Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • Se puso al mundo en el bolsillo con el encanto de una sola mano: a diez años de la muerte de René Lavand, el mago que vendía ilusión

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 07/02/2025 04:40

    René Lavand Si alguien escribe en Google “René Lavand” lo primero que aparece, como por arte de magia del oráculo digital que todo lo sabe, son fotos. René Lavand en blanco y negro, saco de solapas satinadas, camisa, moño, cigarrillo en boca. El cuerpo curvo hacia la mesa donde se despliega un juego de naipes, mirada clavada en la baraja, codo de su único brazo completo, el izquierdo, apoyado en la mesa. El diez de corazones sobre el pliegue de ese, el único brazo que puede doblar. Podría ser la imagen del dueño de una cantina de los años 50, de esas de puertas vaivén, que perdió el brazo en una balacera tipo western y gusta de entretener a sus clientes con un poco de ilusión. O la del dueño de un bar y villano de barrio, como el que interpretó en la película Un oso rojo, un policial dirigido por Adrián Caetano en el que hizo su debut cinematográfico, en el 2002, que le valió una nominación al premio Cóndor de Plata como Mejor Revelación Masculina. Pero no. René Lavand fue un mago. Un mago con una sola mano. Uno de los más importantes en la historia del mundo. Quizás ahí, en la ausencia de su mano derecha, que fue la que más usó hasta que no la tuvo más, en la destreza extraordinaria que consiguió con la izquierda, la que le quedó, flotaban los destellos de su encanto. Su nombre completo era Héctor René Lavandera. A los siete años vio un show de un mago chino y quedó fascinado. Desde ese momento quiso aprender a hacer trucos con las cartas “No se sabe si alguien pidió el consentimiento del niño cuando, a los nueve años, fue amputado de su mano derecha y equipado con un muñón de once centímetros a partir del codo. No se sabe, tampoco, cómo empieza una vocación pero es probable que haya sido así: el día de sus nueve años en que el niño levantó la toalla con que su madre le impedía ver las curaciones y, allí donde recordaba una mano, el niño no vio nada. Nada por aquí. Nada por allá. Ahora la ves. Ahora no la ves”. Con estos párrafos la cronista Leila Guerriero comienza a narrar la increíble vida del ilusionista en el increíble texto titulado “René Lavand: mago de una mano sola”. Héctor René Lavandera era un niño de nueve años en el carnaval de 1937. Era febrero en Coronel Suárez, la ciudad de la Provincia de Buenos Aires a la que se había mudado con su familia luego de que la zapatería de su padre, Antonio Lavandera, quebrara. Héctor, como lo llamaban entonces, estaba con sus amigos jugando en la vereda, cerca de su casa, con baldes de agua. Como sucedía en los barrios, en los veranos argentinos. Como quizás todavía sucede en algunos. Tal vez querían ir a buscar más baldes para llenar y mojar a los vecinos. Tal vez querían ir a algún quiosco en la acera de enfrente a acopiar azúcar para la tarde de verano. O impresionar a alguna chica. Lo cierto es que sus amigos dijeron: “Vamos a cruzar la calle”. Así narra Guerriero lo que pasó después: “Era un desafío menor: no era un río, no era un abismo, no era subir una montaña: eran cinco metros de asfalto. A él, al niño, le tenían prohibido cruzar la calle solo. Pero sus amigos cruzaron y él pensó: “También voy a cruzar”. Y cruzó. Y entre él y el resto de su vida se interpuso un varón rampante, diecisiete años a bordo del auto de su padre. Hubo maniobra brusca, niño caído, neumático aplastando —aplastando: lesión gravísima— el antebrazo derecho contra el cordón de la vereda”. En los barrios argentinos, en las provincias argentinas, quizá no en todas, seguro en la mayoría, antes de que la modernidad trajera una mayor concientización vial —e incluso así— es usual que los adolescentes conduzcan, con o sin licencia. También que un niño de nueve años tenga prohibido cruzar la calle solo por no estar lo suficientemente diestro en mirar hacia los lados, en saber lo que hay que hacer. El niño atropellado fue trasladado a un hospital donde lograron salvarle parte del brazo y le colocaron un muñón de once centímetros a partir del codo. “Y un amigo me acuerdo que, frontalmente, me dijo: ‘René, vas a poder llevar un solo balde el resto de tu vida. Dos baldes, jamás”, contó Lavand en una entrevista publicada en Clarín. Su mano