. La interdependencia de Europa con Estados Unidos ha sido un pilar de la estabilidad del continente, pero ese pilar está comenzando a resquebrajarse a medida que la administración Trump prioriza los intereses nacionales de EE. UU. sobre las alianzas transatlánticas. Éste es el verdadero dilema al que se enfrentan las potencias occidentales. ¿Cómo equilibrar la necesidad de detener la agresión rusa sin desencadenar una cadena de eventos que podría destruir el mundo? La postura de Trump, al abandonar a Ucrania, pretende evitar el riesgo inmediato de una escalada total. Al hacerlo, siembra las semillas de conflictos futuros aún más devastadores. La claudicación puede parecer una salida pragmática, pero contiene en sí misma la promesa de nuevas catástrofes. La renuncia a principios fundamentales en favor de la “paz” temporal suele ser el preludio de conflictos aún mayores. En este tablero de ajedrez global, las posiciones se entrelazan con intereses contradictorios. Estados Unidos busca redefinir su rol global y, al hacerlo, desplaza su atención de las tradicionales alianzas multilaterales hacia acuerdos bilaterales y transacciones directas. Europa, al ver su vulnerabilidad expuesta, intenta redefinir su futuro sin la protección estadounidense, mientras Rusia apuesta por la desunión y la fragmentación de Occidente para consolidar su influencia. En las sombras, China observa pacientemente, esperando que el desgaste de Occidente le permita consolidar su ascenso como la nueva superpotencia global, sin disparar un solo tiro. Ningún actor tiene las manos limpias, y todos enfrentan costos incalculables. La historia nos enseña que, cuando las potencias globales caen en la trampa de la política de la “paz por la claudicación”, el precio de esa paz puede ser mucho más alto que el costo de la confrontación. Occidente se encuentra atrapado entre la cobardía de la capitulación y el abismo de la confrontación total. En ese equilibrio precario, la responsabilidad recae principalmente sobre los líderes europeos, quienes deberán demostrar que la autonomía estratégica no es solo un eslogan vacío, sino un proyecto viable y necesario. La libertad no se defiende solo con discursos, sino con la voluntad de sacrificio y la convicción de que hay causas por las que vale la pena luchar, incluso, cuando el precio es alto. El destino de Ucrania no se juega únicamente en las trincheras ucranianas. Este destino también se decide en las decisiones tomadas por los líderes occidentales, que deben sopesar el costo de la paz frente al riesgo de la aniquilación. El siglo XXI será definido por la respuesta a esa pregunta crucial. Si Occidente no está a la altura, la paz que sobrevenga no será la paz de los valientes, sino la paz de los cobardes, construida sobre la sumisión y la resignación. La paz que resulta de la rendición no es una paz duradera, sino una tregua que, inevitablemente, conduce a nuevas confrontaciones y sufrimientos aún mayores.
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