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  • Visitó la isla habitada más remota del planeta y convivió con nenets en Siberia: la fotógrafa argentina que recorrió 112 países

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 13/12/2025 04:41

    Sofía pasó una semana con los Nenets en Siberia a menos 30 °C y comiendo carne cruda de reno Cuando tenía 14 años, Sofía Prado hizo una lista que hoy, a sus 33, todavía relee con asombro. La tituló “You only live once” (Solo se vive una vez) y anotó, uno por uno, situaciones y destinos que parecían salidos de una película: recibir el Año Nuevo en Nueva York; dormir en una casa del árbol en Maldivas; festejar Halloween en Salem, Massachusetts; perseguir una tormenta en Kansas; cruzar la Cordillera de los Andes a caballo; ver la migración del cangrejo rojo en la Isla de Navidad en Australia; pasar una noche en el desierto; recibir el amanecer en camello en el Sahara, entre otras. “Siempre supe que quería explorar el mundo. En plena adolescencia, cuando los chicos de mi edad miraban MTV, yo me pasaba horas hipnotizada con el canal de National Geographic. Así surgió una lista de 154 lugares que quería conocer”, dice. Hace poco la encontró haciendo una limpieza. “¿Cómo sabía todo eso?”, se pregunta ahora, mientras vuelve sobre esa letra adolescente. La lista que Sofía hizo cuando tenía 14 años Una ciudadana del mundo Sofía nació y se crió en Avellaneda, al sur del conurbano bonaerense. Estudió Publicidad, se especializó en dirección de arte y después viró hacia el fotoperiodismo y la fotografía documental. El objetivo —aunque entonces lejano— siempre fue el mismo: recorrer el planeta. “Una compañera siempre se acuerda de que en los primeros años de la carrera nos sentábamos al fondo y yo, en vez de prestar atención a la clase, estaba organizando un viaje a Tailandia”, recuerda entre risas. Su primer viaje lo hizo a los 20. Fueron dos, en realidad: México con su papá y Sudáfrica con su tía. “Llevé una cámara digital, de esas chiquititas que había antes, y empecé a retratar a las personas. En ese viaje se despertó mi parte artística”, cuenta. Poco después comenzó a subir sus fotos a su cuenta de Instagram (@sofimprado) y a armar, en paralelo, un proyecto que ofrecía a oficinas de turismo: documentar celebraciones y expresiones culturales en distintas partes del mundo. “Fueron años de insistir y de trabajar duro para juntar dinero para seguir viajando y tener material para mostrar”, dice. Le dijeron que no decenas de veces. Finalmente, en 2017, llegó el primer sí y, con él, una seguidilla de viajes que no se detendrían. “Pasé una Navidad en Groenlandia, volví, estuve una semana en Argentina y me fui a documentar el Up Helly AA, un festival anual del fuego que se celebra en las Islas Shetland, en Escocia. Después me fui a las Islas Malvinas, pasé por mi casa otros cuatro días, y volé a la Isla de Pascua, en el medio del Océano Pacífico, a más de 3.500 kilómetros de la costa chilena. Todo mi 2018 y 2019 fue una locura”, dice. Desde entonces, Sofía se convirtió en una ciudadana del mundo. Lleva 112 países recorridos, más de la mitad de ellos junto a su marido Daniel, un catalán que conoció camino a Australia, unos días antes del cierre de fronteras por el Covid. En esta entrevista con Infobae arma un ranking de sus cinco experiencias más intensas, hace un balance de la década que vivió sin casa fija y confiesa qué destino la dejó “psicológicamente destruida”. Además, aclara: “Después de haber conocido todo lo que conocí, puedo decir que Argentina es uno de los mejores países del planeta”. En 2017 Sofía hizo el cruce de Los Andes a caballo junto a su mamá. “Me gustaría volver a hacerlo porque cuando lo hice era chica", dice La recorrida por el cementerio que funciona como un barrio en Manila, Filipinas Sofía investiga cada destino antes de viajar. “A veces soy yo la que va a buscar historias; otras veces, las historias llegan a mí”, dice. Su viaje a Filipinas empezó porque quería conocer a Whang-Od, la tatuadora tradicional más anciana del mundo, que le dejó