derecha, la que más usaba, no se llevó con ella la ilusión. Cuando tenía nueve años cruzó la calle con sus amigos y lo atropelló un auto. Tuvieron que amputarle la mano y parte del brazo derecho. Lavand era diestro, debió aprender a hacer todo con su mano izquierda Héctor René Lavandera había nacido en la ciudad de Buenos Aires, el 24 de septiembre de 1928. Era hijo único de Antonio Lavandera, viajante y zapatero, y Sara Fernández, maestra. Era 1935, dos años antes de que lo atropellaran y le cambiara la vida, cuando René, con siete años, fue a ver un espectáculo de magia con su tía Juana. Quizás fue en ese instante en el que nació su vocación, cuando vio la presentación de un mago chino llamado “Chang”. Fascinado con el show, cuenta la leyenda que el niño le gritó al mago que hiciera el truco más lento, quería detectar a dónde estaba el engaño, a lo que, seguramente con disgusto, Chang le respondió: “No se puede hacer más lento”. Ese espectáculo lo marcaría para el resto de sus días. Esas palabras se convertirían en la marca de Lavand. Luego de ver, quiso hacer. René se obsesionó como solo los niños pueden: no dejaba de pensar en Chang y en sus trucos. Un amigo de la familia le regaló un mazo de cartas y le enseñó uno. Lo practicó sin descanso y logró sorprender a sus compañeros de escuela: su primer público. No tenía idea de que las cartas transformarían, serían, su vida entera. “Es un estilo mío, sí. No voy a prestidigitar voy a lentidigitar y solo con seis cartas. A ver si sale el desafío en el lente de la televisión. Pondré todo lo mejor de mi técnica en el juego y todo lo mejor de mi corazón en ustedes”, dice a la cámara de Azul Televisión —como se llamó Canal 9 entre 1999 y 2002— con cadencia de tanguero, galantería de arrabal, mientras prepara las cartas para uno de sus trucos más populares: “Agua y aceite”. El juego consistía en mostrar, lentamente, cómo intercalaba en una fila las cartas rojas y las negras para luego rotarlas, tres a un lado, tres al otro, y mostrar que aparecían ordenadas: las negras con las negras, las rojas con las rojas. Remataba el truco con la frase que era su sello: “No se puede hacer más lento”. En realidad, lo que hacía tan especial a este truco clásico de la cartomagia, lo que lo envolvía con el hechizo de Lavand, era precisamente eso en lo que se volvió un as: la lentitud. “La palabra prestidigitación no tiene vigencia, nunca la tuvo. Son otras las técnicas a emplear, no la velocidad, de ninguna manera. La postura, la palabra, los ángulos”, decía en una conferencia. Con una sola mano Lavand no generaba la ilusión a través de la rapidez sino de su opuesto. De ahí nació el término y la técnica de la “lentidigitación”, creada por él, ese era su espectáculo: la magia que brotaba de los ademanes tranquilos, volviendo lo inverosímil —el engaño no descifrable ni en la calma de sus movimientos— verosímil. Haciendo que parezca real. “La cámara implacable no me deja mentir”, decía en TV cuando mostraba sus trucos. “Tuve la suerte de no poder copiarle a nadie. Porque no hay libro ni maestro que te enseñen técnicas para mano izquierda, así que tuve que hacerme autodidacta. Porque yo tenía la suerte de tener una sola mano. Y así surge el estilo, la personalidad, lo que no se puede copiar”, dijo en el documental El gran simulador, que Néstor Frenkel hizo sobre él. Para entrenar la mano izquierda Lavand jugaba al ping-pong, a la pelota paleta, practicaba esgrima y ensayaba, obseso, trucos con las cartas No fue magia. La rehabilitación luego del accidente que le quitó la posibilidad de llevar dos baldes, de hacer trucos con ambas manos, duró un año. Las cartas, que desde ese momento jamás le faltarían en su bolsillo, en su mesa de luz, fueron el refugio. Al comienzo se le escapaban en avalancha de su única mano, hacían montaña en el suelo. El desafío no lo amedrentó. Le suministró una dosis feroz de perseverancia. A los 14 años se mudó con su familia a la ciudad de Tandil, de donde no se iría, salvo para sus presentaciones alrededor del mundo, pero para eso faltaba un poco. Para desarrollar destreza con la mano izquierda jugó al tenis de mesa, a la pelota paleta, hizo esgrima. La baraja era otro deporte. Se entregó a la práctica voraz de la cartomagia. No solo la dominó con su única mano: se volvió el mejor. Hubo alguien que colaboró un poco. Un aficionado a la magia de apellido Leonardi le enseñó