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» cba24n
Fecha: 27/12/2025 16:23
Para Flavia Dezzutto, como en Brahms, maestoso Hay una fenomenología de las habitaciones en penumbra que abarca toda una literatura. En ella abundan escenas de escritura y lectura que permiten ver cierto despliegue argumental del mundo. Pero a veces ese mundo resulta muy distinto de lo que se lee, y otras, lo escrito niega el mundo hasta eclipsarlo. Ya sea porque lo leído no se encuentra en la realidad o porque los objetos mismos son borrados en la escritura, es que de todo ello no se espera explicación alguna. A la vez, sabemos que existe una topología de esas habitaciones en la que aquello que encontramos manías, fetiches, obsesiones responde a la ubicuidad de lo evanescente. Si el mundo es algo lo es por su desaparición, por su olvido, por el silencio que aún lo envuelve, porque solo así puede objetivarse en el regreso bajo la forma que lo nombra. Quien lleve el mundo a esos aposentos, como si se tratara de un objeto de deseo por conquistar, sabrá que, en realidad, ni bien intente tocarlo este emprenderá su fuga. Y, sin embargo, en la reiteración de la fábula que lo narra, lo que abunda es el ruido y la furia que nada significan, por lo cual, en su retiro, se lo desoye y se lo persigue. De lo perdido entonces siempre queda solo un nombre y ese nombre es el señalamiento de la perdida. Pero parecería ser que a puertas cerradas la imaginación puede encenderse, arder, consumir cuanto la rodea; y es cierto, en la oscuridad de esas habitaciones hay suficiente combustible, ya que la apatía se vuelve inflamable, y el tedio, su fósforo. Lo cierto es que muchas veces lo que en ellas transcurre es la descripción misma de lo que son: espacios limitados de un espejo sublime y, a la vez, repliegues en expansión constante. Pero más allá del encierro, de la intimidad que propician o de la reclusión que presta impulso a esa fantasía que rodea a la imaginación, toda aspiración a un cuarto propio parece ser la justificación de la rareza de un talento que, desde ya, no hace más que señalar que el mundo no es el mismo entre esas cuatro paredes. Una habitación en penumbras es entonces la felicidad y la tristeza de lo que aún no comienza, pero que asoma de muy diversas maneras. En sus paredes, en la sombra de los muebles que por el piso se proyecta, junto a los pliegues de la ropa de cama, ahí donde el impulso de lo fortuito se trama impávido, concentrado y latente, aguarda acaso ese instante en el que todo empieza y en el que todo está condenado a bifurcarse. Por un lado, lo que espera es la potencia de eso pronto a revelar en el trabajo mismo del encierro. Y por otro, lo que allí adviene es una suerte de iluminación súbita que llega como temblor melancólico, erupción volcánica del carácter en donde el estruendo de la risa acompaña a la tristeza. Por eso en esa habitación lo que descansa y parece imperturbable puede prestarse a la aventura de la fabulación, y a la vez, puede prestarse a adelantar un futuro profético o a imaginar el regreso de un pasado perdido. Proust acostándose temprano, desvelado e insomne, postrado y en retirada al final de su vida, entregado a esa fabulación y en la mitad de ella, no solo disuelve los límites de su cuarto mientras escribe, sino que, a la vez, lo llena de sombras translúcidas, acaso fantasmas encendidos que son la iluminación portátil con la que expone el nacimiento de su talento, a la vez que también, expone la extinción de su vida. Un escritor recluido que recuerda a un niño por demás sensible, que se extravía en nombres y sensaciones a las que dota de todo un lenguaje, ya es material suficiente como para retirarse del mundo al justificar cualquier tipo de distancia. Por momentos Proust es eso, un mundo en decadencia al que la escritura restituirá en el museo de su página. Todo lo visto, todo lo experimentado se retira al lugar del que nuevamente emergerá. Sin esas habitaciones en penumbras donde vivió la Rue Fontaine 96, el Boulevard Haussmann 102 o el Boulevard Malesherbes 9 es imposible pensar a Proust escribiendo una sola palabra, ya que en ellas se produce un movimiento fantástico: el mundo se transforma en frase. Como esas flores mágicas de papel, cuyos pétalos no son más que pliegues sobre pliegues, los que, al mojarse, al entrar en contacto con el agua, y gracias a sus vasos capilares que les permiten hincharse hasta expandir