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» Diario Cordoba
Fecha: 17/11/2024 09:37
Algunos bosques ibéricos despliegan hasta finales de noviembre un espectáculo fugaz que encandila a miles de personas: el cambio de color y posterior caída de las hojas de los árboles caducifolios, esa lluvia dorada que cae sosegadamente sobre un suelo mullido de hojas secas. ¿Qué tendrá el otoño que tan sentidamente despierta los corazones melancólicos? Los poetas han dedicado a esta estación sus mejores versos: «Los árboles deslumbrantes del otoño por la tarde en esos parajes limpios del campo, cuando se han ido todos, y no queda más que uno con la soledad» (Juan Ramón Jiménez), «y las hojas, cansadas de volar por el aire como una nube cubriendo el sol, se visten con los colores de la puesta, sabiendo que sus días han llegado a su fin» (George Macdonald); «En llamas, en otoños incendiados, arde a veces mi corazón, puro y solo. El viento lo despierta, toca su centro y lo suspende en luz que sonríe para nadie: ¡cuánta belleza suelta!» (Octavio Paz); «Cada hoja habla de felicidad para mí, agitando los árboles de otoño» (Emily Bronte); «Ya madura la hoja para su tranquila caída justa» (Jorge Guillén)... En realidad, las hojas de los árboles tienen durante todo el año esos pigmentos amarillos (carotenoides) y rojos (antocianina), pero el color verde de la clorofila es más potente y los anula. Los árboles usan la clorofila de las hojas para fabricar nutrientes en forma de azúcares y almidones, con la colaboración de la luz solar. Para protegerse del frío, las especies de hoja perenne poseen resinas y otras sustancias, pero las de hoja caduca no las tienen y deben poner en marcha otros mecanismos de supervivencia con el fin de conservar su energía y mantenerse en un estado de actividad mínima hasta la primavera. Por eso, en otoño, cuando el termómetro baja y los días se acortan, el proceso de la fotosíntesis se ralentiza hasta que la clorofila se desintegra y deja al descubierto esos otros colores, previo a que la hoja se seque y caiga. Es como si antes de desnudarse el árbol se aprestara a recabar las últimas energías y da los últimos sorbos de fotones para asegurar el porvenir; los colores recorren entonces las copas de las hojas como un incendio frío y silencioso, una mezcla de amarillos, cobres, naranjas y rojos, que llevaron a Albert Camus a considerar al otoño como una segunda primavera, «cuando cada hoja es una flor». Una hoguera de color Hay una correspondencia efectiva entre la lluvia y las hojas que se caen. Los bosques que se desprenden de su vestido son propios del clima atlántico, y los tenemos, por tanto, en el tercio norte de la Península, donde llueve con frecuencia y ni siquiera se puede hablar de estío seco. De este modo, cuando llega el otoño, los robles, arces, hayas y abedules erigen una hoguera de color que flamea y crepita sobre el fondo verde de pinos y abetos. Aquí, en el sur, donde predomina el bosque esclerófilo mediterráneo de hoja perenne, el cambio de color de las hojas, esas tonalidades otoñales, se reduce a unas pocas especies de árboles que no son, ni siquiera, las más abundantes; pero en aquellos lugares donde, por alguna razón, el clima es más húmedo, muestran retazos de la belleza otoñal de las masas forestales más septentrionales del planeta: En los altos de las sierras, por umbrías y vallejas, comienzan a amarillear los quejigos; en los sotos, esos bosques lineales que acompañan a los cursos de agua, destacan, con sus colores amarillentos y pardos, los álamos, olmos, alisos y fresnos; al sureste de Cardeña, cerca de Venta del Charco, los únicos robles melojos de la provincia de Córdoba adquieren su máxima belleza y dotan a la dehesa de un colorido especial del que sólo podemos disfrutar de este rincón de los Pedroches; las ocres hojas de los castaños de Trassierra crean un ambiente difuso, mágico casi, con los últimos rayos de sol de las tardes del otoño; en muchos parajes de nuestra sierra, pero especialmente en algunas laderas de la Subbética, el matorral aparece salpicado de tonalidades rojizas de las cornicabras. Un buen lugar para disfrutar del espectáculo puede ser la Nava de Cabra, donde además crece otro arbolillo de hoja caduca, el arce de Montpellier. Sus tonos rojizos son un fogonazo entre el verde circundante y pasa por ser el más bello de los árboles del otoño, un humilde remedo del espectáculo de tonos rojizos de la navarra Selva de Irati o los bosques teñidos de grana del noreste de Estados Unidos; colores que no pasaron desapercibidos para el poeta de la generación del 27 Jorge Guillén: «Se exaltan con asombro ante las frondas cobrizas, rojas, de esos arces divinos en furor de donación». En la provincia de Córdoba el arce de Montpellier es una planta rara, que tan sólo crece en la zona de Trassierra (tramo final del arroyo del Molino y río Guadiato, entre la desembocadura de este arroyo y del Bejarano), y en la Subbética (aparece en el Macizo de Horconera, Sierra de Rute y principalmente, en los alrededores de La Nava de Cabra, donde se observan las poblaciones más notables). Su nombre específico, monspessulanum, significa «de Montpellier», localidad del sur de Francia, zona en la que Linneo clasificó gran cantidad de ejemplares animales y vegetales. Otro detalle digno de consideración es que el fruto es un invento de la evolución en ingeniería aeroespacial: su especial forma en sámara doble permite que, gracias al viento, las semillas se dispersen a grandes distancias. Las lavanderas blancas invaden la ciudad Las lavanderas son pequeñas aves estilizadas y de larga cola que deben su nombre al hábito de frecuentar las orillas de los aguazales. Su vuelo es ondulado y emite con frecuencia un agudo canto de vuelo, «tsi-tsi». La lavandera blanca (Motacilla alba) es la especie más común en España, especialmente en invierno, cuando recibimos un importante contingente de aves provenientes de Europa. Su plumaje gris, negro y blanco es inconfundible; pero todavía más es el balanceo constante de su larga cola, mientras corre por el suelo moviendo adelante y atrás la cabeza. De carácter muy inquieto, se desplaza de un lado a otro, recogiendo del suelo cualquier pequeño insecto, corriendo tras él, o levantando el vuelo y efectuando en el aire una rápida pirueta para capturarlo. Las costumbres nocturnas de la lavandera blanca llaman la atención de los naturalistas, pero también de los simples paseantes, ya que podemos encontrar dormideros de cientos de aves en árboles de parques y avenidas de nuestras ciudades, donde van, acaso, a buscar abrigo y protección contra los predadores. A primeras horas de la mañana vuelven a desparramarse en todas las direcciones para pasar el día comiendo en los campos cercanos o en los mismos parques y jardines de los pueblos y ciudades donde pasaron la noche. Suscríbete para seguir leyendo
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