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  • La verdadera historia de Papá Noel, el obispo del siglo IV que aprendió a viajar en el tiempo

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 24/12/2025 13:54

    La noche antes de Navidad, un hombre que viaja desde el Polo Norte en un carruaje volador tirado por nueve renos irrumpe en millones de casas. Deja regalos que tira por la chimenea, si es que hay, y la mayor parte de las veces nadie lo ve. Los niños insisten en que es real, y lo es, pero solo cuando uno llega a ser adulto lo logra conocer. Antes no se deja ver. El planeta se acomoda a la maratón que durante una noche de fines de diciembre tiene a todos en vilo. Las aerolíneas ajustan sus horarios. Se hacen estadísticas de ventas; todos los comercios se adornan de rojo con carteles deseando “Feliz navidad” y “Próspero año nuevo” en mil idiomas. Este hombre no tiene pasaporte, ni acta de nacimiento, ni domicilio fijo, aunque se dice con certeza que vive en el Polo Norte. Papá Noel es posiblemente el personaje imaginario más exitoso que se haya creado jamás. También es uno de los más antiguos. Para entender cómo un obispo del siglo IV de Asia Menor llegó a presidir esta logística global, cómo aprendió a viajar no solo alrededor del planeta sino también a través de los siglos, hay que dejar de preguntarse si Papá Noel es real y empezar a plantearse una pregunta mejor: ¿por qué o para qué existe Papá Noel? El invierno, antes de la Navidad En el mundo antiguo, diciembre no era festivo por casualidad. Era peligroso. El solsticio, el día más corto del año, marcaba un momento en el que la luz se volvía muy escasa, los días demasiado cortos y fríos. Ya las cosechas habían sido realizadas y los alimentos estaban almacenados. Casi todas las culturas respondieron a las largas noches de oscuridad y frío con ruido y luz: grandes fogatas, banquetes, canciones, regalos. De manera casi contradictoria, el día más corto anuncia que el siguiente ya empieza a alargarse y si la luz iba a volver, los humanos tenían la intención de recibirla con fuerza. En Roma, esta respuesta tomó la forma de las Saturnalias, una fiesta bastante radical en la que durante varios días pasaba de todo: se invertía los roles sociales, podías cambiar de género, los esclavos comían a la mesa de sus amos, servidos por ellos. Era un tiempo de juegos de rol un poco descontrolado. La gente intercambiaba pequeños obsequios (figuritas de cera, velas, frutos secos) no porque los objetos importaran, sino porque el acto importaba. Las Saturnales creaban un espacio de desorden habilitado dentro del calendario y los regalos significaban tanto el reconocimiento de pertenecer a la misma comunidad como la abundancia que escaseaba en ese invierno tan crudo. Los regalos en las Saturnales no eran caridad. Eran recíprocos. Todos daban y recibían. El objetivo no era la moralidad, sino la unión. El invierno crudo podría generar grietas en una sociedad; el intercambio ritual la volvía a unir. Esta estructura sobreviviría casi intacta a la caída de Roma. El cristianismo no inventó el 25 de diciembre. Heredó diciembre. Los primeros cristianos no mostraban ningún interés por los cumpleaños. Los Evangelios no proporcionan ninguna fecha para el nacimiento de Jesús, y los primeros calendarios cristianos se preocupaban mucho más por la muerte —martirios, crucifixión, resurrección— que por el nacimiento. Pero en el siglo IV, el cristianismo se había vuelto público. Necesitaba un calendario que se adaptara al imperio en el que ahora habitaba. Ese imperio ya sabía cómo celebrar el invierno, y el cristianismo, que para entonces ya había comenzado a absorber varias festividades, también incorporó las Saturnales. El 25 de diciembre ya tenía un significado en Roma como el “cumpleaños del Sol Invicto”, promovido por emperadores que entendían de óptica y astronomía. Después del solsticio, los días se alargaban; la luz regresaba. El cristianismo respondió sin negar el simbolismo, más bien convirtiéndolo. Al fin y al cabo, Cristo había sido descripto como la luz: “La luz brilla en las tinieblas”, de acuerdo al Evangelio según San Juan, “y las tinieblas no la han vencido”. Al mismo tiempo, una lógica cristiana interna más silenciosa apuntaba al mismo día. Los teólogos antiguos creían que las grandes figuras eran concebidas y morían en la misma fecha. La crucifixión de Jesús se calculaba el 25 de marzo. Si se suman nueve meses, se llega al 25 de diciembre, todo cerraba perfecto. Sin embargo, el 25 de diciembre no era universal. En el Mediterráneo oriental, en cambio, los cristianos celebraban el 6 de enero, una fiesta llamada Epifanía, que significa manifestación. No se centraba tanto en el nacimiento como en el reconocimiento: Cristo revelado en su bautismo, Cristo reconocido por los Reyes Magos, Cristo hecho