de nuevo su forma original enderezando los dobleces que ocultan, así, de igual modo, la frase en Proust funciona por expansión. La frase en vez de crear el mundo, lo resucita, lo propaga. La flor marchita durante la tarde gracias al trabajo nocturno, revive en la mañana. La habitación en penumbras llena de restos inertes se ha transformado en un gabinete de vida. Sin embargo, la frase no es un simple método, un vademécum, no es la voz de un narrador que aquí o allá reparte impresiones abusando de un estilo, consagrándose al preciosismo que puede tener un virtuoso. La frase de Proust está dotada de un trabajo de horas, de una permanencia en el dominio del método. Tal es así que, cuando presta su frase al narrador del comienzo de sus siete gruesos volúmenes ese narrador que en una habitación fantasea, lee y permanece consigo mismo todo lo leído por él, por ejemplo, cualquier libro que cae en sus manos, las modificaciones de la materia misma las figuras proyectadas en la pared, la luz por debajo de la puerta, el sol por detrás de los cortinados, la posición de quien duerme en una cama todo lo leído y todo lo experimentado que va y viene entre el sueño y la atención esos primeros esbozos de una dialéctica entre la voluntad realista y el recuerdo súbito que anida en los objetos pues bien, todo eso se confunde. Y se confunde hasta el punto de confesarnos: Me parecía que yo mismo era lo que la obra decía, punto del desconcierto en el que ese yo mismo, no solo se justifica por lo que pueda contarnos sobre lo que lee o experimenta, si no por las dos veces en los miles de páginas en que se permite usar un solo nombre: Marcel. Intérprete de lo leído, y por supuesto actor de sí mismo, ese narrador, que Proust hace hablar entre penumbras, es acaso el primer concertista de nuestros recuerdos. Lo que nos dice pasa a través de él como el estímulo que dota a la música de una determinada tonalidad emotivo, un color singular, la cadencia del andar con el que se la escucha, se la identifica y se la sostiene en la memoria. Ya que ni bien despierta en esa habitación, el narrador de Proust nos dice respecto de los intermedios de lucidez y ensueño que lo asechan que el tema del libro se desprendía de mí, y yo quedaba en libertad de aplicarme o no a él. Ejecutar la frase para desplegar un recuerdo y recuperar un mundo perdido no hay otra función en Proust para la frase que expandirse en un movimiento en espiral, el que procede así tanto por el centro como por los márgenes interpretar en esa misma frase lo que hay de singular en la música, y que nos permite oír cómo algo regresa del fondo de lo ausente, tiene que ver sin duda con el reconocimiento explícito de un tipo de relación con la experiencia tejida puertas adentro. Recordando las habitaciones del niño enfermizo, del escritor entusiasta y del artista moribundo, sabiendo que, lo que ahí anidaba era el nacimiento del genio, Proust, residente de la habitación en penumbras, nos confiesa esa habitación me sirvió largo tiempo de refugio, sin duda por ser el único cuarto que se me permitía cerrar con llave para todas aquellas ocupaciones que reclamaban una inviolable soledad: la lectura, el ensueño, las lágrimas y la voluptuosidad. Al fin, la fenomenología de las habitaciones en penumbras no es más que eso: una preparación para el futuro trabajo del artista. En una habitación similar, Bruno Gelber decidió ser un excepcional pianista, y por qué no a la vez un excéntrico, ya que el piano no solo requiere del autismo metódico, sino también del ensueño sentimental, de los cortinados de una intimidad que replica un laberinto en el que un fauno toca su siringa, en el que las luces y las sombras hacen a ese escenario sin música donde la nota por interpretar es el narcisismo del convaleciente. Como todo pianista ante el fin de su infancia, porque así en un momento la música lo reclama, Gelber supo que, en la poliomielitis que temprano contrajo, no solo lo esperaba la muerte del niño que era, sino que, en ella, oculto, se encontraba el sonido que lo acompañaría. Sin embargo, la diferencia con Proust radica en que Gelber huyó de esa habitación, corrió a toda prisa tras lo que la música parecía señalarle. Y en esa fuga, otras habitaciones también contribuyeron a formarlo: el subsuelo del Pabellón Argentino en París, el departamento frente a Chanel, su piso en Montecarlo con vistas al mediterráneo y la majestuosidad art decó