su firma en la piel: tres puntos. Pero al llegar al aeropuerto se cruzó con un escritor que le habló de un cementerio donde vivía gente. Ese dato le bastó para saber que tenía que ir allí también. “Me costó un montón conseguir que alguien me llevara porque no quieren que haya turistas”, cuenta. Lo logró el último día, gracias a la amiga de un amigo. “Me dijo: ‘Yo te llevo, pero tenés que estar escondida’”. Después la subieron a un tuctuc. “Cuando llegamos, vi a un nene con un arma de juguete que hizo el gesto de dispararme. Así entramos. ‘En este cementerio hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos’, nos decían”. Tras un rato recorriendo y conversando con los residentes, su guía fue clara: “Nos tenemos que ir. Hay muchos ojos mirándonos”. En el cementerio Norte de Manila, un terreno de 54 hectáreas, viven entre seis mil y diez mil personas. Sofía lo contó después en un video que superó los 11 millones de visualizaciones y que figura a continuación en esta nota. “Es una de las realidades más crudas que vi”, contó. “Literalmente, la gente montó sus casas en las tumbas: tele, cocina, comedor, todo en un mausoleo. Hay residentes que llegaron hace cuarenta años, como Dani, que limpia y protege las tumbas a cambio de unos pesos de las familias. Otros trabajan reciclando basura dentro del predio y usan las tumbas como puestos. Desde afuera puede parecer misterioso o singular, pero para quienes habitan allí es muy duro: carecen de servicios básicos adecuados y seguridad, la vida diaria combina adaptación, riesgo constante y la urgencia de sobrevivir”. En Manila, un enorme cementerio funciona desde hace años como un barrio donde la gente construyó sus viviendas En Manila, Sofía y su marido “El Cata”, también visitaron a Whang-Od, la tatuadora tradicional más anciana del mundo Una semana con los nenets en la Siberia profunda Llegar a la comunidad nenet fue una prueba de resistencia. “Tuvimos que tomar tres trenes y después hacer un viaje de 15 horas en una moto de nieve”, cuenta. El campamento estaba aislado, rodeado de tundra y a –30 °C. “Me levantaba, miraba alrededor y decía: ‘No puedo creer que estoy acá’. Me sorprendía haber llegado tan lejos, rebuscándomela y sin ser millonaria”, asegura. La convivencia fue extrema. “Ellos comían carne cruda de reno con sangre. Probé, pero no me gustó. Por suerte me había llevado chocolate”, dice. El plan era quedarse una semana, pero una tormenta de nieve los obligó a prolongar la estadía. La rutina era acompañar a una familia en sus movimientos: “Cuando empieza la primavera, se van mudando cada quince días porque los renos necesitan nieve más congelada. Una vez tuvimos que desarmar todo el campamento y buscar un nuevo lugar para refugiarnos. Pasamos horas a la intemperie”. La experiencia la marcó. “Un día pregunté cómo hacían para bañarse y me dijeron: ‘Nosotros nos bañamos una vez por año’. Ahí caí en la cuenta de lo que damos por sentado: el agua, la calefacción…”, dice. También entendió por qué comen carne cruda: “En la tundra no hay mucha leña. La poca que hay la usan para calentarse, no pueden usarla para cocinar”. Para llegar a la comunidad nenet, Sofía y el “El Cata” tomaron tres trenes e hicieron un viaje de 15 horas en una moto de nieve Pasaron más de una semana en un campamento que estaba aislado y a –30 °C El día que la persiguió un helicóptero en el Área 51, en Nevada En 2021, cuando las fronteras empezaron a abrirse después de la pandemia, Sofía y “el Cata” eligieron Estados Unidos como destino para salir a documentar. “Nos compramos un auto, sacamos los asientos de atrás para hacer una cama y vivimos seis meses ahí”, recuerda. El viaje fue austero: acampaban donde podían, cocinaban en una mesa desmontable e improvisaban duchas con tarros de agua caliente. “De los 50 estados que tiene EE.UU. recorrimos 25. Salimos de lo convencional —Miami, Nueva York, Washington— y nos metimos en la América profunda”, cuenta. En ese camino apareció de todo: desde la invitación a un rodeo hasta la chance de pasar algunos días con una familia menonita que los