visible al mundo. Surgieron dos fechas. No se anulaban entre sí. Se repartían el trabajo. El 25 de diciembre respondía a la pregunta de cómo Dios entró en el mundo. El 6 de enero respondía a cómo el mundo se dio cuenta. Además, con el cristianismo, el regalo deja de ser un intercambio entre iguales y se convierte en un acto ético dirigido al necesitado. La caritas introduce una asimetría fundamental: dar ya no es reafirmar pertenencia, sino cumplir un deber moral de ricos a pobres. Sin embargo, nada de esto explica al hombre del trineo. Esa figura entra por una puerta de servicio, no por la teología, sino por la biografía y el robo de restos de un santo oriental. Nicolás de Myra fue una persona real: un obispo del siglo IV que vivió en lo que hoy es Turquía. No era un teólogo formal, sino que sabemos de él a partir de testigos de sus intervenciones. Sabemos que daba dinero a los pobres, y su gesto más famoso fue dejarle a un marinero empobrecido la dote para sus tres hijas, que de otro modo irían directo al prostíbulo. Cuenta la historia que tiró las monedas por la ventana y cayeron dentro de zapatos y medias que colgaban cerca de la chimenea para cercarse. Desde ese entonces en muchos lugares se dejan zapatos o se cuelgan medias en las chimeneas. A finales de la Antigüedad y principios de la Edad Media, Nicolás se convirtió en el santo patrón de los niños, los marineros y los comerciantes: personas que se desplazaban, personas que carecían de poder, personas que dependían de la suerte. Su festividad, el 6 de diciembre, se asoció con pequeños regalos, especialmente para los niños. No eran lujos: manzanas, nueces, monedas. Para 1087, unos marineros italianos se llevaron las reliquias de Nicolás de Myra, entonces bajo control musulmán, a Bari, una ciudad portuaria del sur de Italia para preservarlo de posibles ultrajes. Nicolás se fue al oeste. Desde Bari, su culto se extendió por toda Europa. Las iglesias en su nombre se multiplicaron. Las escuelas lo adoptaron como patrón. Su festividad se institucionalizó. Ya para finales de la Edad Media, la fiesta de San Nicolás se había convertido en una celebración para los niños. En las escuelas y pueblos del norte de Europa, el 6 de diciembre era un día de golosinas y castigo. Los niños buenos recibían dulces. Los niños malos recibían castigos simbólicos: casi siempre carbón dentro de las medias colgantes. El regalo venía como recompensa de haberse portado bien. Mas tarde, los protestantes rechazaron el culto a los santos, incluido San Nicolás. Pero no pudieron eliminar el regalo que fue reasignado o otro personaje. En tierras alemanas, provenía del Niño Jesús, Christkind. El Niño Jesús reemplaza a San Nicolás como dador simbólico, y la fecha se desplaza al 24 de diciembre, reorganizando el calendario festivo: se trasladó del 6 de diciembre a la víspera de Navidad. El santo desapareció. El ritual sobrevivió. Pero, en los Países Bajos, Nicolás perduró más directamente como Sinterklaas (una forma abreviada de Sint Nikolaas): llegaba en barco, llevaba un libro con nombres y repartía dulces y castigos a partes iguales. Fueron los holandeses quienes llevaron esta figura al otro lado del Atlántico. Cuando Sinterklaas llegó a Nueva Ámsterdam, más tarde Nueva York, entró en una sociedad muy necesitada de rituales propios. El nombre Sinterklass apropiado por los norteamericanos se convirtió en Santa Claus. Suenan muy parecido, ¿no?. En los inicios de Estados Unidos, la Navidad aún no era una fiesta importante. Era ruidosa, pública y, a veces, violenta. Pertenecía a los adultos. Eso cambió radicalmente en 1823, cuando apareció un poema en un periódico de Nueva York. Se titulaba “Una visita de San Nicolás”. Hoy en día se conoce por su primera línea: “Era la noche antes de Navidad”. El poema hizo algo extraordinario. En cincuenta y seis líneas, rediseñó la Navidad. Trasladó la festividad al interior de los hogares. Centró la atención en los niños. El poema describe un hogar tranquilo en Nochebuena, donde los niños duermen y las medias cuelgan de la chimenea a la espera de la llegada de San Nicolás. El narrador se despierta por un ruido en el exterior y es testigo de la llegada del bueno hombre en un trineo en miniatura tirado por ocho renos. San Nicolás es retratado como una figura alegre, regordeta y mágica que entra en la casa por la chimenea, llena silenciosamente las medias con juguetes e irradia calidez y buena voluntad en lugar de autoridad o juicio. Sin hablar, completa su tarea de manera eficiente y alegre, y luego se marcha tan misteriosamente como llegó, volando en su trineo. El poema se viralizó e introdujo por primera vez en la historia los ocho renos, un trineo, una visita nocturna y un Papá Noel que reía, guiñaba el ojo y no decía ni una palabra. Thomas Nast comenzó a dibujar a Santa Claus en 1863, cuando