de su última residencia rodeada por el trajín comercial del barrio de Once donde, como un noctámbulo, aún hoy estudia con aplicación religiosa. Y, sin embargo, en cada una, el recuerdo de un año en cama vuelve sistemáticamente en los cuidados que se disimulan tras la elegancia, la distinción, el encanto demodé de un sobreviviente que, al andar, puede ser olímpico y, sin embargo, arrastrar el peso de su pasado. En el repliegue de la inmovilidad Gelber descubrió entonces la fuerza de lo expansivo, como si a cada acorde ganado al silencio su fuerza sonora se expandiera hasta ese punto en el que una nota lo ocupa todo. Por eso, más allá del umbral de esa habitación, dos caminos esperaban al pianista ni bien saliera de su larga postración: la profundidad de ese sonido incomparable por conquistar con su ánimo mórbido y la vanidad monstruosa que la escuela del dolor otorga. Con apenas siete años, el niño hijo de músicos, el chico del hogar en el que a cada habitación lo esperaba un infierno musical, llegaría a ser pianista no sin cierta insistencia. Primero para sobreponerse a una madre que se negó a enseñarle a tocar, y que luego, al hacerlo, no dejó pasar un solo día en el que no le recordara que en ningún lado está escrito que serás pianista; y después, atravesando el límite mismo del convaleciente al cargar el estigma de un tiempo en el que el mundo parecía esfumarse y volver solo si, centímetro a centímetro, lograba erguirse. Acaso por eso, junto a ese sonido hay un ímpetu propiamente romántico que se escucha en el fondo de su ejecución. Como en Proust, la expresión en Gelber es profunda, emerge y se expande sobre la coloratura, el tempo y el ritmo del tema con el que se propaga. Si la frase del lado de Swann trae consigo las cavilaciones del niño que ansía ser escritor, si esta se mezcla con la congoja de lo postergado por el lado de Guermantes bajo la forma de un beso, un paseo o los espinos blancos de la primavera, si la frase se oscurece a la sombra del despertar de la posesión de un ser amado que huye y huye, si esa extensa frase en su avance de recherche sentimental adquiere el rigor del memento mori con el que compite no solo con la desaparición de lo que cuenta la historia de Sodoma y de Gomorra sino también de aquello mismo que la produce, el cuerpo de un escritor que a ritmo decreciente la prolonga, la otra frase, la frase musical, esa que por supuesto sabe que es la forma de un mundo igualmente perdido que se entretejió con el hilo de lo evanescente, deja también oír lo que antaño justamente le ha otorgado su gravedad: el fantasma del encierro. Como residencia en una, pero también como fuga en otra, la frase de Proust y de Gelber no son más que formas que estructuran una descomposición. En la primera, de un modo más analítico, el pasado que se busca se lo despide en su misma duración; mientras que, en la segunda, de forma mucho más emotiva, ese pasado se celebra, pero con la indiferencia intelectual de que se lo cree aún presente, es decir, de que, si bien este es lo que es, aún no ha comenzado como tal. La cama que se aproxima al piano, o mejor dicho el piano que imanta a la cama y transforma toda la casa musical de Gelber en una habitación sin afuera por el tiempo que dura la enfermedad de la infancia, deja una impronta en su forma de tocar. Es la sonoridad de una última epidemia, la fragilidad de un pasado que se instala como el gusto de la antigüedad; es la sonoridad de lo fatal en el alcance que logra el pathos lo que indudablemente escuchamos en el Mozart que, aún tiempo después, Gelber ejecuta dejando entrever algo del niño que fue. Pero a la vez, es también la distracción frívola de ese niño fascinado por otros rostros, por los del cine por ejemplo, que le llegan a través revistas Cine Mundo, Sintonía, Radiolandia donde la peripecia de lo contado es fundamentalmente sentimental, es eso y no otra cosa lo que puede oírse como divertimento, avatar de la alegría o paradoja de una felicidad disminuida en la melancolía que ya, al final del periodo clásico, se avizora para una música que gana en dramatismo sin perder lo propiamente heroico. El andar grave del sonido no es entonces solo resultado de una formación musical, de su paso por Vicente Scaramuzza o por Marguerite Long como maestros, sino de que, al ejecutarlo, la intimidad que en él resuena se pliega una y otra vez sobre sí misma porque de algún modo nació de esa forma: en el pliegue de la sábana, en el dobladillo de la voz puertas adentro que acaso Puig dotó de extraordinaria resonancia. Y a la vez como señalara Valery al decir que la piel es lo más profundo la frivolidad del maquillaje está ahí, el polvo del arreglo también, la repetición de lo que se espera y que distrae de lo rizado puede en ello oírse. Por más pliegues que se propaguen, como en las flores de papel que muestran su hondura, la música nace a la vez de la superficie más inmediata: la afectación, el artificio, el ardid de artista. Ni siquiera cuando el sonido desaparece las impresiones por él producidas se esfuman, y aquí, una y otra vez, lo que flota, con atisbo sombrío, es la imagen de Narciso conmovido por el rostro que ve y que se descompone, pero que, al instante, vuelve, regresa bajo el que era en el revés, reaparece acaso siendo lo monstruoso. Brahms fue el camino al éxito para Gelber. Su Concierto para piano Nº 1, tocado y grabado a mediado de los años 60, en Munich, le significó una consagración inmediata. Como un rayo en pleno día estableció un nuevo parámetro para medir el desafío que supone el genio alemán. Existe una larga tradición de pianistas que se han enfrentado a ese concierto Arrau, Curzon, Weissenberg, Guilels, Pollini, Ashkenazy, Zimerman, Brendel, Grimaud, Freire, Bronfman casi todos, al tocarlo, han estructurado su interpretación priorizando equilibrio orquestal y momento pianístico. Pero Gelber, siendo muy joven, con solo diecinueve años, logra algo distintivo; sin transgredir la partitura expande la música al encontrar un equilibrio mucho más difícil de lograr entre emoción y objetividad. Es como si el mismo Gelber, al llegar a lo que Brahms parce ver por delante en un concierto temprano pero lleno de atisbos de madurez compositiva y orquestal, supiera que atrás están, necesariamente, Bach y Beethoven, y que ignorarlo sería desconocer el espíritu de la pieza. Alejando cualquier presunción de reducción intelectual, su manera de ejecutar escapa así a la virtud técnica, al exhibicionismo sonoro y se entrega a la transmisión sentimental. Hacer sentir, hacer que la música llegue sin que sea otra cosa, compartir una experiencia de repliegue y arrebato parecen ser esas formas distintivas de volverse un intérprete a escuchar. Por eso, una de las características más sobresalientes de su frase musical es que escapa a la traducción, ésta es definitivamente música, ni más ni menos. Sin el vicio de imaginar correspondencia alguna, sin equivalencias a menos ni exageraciones en relación con lo que la frase pide, Gelber sabe que es un instrumento de transmisión hecho no solo de una técnica admirable, puesta en función de que la música simplemente sea, sino que también sabe que es el medio para que la receptividad de la música se conduzca con su sello personal. Así él es la frase que toca. De ahí que su repertorio no avance más allá de fines del siglo XIX, el siglo que heredó, que sostuvo y que hoy despide prolongándolo en una manera de tocar. Que la frase confíe en su origen siempre conflictivo, en esa fuerza emotiva que no solo la estructuró, sino que también la hizo perdurar en el tiempo, significa que a la vez ésta se sabe inagotable. Y el intérprete debe saberlo también, ya que de ello depende que se vuelva parámetro de cómo tocar una pieza o no. Pero a la vez debe saber que esa frase contiene un mundo encerado en ella, el que hay que reponer a cada sonido. Como las flores de papel en el agua, el pianista deposita en las ondas líquidas de su duración nota a nota lo que debe florecer, porque la música es eso: apertura, pétalos que todo lo muestran. Leer la música en su no acabar, lejos de cualquier cerrazón de estilos, leerla en esa repetición que se abre a la diferencia, y también leer la música fuera del mundo porque el mundo mismo ha expulsado a la música, es entender la frase no por lo que ella indica hacer con la música, si no por lo que ella contiene para que la música simplemente sea de vuelta. Una vez más, no se trata de evocar sino de hacer presente, no se trata del tiempo que se ha perdido sino de cómo éste puede regresar, cómo aun el pasado está entre nosotros a pasos de despertar. Es como si la música fuera a ocupar el tiempo, y se apoderara de un instante y se extendiera a lo largo de él sin dejar lugar ya a nada más. Y en ello, el único artífice de esa extrañeza es el pianista. Razón por la que Gelber sin