01/12/2025 19:39
01/12/2025 19:38
01/12/2025 19:37
01/12/2025 19:37
01/12/2025 19:37
01/12/2025 19:37
01/12/2025 19:36
01/12/2025 19:36
01/12/2025 19:35
01/12/2025 19:35
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/12/2025 19:01
“La última mamushka” (Planeta) Vilma Ibarra En paralelo a su tarea de abogada, Vilma Ibarra —que fue legisladora, diputada, senadora y secretaria Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación— acaba de desarrollar una nueva faceta: novelista. La última mamushka es el título de su primera novela, que acaba de publicarse por la editorial Planeta. La última Mamushka Por Vilma Ibarra eBook $ 13,99 USD Comprar En la trama de La última mamushka, el suspenso se instala desde el inicio, cuando una voz desconocida sorprende a la protagonista en medio de la lluvia: “Cuando escuchó su nombre, claro y limpio, en el silencio solo habitado por el golpeteo de las gotas que caían sobre los árboles y las baldosas, se sobresaltó”. Reconocida por su labor en la defensa de los derechos humanos y la promoción de la igualdad, Ibarra fue coautora de la ley de matrimonio igualitario y lideró la redacción del proyecto de legalización del aborto, aprobado en diciembre de 2020. Ahora, además, es novelista. Este libro, que podría definirse como un policial político, se presentará el jueves 4 de diciembre a las 18 horas en Libros del Pasaje, librería ubicada en Thames 1762, Ciudad de Buenos Aires. La autora conversará con Claudia Piñeiro y Hinde Pomeraniec. La entrada es libre y gratuita. A continuación, un fragmento, el primer capítulo. En paralelo a su tarea de abogada, Vilma Ibarra —que fue legisladora, diputada, senadora y secretaria Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación— acaba de desarrollar una nueva faceta: novelista Martes 14 de mayo, 1996 Parque Lezama Saludó con un «buenas tardes» a los granaderos que custodiaban la puerta de la Casa Rosada sin recibir contestación. Los hombres estaban rígidos, en posición de firmes, y miraban hacia un lejano punto fijo con gesto imperturbable. «Malditos milicos». Se detuvo en la vereda de la calle Balcarce y contempló la Plaza de Mayo que se extendía frente a ella. Le resultó extraño verla tan desierta y callada, sin altoparlantes, ni banderas, ni militantes. Parecía desnuda e intrascendente, como si fuera un lugar olvidado al que no se piensa regresar. Detuvo su mirada en la pirámide erguida en el centro de la plaza que se recortaba, nítida, en el cielo plomizo. «Menos mal que no es jueves». Detestaba caminar bajo la lluvia o, tal vez, simplemente ya estaba cansada de dar vueltas, cada jueves, una y otra vez, alrededor de esa pirámide. Hizo una rápida cuenta y calculó que habría participado en no menos de seiscientas rondas bajo el sol abrasador, con frío, viento o lluvia, desde aquel primer jueves de 1982, hacía ya catorce años, cuando el miedo le atenazaba el corazón y las piernas parecían no responderle. Ahora conocía de memoria cada centímetro cuadrado de las baldosas que rodeaban la pirámide, aunque para ella ese monumento siempre sería, con perdón de su hermana Lili y de las Madres de Plaza de Mayo, el testimonio de su primer beso cargado de ilusión. Al pie de ese blanco obelisco, cuando nadie marchaba a su alrededor, cuando era feliz incluso sin ser consciente de ello, Roby la había besado con pasión y dulzura, disfrutando de la lenta búsqueda de su lengua adolescente. Maravillosos y lejanos quince años. Perfectos. Bellos. Dos meses más tarde vino todo lo demás: ese fatídico jueves —también había sido un jueves— una patota de hombres armados había roto la puerta de su casa y, en medio de empujones, gritos y golpes, se había llevado a Lili. Después llegó la obligada mudanza, el miedo pegado en la piel, la búsqueda desesperada, el desquicio familiar, el horror. Y más tarde fueron las Madres, la Facultad de Derecho, el Centro de Derechos Humanos, su interminable soledad y la gordura definitiva. «Lo que soy ahora». Sin embargo, antes, mucho antes, ella se había reconocido en ese beso y en los ojos de Roby clavados en los suyos. La estatua ecuestre de Manuel Belgrano dominaba el límite oriental de la plaza. Una paloma se posó sobre el jinete, permaneció inmóvil un instante, defecó sin pudor y giró su cabeza de lado a lado como si estuviera evaluando el mejor destino para su vuelo; luego abrió sus alas y se elevó en dirección a la Catedral. Caía una tenue llovizna que se adhería a la ropa sin llegar a mojarla. No se inquietó, subió el cierre de su vieja campera negra y dobló y guardó en la cartera el sobre que le había entregado el funcionario del gobierno. El viento frío que soplaba desde el río golpeaba su cara y una fuerte ráfaga la hizo vacilar. Tal vez sería más sensato tomar un taxi o caminar dos cuadras hasta la parada del colectivo en Leandro Alem. No obstante, la idea de un paseo solitario por San Telmo la sedujo y se inclinó por regresar a su casa a pie. La caminata hasta Parque Lezama no le llevaría más de veinte o treinta minutos y, desde allí, solo restarían unas pocas cuadras. Se mojaría, sí, como si estuviera en la ronda de los jueves, pero ahora simplemente recorrería las calles del barrio. Al llegar al parque se animaría a cantar su tango preferido, «Malena», en voz alta y sin ninguna vergüenza; nadie