algunos trucos, le regaló el libro Secretos de Cartomagia, de Joan Bernat y Esteban Fábregas, con técnicas que René debió adaptar: todas estaban pensadas para magos de dos manos. Noche a noche, cuando volvía a su casa, Antonio Lavandera encontraba a su hijo con la cara en el libro. “En sus ojos podía leer sus palabras: ‘Pobre hijo mío’. Él sabía, tanto como yo, que ese libro estaba escrito para hombres con dos manos. Pero lo que él no sabía era de lo que yo iba a ser capaz”, contó René Lavand para la revista Orsai, en 2010. En la nota de la misma revista lo que siguió el periodista Ulises Rodríguez lo narra así: “Tandil, 1950. René mezcla las barajas en el comedor de su casa. Cada vez que las apila parece que ronroneara un gato. Su madre teje en un sillón y bufa. Él sigue como si tal cosa. Hasta que ella no aguanta más, deja las agujas y el ovillo a un costado y le dice algo que viene pensando hace meses: “Hijo… eso de la barajita está muy lindo pero hay que ir pensando en hacer algo en esta vida”. Su padre había muerto de cáncer. Había cuentas por pagar, deudas por saldar. René consiguió un puesto en el Banco Nación de Tandil. Allí era cadete, escribía a máquina, llevaba y traía papeles, contaba plata. En el cajón de su escritorio no faltaba el mazo de cartas y cuando el banco cerraba al público sacaba la baraja y maravillaba a sus compañeros entre cigarrillos y café. Como círculos concéntricos, su habilidad con los naipes empezaba a escalar en popularidad: familia, amigos, compañeros de trabajo. El círculo que siguió fueron los desconocidos, el público en general al que deseaba conquistar. Su debut local fue en el Hotel Continental de Tandil, para unas 50 personas. Obnubiló a los asistentes: Lavand no solo hacía cartomagia, era un actor sobre el escenario: ataviaba sus trucos con historias que narraba de manera excepcional. Manejaba la pausa dramática, las inflexiones de la voz, los silencios. Su presencia elegante y altiva, siempre de traje, siempre la manga del miembro ausente al bolsillo, lo dotaban de un magnetismo que deslumbraba a quien lo veía. Cuando murió su padre, en los 50, consiguió un puesto en el Banco Nación de Tandil para ayudar con los gastos en su casa. Trabajó ahí una década hasta que, en 1960, ganó un concurso de ilusionismo y se lanzó como mago profesional En 1960 ganó una competencia de ilusionismo y después de trabajar una década en el banco, se fue. Tenía treinta y dos años cuando, en 1961, se lanzó como mago profesional. Los círculos concéntricos a su alrededor se reproducían. Llegaban cada vez más lejos. Las tablas del Teatro Nacional y del Tabarís fueron las primeras de Buenos Aires que lo vieron brillar. Después llegó la fama mundial. Lo llamaron de programas de televisión criollos y extranjeros —como el Ed Sullivan Show, con unos 50 millones de espectadores, y el programa de Johnny Carson, en los que se presentó en 1961—. Lo aclamaron en Latinoamérica, en Estados Unidos. En Europa. En japón. Brindó espectáculos privados, entre los que destaca una mítica presentación para el narcotraficante colombiano Rodríguez Orejuela, capo del Cartel de Cali, y sus invitados con armas y cocaína en sangre. Llenó salas, dio conferencias para sus colegas. Asombró a los más grandes del oficio: David Copperfield quedó deslumbrado al verlo cortar el mazo con una sola mano. Así describe Guerriero lo que sucedía en sus shows: “El público se rendía ante esa mano que acometía los lomos de los naipes como si fueran vértebras, que arrancaba ases de las honduras de los mazos, que transformaba sietes de piques en reinas de corazones, que reinaba sobre aquellos bordes y dominaba las cartas difíciles, las profundas cartas, mientras una voz magnética en la que tremolaban el coraje, la violencia o la emoción ahogada contaba la historia de un viejo tramposo del sur de Estados Unidos, de un mago oriental encerrado en una mazmorra, de un tahúr obligado por su mujer a ganar una fortuna antes de la medianoche”. Convertido en artista internacional y habiendo comprobado que sin algunas de sus partes el éxito se potenciaba, se extirpó el primer nombre, se cortó el apellido. Héctor René Lavandera se convirtió para siempre en el mítico René Lavand. “Añadirle belleza al asombro” era otra de sus marcas registradas. Eso perseguía a través de las historias que narraba con lenguaje teatral —escritas gran parte de ellas por sus amigos