problema puede afirmar Yo vivo en la música, justamente porque al expandirla no queda más nada, y, por supuesto, para lograr eso no puede haber más distracción que lo religioso y lo mundano, al fin, lo que da otro tipo de música. Pero vivir en la música supone también un manejo de ésta, una sensibilidad y una habilidad para que aquello que es el paisaje espiritual de un individuo se vuelva el momento de todos. Bien entendido, el artificio es el manejo de la materia del encanto, la dinámica con la que se lo administra, la prestancia de un ritmo que permite optar por el matiz a darle a un determinado pasaje de la frase. Por ejemplo, arrebato de ligereza en un piano, profundidad lírica gracias al pianissimo, o gravedad conmovedora por medio del forte. Eximio es así quien en su justa medida prodiga ese artificio. Aun en sus últimas interpretaciones de Brahms, Gelber parece apelar a ese repertorio de particularidades que evidencias el talento con el que nos recuerda que todavía es su pianista y nadie lo ha destronado. Sin embargo, también es cierto que entre él y ese concierto pareciera haber un vínculo especial, una afinidad electiva. Carente de cualquier exuberancia en la composición, y sin embargo ampliando el registro romántico posterior a Beethoven, admirando y despidiendo a Schumann, y también, fascinado por la prestancia de Clara Wieck en el laberinto de la música, el primer concierto para piano de Brahms se aleja lo suficiente de la mesura tonal de su época como para que dentro del registro que abre, Gelber se mueva con comodidad. Una comodidad que consiste en sobreponer a la razón la emoción verdadera, lo que le otorga una forma de interpretación en la que la técnica es el límite donde recién se comienza a tocar, donde se sabe que, la perfección, la posición más expuesta de cualquier pianista pero a la vez la más falsa, la menos auténtica y la más lejana a ese interés por lo emocional no es un terreno que pueda permitirse. Algo de titánico intercalado con drama, a la vez que algo impostado y genuino subyaciendo en la imagen que la música produce, debe escucharse a cada compás. Lo receptivo en Gelber, eso que puede ir de la mano de lo sublime y lo mundano, le permite valerse de un fondo emotivo que no sólo es personal, sino también propio de una unidad objetiva superior a la que podríamos denominar el pasado. La gravedad de Brahms es su pasado, ni bien se lo escucha, este vuelve. Y Gelber, al tocarlo, sabe que lo que transmite es esa misma distinción, la de hacer presente lo que hemos sido. Acaso porque su público desaparece junto con el mundo de la música pertenece a los rostros que Proust en El tiempo recobrado va entreviendo como el despliegue de firmes visiones en relación con lo que desaparecerá es que su modo de tocar este concierto siempre nos dice lo mismo: se trata de la consagración y la despedida que jamás concluye, y que pueden convivir en él. Dotado de una serenidad que debe tener algo de aplomo, pero a la vez algo de ligereza, como también debe tener lo grave aquello que se conduce con dignidad, de ahí el señalamiento Maestoso para todo este momento el tema de Brahms es diáfano; tanto que, en la interpretación de Gelber, se despliega levemente in crescendo hasta llegar a su primer desafío: los arpegios que se lanzan a los trinos, y que en el fin de su expansión sonora, se duplican destejiendo esa misma progresión, pero ahora en forma descendente, cuando prodigiosas octavas que parecieran el terror de una mano pequeña y rechoncha conducen a que la orquesta regrese y luego, de nuevo, se escuche triunfal ese tema del inicio. Mientras que, en el Adagio, lo propiamente lírico marca la sinceridad sentimental, la cual, sin lo grandilocuente de recursos excesivos, le permite a Gelber desplegar un piano meditativo. Llevando el tempo al límite de la emotividad con la que marca el andar luctuoso en el que arranca este segundo momento, pareciera como si todas las cuerdas se plegaran a lo lánguido de las notas que le precedieron, como si se las exigiera en su mayor apertura sonora para mantener así la tensión que el piano entregó hace instantes. Por lo que la paleta emotiva de todo intérprete se ve claramente exigida entre, por un lado, la demanda de lo triunfal, y por otro, los hondos momentos introspectivos que hacen del instrumento algo más sinfónico que solista. Es ahí donde entendemos que Gelber busca desnudar la pieza el retrato