recibió en su casa iluminada con velas. La escena más tensa llegó en Nevada, frente a la famosa Área 51. “Fue la primera vez que tuve miedo de verdad”, admite Sofía. Un exmilitar que manejaba un motel donde se hospedaron les dibujó un mapa para llegar a la entrada de la base. “Fuimos hasta la puerta, bajé y saqué algunas fotos. Fueron cinco minutos”, recuerda. Lo siguiente fue un helicóptero acercándose a toda velocidad. “Venía cada vez más cerca, hasta que vi que tenía una metralleta. En un momento empezó a revolear el arma arriba nuestro. ‘No puede estar pasando esto’, pensé”. En la entrada del Área 51. “Fue la primera vez que tuve miedo de verdad”, admite Sofía La vida con los mundari: la tribu que usa orina de vaca para bañarse Conocer a la tribu mundari era su sueño adolescente. “Visualmente, siempre me llamó la atención. Son muy altos y tienen una relación superprofunda y vital con sus vacas que, además, tienen unos cuernos larguísimos”, dice. Irónicamente, Sudán del Sur, terminó siendo el último país que recorrió, antes de asentarse en España, donde vive desde hace unos meses. Los mundari viven en campamentos donde humanos y ganado conviven sin distancia. “De día, las mujeres y los niños amontonan los excrementos de vaca en pilas. Cuando el estiércol se seca, lo queman y de esa combustión sale una ceniza, que se aplican en la piel y en la de los animales para protegerse del calor. El humo funciona como una cortina para mantener alejados a los insectos durante la noche”, explica Sofía. Y sigue: “La cultura gira por completo alrededor del ganado. Toman leche de vaca y se bañan con pis del animal: la vaca está haciendo pis y ellos se meten abajo para lavarse la cabeza. Creen que tiene propiedades antisépticas”. También recuerda una escena que todavía la hace reír: “Un día me invitaron un café. Yo dije que no porque sabía que capaz me caía mal. Y me dicen: ‘Tranquila, el agua está hervida’. Lo probé… y después vi que habían lavado la taza con pis de vaca”. Y sigue: “Fueron amables y muy curiosos. Cuando llegamos, no podían entender cómo mi marido no me había comprado”, dice. Las mujeres mundari son peladas y la presencia de Sofía generó curiosidad inmediata. “Tengo un video donde varias de ellas están tocándome el pelo. Les parecía increíble que lo tuviera tan largo y suave”. “Los mundari se bañan con pis de vaca: la vaca está haciendo pis y ellos se meten abajo para lavarse la cabeza”, cuenta Sofía Un niño mundari tomando leche directamente de la vaca Dos meses en una fragata rumbo a la Antártida y a la isla habitada más remota del mundo La travesía que Sofía hizo a bordo del Bark Europa —una fragata holandesa de 114 años— fue, para ella, la coronación de su vida nómade. “Siempre había querido ir a la Antártida. Era el continente que me faltaba, pero quería ir fiel a mi estilo”, cuenta. Y aunque viene de una familia de pescadores y “estuvo en barcos millones de veces”, este viaje fue distinto: “Un barco a vela, que se movía todo el tiempo”. La navegación fue exigente desde el primer día. “Había que hacer guardias de madrugada con viento, frío y lluvia. Las tareas iban desde buscar icebergs hasta ayudar con las velas”, cuenta. En dos días tuvo que aprenderse los nombres de decenas de cabos en inglés. “A veces era un lío: lluvia por todos lados y alguien de la tripulación gritándote qué vela mover. Yo no entendía nada. Pero agradezco haberlo hecho: aprendí un mundo nuevo”. También hubo momentos irrepetibles. “Llegamos hasta donde el mar se congela y ya no se puede avanzar. Bajamos del barco y caminamos por el mar congelado, en la zona donde se hundió el Endurance de Shackleton”. Una noche, mientras hacía una guardia con su marido, una ballena emergió al lado del barco y los empapó: “Fue increíble”. Después de la Antártida y las Georgias del Sur, la fragata siguió hacia Tristán de Acuña, la isla habitada más remota del mundo: 240 personas cuya única conexión con el resto del planeta son los barcos de carga que llegan cada dos o tres meses, más algún velero o barco turístico ocasional. “Hay un bar, un