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» Diario Uno
Fecha: 28/12/2025 15:32
Me preguntó, sin rodeos, si era miedoso. Le respondí que no. Insistió: ¿Incluso si pasa algo que no tenga explicación?. La situación era extraña. Había ingresado a la propiedad de Chacras de Coria luego de que la empleada de la casa me abriera la tranquera. La seguí por los senderos desdibujados por las hojas secas hasta llegar al caserón antiguo. Se veía que sus tiempos de esplendor habían terminado y se consumía entre las nuevas edificaciones, usurpadoras de las anteriores hectáreas de viñedos. Yo era enfermero y estaba allí para acordar con Zenón, el propietario, un tratamiento de un par de meses. El miedo no debería ser un requisito excluyente para mi trabajo. Creo en lo que veo, respondí, porque fue lo primero que me vino a la cabeza. El hombre sonrió y lo interpreté como una señal de aprobación. No sabía que mi capacidad de creer en lo imposible sería puesta a prueba. Ellos Me dio instrucciones precisas para el primer día. La tranquera iba estar abierta y no tenía que preocuparme por cerrarla, ellos lo harían. Corría el año 2014 y lo primero que me llamó la atención es que el ingreso a la propiedad y a la casa no tuviesen ninguna medida de seguridad, sobre todo porque su único habitante tenía 81 años y vivía solo. Se me informó que la persona que hacía los quehaceres de la casa se retiraba todos los días a las 17. Entré, con la curiosa sensación de ser un intruso y los ladridos de los perros la reforzaron. Se escuchaban cada vez más cerca y el crepitar de las hojas indicaba una carrera frenética. Yo también corrí, amenazado y molesto por no haber sido advertido de ese peligro. Zenón estaba en su cama. No quise trasladarle mi enojo por cortesía y por eso le pregunté, con mi mejor tono posible, si los perros eran bravos, si no sería conveniente encerrarlos cuando yo fuera. No tengo perros, respondió, sin lugar a ningún tipo de cuestionamientos. Era un hombre de pocas palabras, muy educado. Se había quebrado una pierna y el tratamiento consistía en administrarle medicación para el dolor y los cuidados adicionales a otros pequeños malestares que lo aquejaban. Cuando me fui ya era de noche. Antes me dijo que no me preocupara por lo perros, que iba a hablar con las personas de la casa para asegurarse que me dejaran trabajar tranquilo. Me había contado que tras la muerte de su sobrino era el último de la familia que seguía en este mundo. Pensé que el dolor estaba minando su salud mental. Los ocupantes Nunca me quejé de mi trabajo, pero este realmente no me gustaba. La casa estaba envuelta en una semipenumbra permanente y un olor a humedad rancia se extendía por las habitaciones. Zenón era amable, pero inquietante. Me hablaba de sus ancestros, a los que en principio enterraron en los fondos de la finca, privilegio reservado a los antiguos terratenientes ricos. Hablaba de ellos en tiempo presente y me refería las preocupaciones de sus parientes como si los hubiese visto la tarde anterior. Esto confirmaba mis sospechas de una incipiente demencia senil, que sólo acentuó mis deseos de acompañarlo en su recuperación, al menos física. Se hizo una costumbre quedarme más de la cuenta, porque intuía que al anciano la medicina de las palabras lo reconfortaba. Necesitaba que sus recuerdos tuvieran un testigo, alguien que recordara los nombres de quienes amó, antes que el olvido los enterrara. La tarde empezaba a borrarse de las ventanas. Antes de irme fui al baño. Había hecho ese camino varias veces, pero en esa oportunidad me quedé observando el jarrón que estaba sobre la chimenea. Era negro y unos delicados hilos de plata eran su única y discreta decoración. Me pareció que estaba demasiado al borde y fui a acomodarlo. Tenía aspecto de ser leve, pero era llamativamente pesado y me costó centrarlo, pero era necesario para asegurarlo. Antes de cerrar la puerta del baño que estaba frente a la chimenea, vi cómo el jarrón se desplazaba hacia la derecha y volvía a su posición inicial, con una suavidad que lo hizo aún más perceptible. Cerré la puerta y admití que la sugestión me estaba jugando una mala pasada. Sostuve el argumento hasta que escuché las voces de varias personas, riendo y charlando en la sala contigua. Esa noche ni siquiera me despedí de Zenón. Volví porque quería sincerarme con él, decirle lo que había visto y oído. Mi paciente no se sorprendió y con naturalidad me explicó que pequeñas muestras de las cenizas de siete familiares estaban allí. A veces pienso quién reunirá mis restos con ellos, ahora que soy el último, se sinceró. Y agregó: Ellos me quieren vivo, de otro modo no les sirvo. Al acecho Al principio, eran sutiles compañías que le hacían sentir a Zenón que no estaba solo. Un pensamiento recurrente, una prenda que aparecía de la nada, el aire fresco antes de la lluvia que le devolvía el recuerdo de alguien. Pero en algún momento, eso no fue suficiente. Cambiaban los objetos de lugar, encendían la radio, hacían crujir los pisos de madera con el peso descarnado de sus sombras. Se volvieron invasivos y Zenón fue despojado de su existencia. El agua fresca, el sabor de las frutillas, el deleite de la música, todo los embriagaba de vida, en un éxtasis siniestro. Volvían a evocar la sed, el hambre, la saciedad y se conmovían al escuchar una canción que los arrastraba a su juventud. Todo se amplificaba en su nostalgia, pero descubrieron que el dolor era la bebida más embriagante. Cuando Zenón se quebró la pierna, las astillas del hueso en la carne les devolvieron esa olvidada sensación y la absorbieron cual vampiros carroñeros de felicidad y miserias. Lo quieren vivo. Cuando Zenón muera, lo perderán todo. Aunque saben que más allá de la tranquera que cierran todas las noches, la vida se manifiesta en niños inquietos, mujeres encantadoras y jóvenes inocentemente inmortales. Piensan que el futuro que no poseen, los encontrará afuera. El tiempo está de su lado.
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