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» Diario Cordoba
Fecha: 12/02/2025 07:35
Apenas quedan ya los ecos de aquel tiempo en que la piedra y el alma se templaban al mismo fuego. Córdoba, urdimbre de saberes y baluarte de lo sagrado, yace ahora como una estatua mutilada de Fidias, reducida a un remedo de su grandeza. La ciudad que fue cuna de filósofos y místicos, de ascetas y poetas, se ha transmutado en un zoco de baratijas donde la espiritualidad se trueca por bagatelas y los templos han devenido decorados para postales sin alma. Como en la ‘Laocoonte’ de Virgilio, Córdoba ha sido estrangulada por serpientes venenosas que, bajo los nombres de modernidad y progreso, han asfixiado su latido sacro. Sus iglesias, antaño santuario de la contemplación, han sido tomadas al asalto por turistas que fotografían altares sin siquiera mirarlos, y que, ignorando las columnas de incienso que un día ascendieron en oración, deambulan por la Mezquita-Catedral con la frivolidad de un paseante de centro comercial. Su mirada, adiestrada por la dictadura de la inmediatez, no se posa en el prodigio de las dovelas ni en la hondura simbólica de la luz tamizada, sino en la confirmación de un ‘check-in’ vacuo. Esta ciudad, que alumbró a Séneca en la severidad del estoicismo y a Maimónides en el rigor de la razón iluminada por la fe, se ha convertido en una feria siniestra donde la sabiduría ha sido canjeada por mercadotecnia. «El tiempo es un río que arrastra lo que fue y lo que será», advertía Marco Aurelio, y en Córdoba el tiempo ha erosionado su propia esencia hasta convertirla en una polvorienta reliquia de lo que pudo haber sido. Las cofradías, que aún ofrecen a la ciudad la mística de sus procesiones, mantienen vivo el fuego de la tradición, aunque sus signos sean ignorados por una multitud que ya no sabe leerlos. Los cirios siguen iluminando la noche, pero sus destellos se pierden en la distracción de pantallas que capturan imágenes sin retener el significado. Pero no nos engañemos, este olvido no es casualidad, sino parte de un designio más amplio: la erradicación de la memoria sagrada del mundo. Nietzsche lo predijo con clarividencia trágica: «Dios ha muerto», y con Él, la noción de lo sagrado que erigía catedrales y forjaba almas. Córdoba ha capitulado ante la tiranía del presente absoluto, que desdeña el peso de la tradición y nos sume en un vértigo en el que todo se consume y nada permanece. El futuro se cierne sobre esta ciudad como un manto de ceniza. No habrá redención para un pueblo que ha decidido prostituir su herencia al mejor postor. Los rezos han sido reemplazados por el estruendo de los parlantes, y los claustros por terrazas atestadas de turistas ávidos de experiencias instantáneas. Como Edipo al descubrir su ceguera, Córdoba se encamina hacia su propio olvido. Lo sagrado, como todo lo eterno, no muere; simplemente aguarda. Pero si algún día la ciudad quiere reencontrarse con su alma, deberá despojarse de esta farsa y recordar que hubo un tiempo en que, entre el Guadalquivir y la sierra, la trascendencia se manifestaba en cada piedra y en cada sombra.
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