Rolando Chirico y Ricardo Martín—. También con las poesías y las citas a Borges, Unamuno, Ortega y Gasset, José Ingenieros, Homero Manzi, con las que envolvía sus trucos en las presentaciones, con la música de fondo de Beethoven, Bach o Andrés Segovia. Lavand era un mago en el arte de crear climas. No solo los trucos. No solo su mano. Todo él era el espectáculo. “Lo dijo Picasso —diría en una de las últimas entrevistas que dio—: La única misión del artista es convencer al mundo de la verdad de su mentira”. En Buenos Aires debutó en el Teatro Nacional y el Tabarís. En 1961 fue invitado a Estados Unidos, al programa televisivo de Ed Sullivan, con 50 millones de espectadores, y se hizo famoso en todo el mundo El ilusionista de una sola mano tuvo tres mujeres, cuatro hijos. Con Sara, la primera, tuvo a Graciela y a Julia; con Norma, a Lauro y Lorena; con Nora, veinte años menor que él, compartió el resto de su vida. En muchas de las notas que dio contó que la conquistó con un truco de navajas en el que de una navaja grande lograba que aparecieran otras más pequeñas en la mano de ella y luego unas aún más pequeñas. Una vez que consiguió su amor, desterró el truco de su repertorio: jamás lo volvió a hacer porque ya le había dado todo, dijo. —Llevo cincuenta años de casado, solo que en tres etapas y con algunos meses de descuento. Cada divorcio fue morir un poco —le dijo a Ulises Rodríguez en su crónica para Orsai. Tuvo algunos aprendices que gustaba de llamar “discípulos”, quienes querían ser portadores de su legado. Lo visitaban en su casa en la que Lavand había acondicionado un vagón de tren, al que nombró Pata de Fierro, donde los alojaba. Grabó videos y publicó libros con sus técnicas para los colegas, escribió sus memorias que tituló Barajando recuerdos, apareció en cine y tv, protagonizó un documental sobre su vida. Coleccionó bastones y sombreros. El último público que dio fe que no se podía hacer más lento fue el de Lugo, España, donde brindó su último show. Murió a los 86 años, de neumonía, en una clínica de Tandil. Era 7 de febrero de 2015. Allí, en esa ciudad donde hay sierras y vistas panorámicas, famosa por su piedra movediza, quesos y charcutería, desde 2012 puede verse a un René Lavand de hierro fundido pintado de blanco, sentado —piernas cruzadas, su anillo en el dedo meñique, su corbatín, su sombrero y su mano ausente siempre al bolsillo— en los jardines del Palacio Municipal. La estatua, un homenaje “Había terminado la guerra. La patrulla en retirada. Un soldado solicita permiso al capitán para volver al campo de batalla en busca de un amigo. Pero se lo niegan. ‘Es inútil que vayas, está muerto’, le dice el capitán. El soldado desobedece la orden y vuelve al campo de batalla por su amigo. Regresa con él en brazos. Muerto. ‘Te lo dije, era inútil que fueras’, lo retó el capitán. ‘No mi capitán, no fue inútil. Cuando llegué aún estaba con vida, me miró a los ojos y me dijo: Sabía que ibas a venir’”. Solía ser sobre el final de su presentación. Terminaba uno de sus trucos, se paraba en el centro del escenario y comenzaba a narrar llenándolo todo con su postura teatral, con su aspecto de timador elegante y seductor, con su cadencia para narrar, con su voz. “Sabía que ibas a venir…”, decía, como si se refiriera a alguien en particular, a alguna persona del público. Hacía una pausa y comenzaba: “Esta frase, sabía que ibas a venir, me trae el recuerdo de un cuento corto y dramático, y lo voy a decir. Y lo voy a decir porque el drama también es belleza, si no... ¿a qué Shakespeare, no? ¿A qué Beethoven y su quinta sinfonía? ¿A qué Picasso en Guernica? Sin música y sin nada. Así nomás. Dice así”. Y lo narraba en el silencio espeso, sostenido, del público atento. La línea final, la voz quebrada, casi un susurro, mientras se volvía a su mesa, a sus cartas: “Sabía que ibas a venir”. Recorrió el mundo con un mazo de cartas en el bolsillo, asombró a los mejores de su oficio, como David Copperfield, y hasta sus últimos días ofreció belleza e ilusión —¿Qué tengo que hacer para ser tan buen mago como usted? —cuenta el ilusionista español Woody Aragón que le preguntó a Lavand en Londres un pequeño admirador deslumbrado con sus trucos, como él mismo había quedado al ver al mago Chang en su infancia. El ilusionista lo pensó un instante, lo miró y le dijo: —Pierda una mano.

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por