hospital, un supermercado y un café. Todos trabajan para el Estado o en la empaquetadora de langostas. Y todos cultivan papas”, describe Sofía. Allí conoció a familias, jóvenes y una comunidad orgullosa de su aislamiento. “Nos contaron que hacía poco habían tenido el primer nacimiento oficial en la isla”, dice. Sofía Prado cruzó el océano Atlántico en una fragata de 114 años y llegó a Tristán de Acuña, la isla habitada más remota del mundo —¿Cómo es realmente la vida nómada? —Te pone a prueba. La comida, por ejemplo: al principio quería probar todo, pero cuando tu vida es comer cosas nuevas todos los días, ya no querés hacerlo. En India pasé un mes a papas fritas, bananas y pan porque era lo único que podía comer. El tema del baño también me costó. Si no me baño, me cuesta dormir, y hubo viajes —como en Siberia con los nenets— en los que pasé siete días sin poder hacerlo. En Estados Unidos, viviendo en un auto, me bañaba tirándome tarros de agua caliente. La primera vez que volví a una casa después de meses viajando, no me acordaba de que podía lavarme los dientes abriendo una canilla. —Recorriste 112 países. ¿Cuál fue el que menos te gustó y por qué? —Bangladesh me costó mucho. Fue muy duro. Fuimos al cementerio de barcos, el desarmadero de Chittagong, que es el más grande del mundo. Ahí desarman barcos que llegan de Europa y de países desarrollados: en vez de mandarlos a un astillero, los mandan a Bangladesh. Todo está contaminado y la gente trabaja en condiciones tremendas: soldando o desarmando un barco en ojotas, respirando gases tóxicos sin una mascarilla. Había un hombre batiendo alquitrán con la mano. El ambiente era irrespirable, lleno de polución. Y te pasa que querés ayudar pero no sabés cómo, porque no es una situación puntual: es un país entero que necesita ayuda. Me pareció durísimo. Me destruyó psicológicamente. —¿Cuáles te faltan recorrer? —Varios. En Europa me quedan varios países; por ejemplo, no conozco Bélgica. En África hice solo la mitad porque las visas eran muy caras. Tengo muchas ganas de conocer Argelia y Libia. También quiero ir a Surinam y a Guyana. Lo que me pasa es que me gusta mucho volver a lugares donde ya estuve: Estados Unidos, Rusia e India, por ejemplo, los recorrí varias veces. Quiero volver a Rusia porque ahí está la ciudad más fría del mundo y siento que esa experiencia me falta. Nunca hay suficiente tiempo. De Argentina todavía me faltan dos provincias: Corrientes y Chaco. Sofía recorrió 112 países —¿Qué fue lo que más te gustó de nuestro país? —En 2017 hice el cruce de los Andes a caballo y me pareció espectacular. Conocí a pastores trashumantes que llevan sus cabras por la montaña, viven en la cordillera y hacen queso de cabra ahí mismo. Me encantaría repetirlo ahora, con más experiencia, y poder hablar más con ellos sobre su trabajo. También conocí el desierto de Tío Punco, en Tucumán. Es un desierto chiquito, donde viven solo dos personas, dos viejitos en una casita. Y tenemos maravillas como el Cono de Arita, esa formación perfecta en el límite entre Salta y Catamarca. Para llegar manejamos como diez horas con “el Cata” hasta un pueblo mínimo con un solo hotel y una señora nos cocinó. Ese tipo de cosas son épicas de Argentina. Después de haber conocido todo lo que conocí, puedo decir que Argentina es uno de los mejores países del planeta. —Dejaste la vida nómade, pero no las aventuras, ¿cuál es tu próximo viaje? —El año que viene voy a hacer una expedición para cazar tornados. Voy a Denver y, durante siete días, vamos a seguir las tormentas con un equipo de meteorólogos. Ni siquiera sabemos dónde vamos a dormir: no hay hoteles ni nada reservado. La idea es recorrer lo que ellos llaman la ruta de los tornados. Además, estoy trabajando en un libro. Necesito tener muestras de cada lugar, así que quiero sumar destinos que todavía no hice: Argelia, Libia, Irak. Fui a Irán hace unos años y me gustaría complementar con Irak. Y también volver a Argentina, porque siento que me faltan algunas cositas para incluir.

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