musical de Clara Schumann vistiéndola con el carácter que le impone, pues se trata de entender que aquello que se pierde un amor, un compañero, un maestro admirado jamás regresa y es en esa determinación donde su presencia relumbra con más intensidad. En ese sentido, Gelber es el intérprete perfecto, ya que el melodrama altivo, la atención equilibrada y la prestancia al silencio como forma de entender lo inabordable, le son recursos próximos que, lo mundano mismo le ha prodigado con creses. Tanto es así que, al finalizar el movimiento, lo que podría entenderse como una explosión de virtuosismo en un momento de reposo, no acontece; el ascenso final, otra vez repleto de trinos que llevan al cruce de manos y a sostener una dinámica de exposición plena, concluye en el sonido desnudo, libre de cualquier artificio. Desde ahí, al final en el Allegro non troppo, el tempo pasa a ser el nuevo protagonista. Y lo que resalta es cómo Gelber puede dotar a su sonido de viva elegancia, lucimiento sin megalomanía, depuración sentimental sin cercenamiento emotivo. Después de Brahms, y siempre que Brahms regresa, Gelber se empeña en pronunciar la misma frase: Tuve la impresión de estar en un trineo que avanza en un bosque, por un camino nevado, sin saber por qué avanza. La insistencia se debe a que la consagración para un pianista puede ser el mundo rendido a sus pies, y también, el riesgo que supone eso que su talento convoca. Cinco mil conciertos en cincuenta y cuatro países, el ascenso a ciudadano del mundo, lo excelso del trato vuelto algo cotidiano, el espectáculo de ser disputado por la aristocracia y por lo frívolo, y también, desde ya, la soledad aprender de ella que ella es eso a digerir como el plato fuerte de alguien que hace lo que yo hago es todo lo que uno podría imaginar que transcurre al interior de ese bosque, de ese camino nevado, y también, que es todo lo que queda como misterio objetivo, lo inexplicable por leer que convive con la experiencia de la música. Pero ¿dónde leerlo entonces? ¿En las declaraciones calcadas y reiterativas con las que Gelber ha hecho de sí un personaje? ¿En su casi inexistente discografía? ¿En libros donde la música origen de todo es tan abstracta que ni siquiera se habla de ella? Su rostro, como eso inexplicable tanto cuando toca como cuando una fotografía, una entrevista, y últimamente un meme lo hacen presente en los registros más lejanos al mundo clásico de los melómanos en cada una de esas ocasiones ese rostro el que lo ha acompañado, el que ha intervenido para embellecerlo y el que ha usado para ser quien es con el mismo rigor con el que ha usado la agilidad de sus manos ese rostro decíamos, se impone como la cifra del pasado, como el fantasma encarnado en los días de su desaparición próxima pero jamás acontecida. Femenino, pero también extraño, enigmático y a la vez sereno, compuesto de cierto grotesco y hecho desde ya de la historia misma de un personaje que fue dejando atrás a un hombre de carne y hueso que sin embargo jamás renunció a ser él y jamás dudó de su empuje, sino que más bien, se propuso acompañar su propia transformación, ese rostro prominente de frente amplia, de peinado esponjoso, de cachetes tersos, de cejas alta perece decir siempre lo mismo sin necesidad de llegar a repetirse, acaso como se dicen las cosas que realmente importan ya que están fuera del tiempo: soy el deleite, el goce, la fragilidad y lo trágico, soy el pasado sin nostalgia. Y justamente lo es porque sabe que la música pide todo eso, demanda una competencia sentimental que solo se logra con el enigma de la personalidad. Al igual que la condesa Oriane de Guermantes y su opuesto, la superflua Odette de Crécy, Gelber sabe que la mirada es un lenguaje mucho más antiguo que las palabras o la música. Sabe que en la mirada el rostro se define, se vuelve eterno como el primer plano de Grace Kelly o de Laura Hidalgo. Hiriente y sutil, cuando no parco o generoso, un rostro puede darse o sustraerse como el fin mismo de la música, dejando simplemente el eco, la turbación, la onda de su descomposición flotando en el aire que lo sostuvo y lo circundó. Hecho de cada instante recuperado o perdido, ese rostro no es más que la progresión futura de sucesivos autorretratos. Gestos al pasar, profundos, ligeros, graves, livianos y adustos, todos, cada uno de ellos captados por la instantánea de su época, se desvanecen y se perpetúan. Y, sin