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» Mdzol
Fecha: 27/12/2025 15:03
Hace años que los defensores del modelo del colegio inmobiliario monopólico vienen repitiendo que el corretaje no es comercio, sino una profesión científica, casi al nivel de la medicina o la ingeniería. Para sostener esa idea se construyó un relato tan insólito como prolijo: títulos universitarios obligatorios, colegios con exclusividad forzosa, códigos de ética, jurisdicciones cerradas y discursos solemnes sobre la defensa del consumidor y la calidad del servicio. La escena es conocida: se presenta como un ascenso moral y técnico, como si estuviéramos ante una actividad que solo pudiera existir bajo tutela, rituales y ceremonial. Pero cuando uno deja de mirar el decorado y se mete en las estructuras jurídicas y económicas montadas alrededor de esa ficción, aparece lo que casi nunca se dice en voz alta: las cajas previsionales y el incentivo material. No es prestigio; es un andamiaje de recaudación permanente, blindado por normas, respaldado por mecanismos ejecutivos y sostenido por una idea clave: que no haya salida simple. Y al final de la cadena, el costo termina impactando sobre quienes deberían estar protegidos: compradores, inquilinos, huéspedes, propietarios, vendedores; todos los que pagan transacciones encarecidas por un sistema rígido que, además, castiga la innovación. Una profesión científica El ejemplo de carta documento es una muestra clínica de ese candado. Se reclama el Aporte Básico Anual Obligatorio (ABAO) en duodécimos, se ratifica la intimación y se liquida deuda con intereses directos del 9% mensual, más gastos, con un plazo perentorio de diez días para pagar bajo apercibimiento de ejecución por apremio. Y en la misma pieza aparece el núcleo del problema: la deuda corre desde el alta hasta la baja de la matrícula, pero al mismo tiempo se admite que el trámite de baja no depende de quien intima, sino del circuito de colegiación. Traducido: el que cobra no libera; y la puerta de salida no la maneja un tercero neutral. Las actas de inspección confirman la otra mitad del mecanismo. Esta herramienta no se limita a verificar aportes: se estructura como un dispositivo de auditoría total. En una primera etapa se exige la exhibición de libros, facturación de honorarios, boletos de compraventa y contratos locativos, comprobantes de presentaciones impositivas, declaraciones juradas, estados contables certificados, identificación de oficinas, nómina de empleados y constancias de bonos contributivos, entre otros requerimientos. En la segunda etapa, si la documentación resulta insuficiente, la Caja se reserva el derecho de estimar de oficio la actividad y los honorarios efectivamente percibidos, trasladando la carga al afiliado para demostrar lo contrario. Y lo más elocuente: se habilita expresamente a usar como medios probatorios elementos tan relativos como cartelería, publicidad, ofrecimientos en vía pública y publicaciones o divulgación en redes sociales y plataformas (incluyendo, Instagram, YouTube, Twitter y otras) para sostener esa estimación. Mecanismo de presión Con esos dos documentos sobre la mesa, la discusión deja de ser retórica. La narrativa de profesión científica funciona como la excusa que habilita una arquitectura cerrada: aduana de ingreso, disciplina corporativa, aportes obligatorios y un ente recaudador con facultades de inspección expansiva, presunción de ingresos y ejecución judicial facilitada. Por eso, cada vez que se habla de abrir el mercado inmobiliario, de permitir que existan alternativas reales de certificación de idoneidad, de organización y de previsión, el reflejo corporativo es inmediato y furioso. No se defiende ciencia, ni ética, ni consumidor. Se defiende un engranaje que necesita que la intermediación sea tratada como profesión regulada para sostener su caja, sus bonos, su control y su capacidad de disciplinar a cualquiera que quiera competir, innovar o simplemente trabajar sin someterse al circuito. El punto de partida es simple, y justamente por eso incomoda. Si la intermediación inmobiliaria se entiende como lo que realmente es (conectar oferentes y demandantes a cambio de una comisión) el marco natural que la ordena es el derecho común: contratos entre partes, responsabilidad civil, reglas de información y publicidad, y defensa del consumidor donde corresponda. En ese terreno, la reputación, el precio, la velocidad, la transparencia y la calidad se ganan todos los días. No se heredan por decreto. Y en un mundo donde el mercado ya opera con herramientas digitales, trazabilidad y visibilidad pública, pretender proteger calidad cerrando el acceso por ley no es modernidad: es nostalgia con poder. El problema nace cuando ese fenómeno comercial se fuerza a encajar en el molde de profesión regulada y se lo ata a requisitos que funcionan como peaje: título específico obligatorio, matrícula compulsiva, monopolio territorial y régimen previsional de adhesión forzada. Ahí se juega todo. Porque sin la llave del corretaje como profesión no hay argumento sólido para sostener una caja corporativa obligatoria; y sin esa caja se desinfla la principal fuente de recursos permanentes del esquema. Resultados a la carta El resultado práctico es exactamente lo que exhiben los documentos. Un sistema que puede intimar con plazos mínimos e intereses agresivos, habilitar apremios, y además abrir inspecciones que exigen documentación masiva y, si no alcanza, completar el cuadro con una estimación de oficio apoyada incluso en tu huella pública digital. En este contexto, la profesionalización deja de parecer una elevación de estándares y se vuelve un mecanismo de apropiación de recursos sin aporte equivalente de valor en favor de un puñado que no casualmente administran. No es un servicio que se elige, es el costo de entrada y permanencia en un circuito formal que se administra como si fuera un feudo. Y ese costo se traslada al mercado entero vía comisiones menos flexibles, menos competencia real, menor incentivo a mejorar procesos, y más barreras para que el usuario acceda a mejores alternativas vía la innovación. La salida no requiere épica, requiere precisión. Llamar a las cosas por su nombre. Reconocer que el corretaje es intermediación comercial. Que la idoneidad se puede asegurar con requisitos razonables y responsabilidad efectiva, sin exclusividades forzosas ni cajas obligatorias. Que las instituciones pueden existir, y deberían, si agregan valor, pero compitiendo por adherentes, con auditorías abiertas, buen gobierno, estándares verificables, seguros claros, capacitación dinámica y mecanismos modernos de reclamo y reparación. La calidad no se decreta, se prueba. Y la previsión social, por su importancia, debería estar del lado de la persona, no del lado de la trampa que impide elegir. La reflexión de fondo, la que no es técnica sino moral, es que una sociedad se mide por el lugar que les da a los individuos frente a estructuras que dicen representarlos. Cuando una institución se convierte en un fin en sí misma, empieza a necesitar cautivos para sostenerse. Primero captura al actor del sector, después traslada costos al usuario, y al final el país paga la cuenta en forma de estancamiento y miedo a emprender. El intermediario Es preciso reconocer que el corretaje es intermediación comercial. La verdadera modernidad no vive en un sello ni en un discurso solemne: vive en la posibilidad de ofrecer valor, ser evaluado por resultados, responder por los propios actos y elegir el camino. Cuando la previsión se usa para capturar, deja de ser previsión. Y cuando el cuidado se usa para cerrar mercados, deja de ser cuidado para volverse paradójicamente solo control e im-previsión anti-social. * Jorge Amoreo Casotti. Martillero y Corredor Público y fundador de Pint.
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