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» Clarin
Fecha: 28/12/2025 17:04
Durante décadas, la democracia repitió una consigna tranquilizadora: si hablamos más, nos vamos a entender mejor. Más comunicación, más participación, más intercambio de opiniones serían el antídoto natural contra el conflicto. El problema es que esa idea ya no describe el mundo en el que vivimos. Y un estudio reciente publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) lo demuestra con claridad inquietante. En el artículo Why more social interactions lead to more polarization in societies, Stefan Thurner y sus coautores muestran que, a partir de cierto punto, más interacción social produce más polarización, no menos. No es una provocación ideológica ni una crítica cultural: es el resultado de un modelo de redes que describe cómo se forman y refuerzan las opiniones en sociedades altamente conectadas. El mecanismo es simple y perturbador. Cuando las personas interactúan con mayor frecuencia especialmente dentro de redes densas y homogéneas no moderan sus posiciones, sino que las ajustan al grupo con el que ya se identifican. Las posiciones intermedias se erosionan y el espacio público se organiza en polos enfrentados. La conversación deja de ser deliberación y se convierte en confirmación identitaria. Este hallazgo pone en crisis un ciclo histórico completo. En el siglo XX, los grandes medios fueron pensados como instrumentos de integración social. A fines del siglo XX y comienzos del XXI, Internet y luego las redes sociales heredaron esa promesa: más voces, más contacto, más horizontalidad. El estudio de PNAS introduce un límite incómodo: no existe una relación lineal entre comunicación y democracia. El exceso de interacción puede ser tan problemático como su ausencia. Cuando todo circula todo el tiempo, sin mediaciones ni reglas claras, la comunicación no construye un mundo común: lo fragmenta. La polarización, en este marco, no es necesariamente el resultado de líderes extremos, fake news o manipulación consciente. Puede surgir, simplemente, de cómo están organizadas nuestras relaciones sociales. Esto obliga a replantear una idea profundamente arraigada: que el problema democrático se resuelve con más debate y más exposición. El artículo sugiere lo contrario. A veces, más comunicación acelera la ruptura. Más intercambio no garantiza más entendimiento; puede garantizar apenas más alineamiento tribal. El trabajo no ofrece recetas, pero deja una advertencia clara: salir de la polarización no implica gritar más fuerte ni sumar más voces al ruido. Implica repensar la arquitectura de las interacciones, proteger las posiciones intermedias y aceptar que no toda fricción es productiva. En este contexto, vuelve a cobrar sentido una idea hoy incómoda: la necesidad de un centro democrático, no como equidistancia entre extremos ni como moderación vacía, sino como espacio activo de despolarización. Un centro capaz de sostener diferencias sin convertirlas en antagonismos absolutos; de preservar zonas grises allí donde la lógica binaria exige tomar partido permanente. En un mundo crecientemente polarizado y en una Argentina atravesada desde hace años por dinámicas de enfrentamiento estructural ese centro no sería un punto medio, sino una función democrática esencial: recomponer condiciones de interacción que permitan volver a discutir sin que toda discusión derive en guerra identitaria. Tal vez el mayor riesgo para la democracia contemporánea no sea la falta de diálogo, sino la ausencia de espacios que lo vuelvan posible sin destruir lo común. Sobre la firma Newsletter Clarín
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