embargo, en Gelber hay uno particular que sobrevive más allá de la suerte corrida por el rictus. Se trata una vez más de lo distintivo, pero no lo distintivo que por singularidad separa a su portador de los otros mortales, sino eso que, por singular voluntad se ha erigido con la vida misma. Se trata del templo de la mirada, que, como tal, fascina e invita a ingresar en el enigma de la personalidad, porque de algún modo, su misterio reside en el interior. Un rostro en el que cabe todo su pasado y que a la vez por esto es una reliquia que, como tal, solo se muestra hierático en las peregrinaciones de un concierto es un rostro en el que en realidad la mirada lo transmite todo: esplendor y ruina, decadencia de los años y anhelado ascenso de una juventud que ya se ha ido. Y, sin embargo, si bien el rostro de Gelber es eso, a la vez, es también otra cosa. Detrás de las líneas de la vejez disimuladas, más allá del maquillaje que promueve otro tipo de artificio, lejos, pero también cerca de una juventud montada y aun visible por detrás de todo lo que en ese rostro y a través de esa sonrisa se pone en escena, como si se tratara de otra obra a ejecutar con el cuidado con que se lo hace con Scarlatti, Schubert o Chopin, Gelber sabe que él es el único que puede interpretarla, y que acaso esa obra tiene en su cara la música sin partitura que, a lo largo de los años, ha venido componiendo. A medida que Proust envejecía a una velocidad que tal vez respondía más a su demanda de avanzar en la recherche que a las dolencias propias del asma, su rostro no solo dejaba leer ese deterioro experimentado por causa de dicha aventura, sino que también dejaba leer la procedencia de ese rostro, la extranjería que ya lo caracterizaba como un fantasma entre mortales. Proust no solo inventaba otra lengua, sino que también veía en ella el fin de la literatura, veía la frase como un impulso musical ya sin límites, veía su famosa Sonata de Vinteuil resonando más allá del salón de Madame Verdurin. En su postración, Proust oía la habitación llena de voces, pero la veía hace tiempo ya vacía. Sin sonrisa alguna, las fotografías de Proust muestran el hundimiento de los pómulos, la rigidez de su mandíbula, la blanquecina capa de oscuridad en la que los músculos dejan de dar vida a ese rostro del que toda expresión cuelga y se desvanece como un último telón por caer. Si uno quisiera remontarse a una imagen de él previa a cuando Proust se despide de Proust hundiéndose en el libro que está escribiendo, abundan para eso las que se tomara reclinado, con la cabeza levemente erguida y sosteniendo un cráneo aun redondo con una mano que contiene una mejilla y el labio inferior, en el que se inscribe una expresión meditativa, segura, próxima a los placeres y los días. Gelber, en una pose parecida, tal vez producto del arte demodé de retratarse en un repertorio de ademanes, deja leer en su rostro una relación distinta con el encierro, la soledad, el pasado. Alrededor de su boca el goce parece sobrevolar como el aire que acompaña el momento en el que se profiere una verdad hiriente, un giro propio de la inteligencia. En la frente amplia, lisa, un poco apagada por el maquillaje que disimula las endemoniadas arrugas de una piel que decae, hay ese empuje propio de la insistencia, el despeje mental de quien ha pasado toda una vida concentrado en ahondar una pasión. En la franja central, dominada por la mirada, los ojos elevados, entreabiertos de modo asimétrico, tensados por el marco de las cejas, esos ojos oscuros recuerdan el aire de diva, de femme fatal deseada por la proximidad y el misterio que el cine, en su momento de consagración o en su época de oro, prodigara para el resto de los mortales. La mano, que descansa sobre la cara en señal de completarla al fin le debe todo a ella, a su fisonomía poco común para el piano señala con un dedo el nacimiento de la boca. Como si entre tocar y hablar hubiese una secreta conexión, Gelber guarda silencio y dice todo, profiere una música sin notas que llena el espacio que lo rodea. Ese gesto acaso sea monstruoso, imposible de escuchar, y por eso mismo, solo lo interprete en la habitación en penumbras a la que ha regresado en el barrio de Once, después de dar la vuelta al mundo. El rostro retratado es entonces solo uno más de los tantos que, a su alrededor, han desaparecido junto con la música perdida.
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