publicó su primera ilustración en Harper’s Weekly durante la Guerra Civil estadounidense; a lo largo de más de dos décadas, hasta 1886, Nast fue quien fijó visualmente la figura moderna de Santa, representado como un personaje bonachón, corpulento y familiar, y estableciendo elementos fundamentales como su residencia en el Polo Norte, el taller, la lista de niños buenos y malos y su rol central dentro del hogar, sentando así las bases iconográficas sobre las que el siglo XX –especialmente la publicidad de Coca Cola que se inspira en las ilustraciones de Nast– construiría la imagen global de Santa Claus. Fue en 1931 que Coca Cola le encargó al artista Haddon Sundblom una imagen de Santa Claus quien inspirado en las imágenes de Nast nos trajo el Santa Claus que todos conocemos hoy. Papá Noel es otro nombre para Santa Claus. El nombre proviene del francés: Père Noël, Papá Noel, una figura alegórica más que un santo. Noël deriva del latín natalis, nacimiento, y no se refiere a una persona, sino al evento de la Navidad en sí. Cuando la figura cruzó a las culturas de habla hispana en el siglo XIX y principios del XX, lo hizo filtrada a través de las imágenes francesas. Père se convirtió en Papá. Noël siguió siendo Noel. En Italia es “Babbo Natale”, en Portugal y Brasil “Papai Noel”. Esto es porque la fiesta más importante en estos países ya era el 6 de enero con la llegada de los Reyes Magos, su reconocimiento del niño Jesús y la costumbre de dar regalos importantes, con la idea instalada del premio o castigo, que ya pesaba muy fuerte en esa fecha. Papá Noel o Santa Claus (o tantos otros nombres con los que aparece) perdura porque es un palimpsesto. Bajo el traje rojo se esconde un obispo. Bajo el obispo se esconde un dios sol. Bajo el dios sol se esconde el miedo humano a la oscuridad y una obstinada insistencia en la generosidad. Perdura porque permite a los adultos ensayar la fe sin vergüenza y a los niños creer en la magia. Aparece, silencioso –ahora con nueve renos porque hubo un agregado tardío– y luego, como todos los mitos exitosos, se va antes de que podamos hacerle demasiadas preguntas, deslizándose de nuevo en la oscuridad, llevando consigo la sugerencia de que la magia aún es posible, incluso cuando nadie está mirando. Una visita de San Nicolás (“La noche antes de Navidad”) La noche antes de Navidad, en la casa en silencio, no se oía ni un ruido, ni el menor movimiento; las medias colgadas al lado del hogar, con la esperanza firme de que pronto San Nicolás llegará. Los niños dormían, arropados, en calma, mientras sueños de dulces les llenaban el alma; mamá con su cofia, yo con gorro y abrigo, listos para el descanso, para el sueño enemigo. De pronto en el patio se oyó un gran estrépito, salté de la cama, venciendo el sueño; volé a la ventana con prisa y valentía, abrí las postigos, corrí el marco sombrío. La luna en la nieve recién caída brillaba, como si fuera de día todo lo iluminaba; y entonces mis ojos no podían creer lo que ante mi asombro llegaron a ver: un pequeño trineo, ocho renos veloces, y un viejo conductor de gestos tan atroces— no, vivos y ágiles, rápidos y audaces— ¡era San Nicolás! Lo supe sin que por un segundo dudase. Más rápidos que águilas venían al trote, y él silbaba y gritaba, llamándolos fuerte: “¡Ahora, Dancer! ¡Ahora, Dasher! ¡Prancer y Vixen! ¡Vamos, Comet! ¡Vamos, Cupid! ¡Donner y Blitzen! ¡Al techo del porche! ¡Arriba del muro! ¡Corran, corran todos, sin freno ni apuro!” Como hojas que el viento salvaje levanta, saltaron los renos y al cielo se lanzan. Hasta el techo volaron con trineo y juguetes, y San Nicolás junto a sus fieles corceles. Y entonces, en un instante, escuché sobre mí el trotar de las pezuñas justo allí. Metí la cabeza, me di vuelta al momento, y por la chimenea bajó como el viento. Vestía de pieles, de pies a cabeza, manchadas de hollín, de ceniza espesa. Llevaba a la espalda un saco repleto, parecía un mercader abriendo sus secretos. ¡Sus ojos brillaban! ¡Sus hoyuelos reían! Las mejillas, rosadas; la nariz, encendida. La boca una sonrisa, el bigote nevado, la barba tan blanca como campo helado. Una pipa apretaba entre dientes gastados, y el humo lo envolvía en círculos dorados. Tenía cara ancha, vientre redondo, que al reír se movía como gelatina en fondo. Era gordito y alegre, un duende jovial, y reí al verlo, sin poder evitar. Con un guiño del ojo, un gesto cordial, me hizo saber que no había nada que temer. No dijo palabra: fue directo a su labor, llenó las medias con regalos y con amor. Luego llevó un dedo al lado de su nariz, asintió con la cabeza y subió feliz. Saltó a su trineo, dio un silbido al partir, y volaron los renos como pluma al huir. Pero oí que exclamaba al perderse en la noche: “¡Feliz Navidad a todos, y a todos buena noche!”

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