tendría la ocurrencia de pasear por allí un martes de lluvia, viento y frío, a las siete de la tarde. Y a ella se le daba bien cantar tangos, todo el mundo se lo decía. También se detendría en un quiosco y compraría algo dulce para acompañar los mates de la noche frente a la tele. «Otra noche sola». Apretó el paso, calculó que llegaría a su casa un poco tarde, pero a tiempo para mirar el último noticiero. Recorrió las estrechas veredas de la calle Balcarce y la zona se le antojó fea y triste. ¿En qué estaría pensando cuando eligió vivir en La Boca? Al principio había sentido pasión por las calles de San Telmo, el viejo Monserrat, los bares de La Boca, los adoquines, los faroles y los balcones coloniales. Ahora, la sobrecargada arquitectura de los restaurantes para turistas, los negocios de venta de presuntas antigüedades y la forzada decoración retro teñían la zona de una tonalidad insincera. Las noches abrigaban una oscuridad invasiva que era el resultado de una combinación de escasa iluminación y de fachadas vestidas con faroles apagados y persianas cerradas. Los turistas abandonaban las calles antes del anochecer para volver a los grandes hoteles céntricos y en las esquinas quedaban abandonadas, como testimonio de los excesos diurnos, las bolsas repletas de basura sobre las que husmeaban, expectantes, los perros del barrio. Cruzó la avenida Belgrano con una rápida carrera sin obedecer a la luz roja del semáforo y dobló a la derecha para tomar la calle Defensa. Le gustaba mirar el antiguo Convento de Santo Domingo con su porte colonial, sus torres erguidas y su campanario. Sus paredes albergaban el mausoleo donde reposaba el cuerpo del prócer Manuel Belgrano y tras el altar se exhibían las banderas británicas conquistadas por los patriotas en la resistencia a las invasiones inglesas. Tiempos de gloria, otros tiempos. Llovía ahora con más intensidad y su pantalón comenzaba a humedecerse. Sintió frío en el cuerpo y apuró el paso. Ese martes nada había salido como ella esperaba: por la mañana le habían cancelado una reunión que había logrado, con mucho esfuerzo, que le concediera el procurador general. «Maldición». No quería pedirle un nuevo favor al senador radical que había gestionado la cita, pero no tenía otro modo de llegar a ese funcionario. Minutos antes, el secretario Legal y Técnico de la Presidencia la había recibido apenas cinco minutos y ni siquiera la había invitado a sentarse. El hombre, que rondaba los cincuenta años, vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca, corbata de seda y zapatos negros, parecía preparado para ir a una fiesta y la había atendido en la antesala de su oficina. Algo apurado, le había explicado —off the record— que el Ministerio de Defensa estaba desarrollando el programa de computación para cruzar los registros de los oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas con los nombres de los militares denunciados por delitos de lesa humanidad; pero no, todavía no lo tenían disponible; sí, claro, tardarían unos meses, pero seguirían trabajando en ello; no, no sabía si existían archivos secretos, eso debería hablarlo con el ministro de Defensa personalmente y, si fuera necesario, con el titular de la Secretaría de Inteligencia; sí, ayudaría con el financiamiento de la conferencia sobre derechos humanos, Moira Galeano ya se lo había pedido, ella era una gran amiga y él se había comprometido a colaborar. No, la ayuda no sería con dinero en efectivo, pero él podría ocuparse de pagar el servicio de catering, la impresión del material gráfico, varios pasajes y los equipos de sonido. Le había entregado su tarjeta personal y, en un rápido vistazo, ella había leído «Ignacio Brenner». Y a renglón seguido: «Secretario Legal y Técnico de la Presidencia de la Nación». En el reverso, él había escrito el número de teléfono del asesor que la ayudaría con esas gestiones. Luego, le había dado un sobre cerrado para que le entregara a Pablo Poblete, presidente del cdh. Se había disculpado porque no disponía de información para aportarle sobre el Tercer Cuerpo del Ejército, que era el motivo por el cual ella le había pedido la reunión. «Es un tema muy álgido», le había dicho. Inmediatamente, la había despedido. Se había excusado diciendo que debía retirarse con urgencia porque el jefe de Gabinete lo estaba esperando. «Seguiremos en contacto, fue un gusto hablar con usted, señorita… eh… ah… —leyó la tarjeta que ella le había entregado al llegar—, señorita Sablatszky». En resumen, había sido un día perdido. Además, ya había transcurrido casi la mitad del mes y todavía no le habían pagado el sueldo, y Martín, como de costumbre, no le había contestado el teléfono. Volvió a sentir que el enojo la invadía, como cada vez que pensaba en su hermano. Ella había tenido que ocuparse de los trámites para iniciar la sucesión de sus padres y de pagar los servicios de la casa que habían dejado vacía al morir. Lo maldijo por lo bajo. «Nunca se hace cargo de nada, total, para qué, si para eso estoy yo». Se sintió patética por su autocompasión y se propuso abandonar esos pensamientos. Continuó su marcha concentrándose en no pisar baldosas sueltas para evitar que la salpicara el agua acumulada en los pequeños charcos. «Pies cansados en las largas errancias y un dolor, un dolor que remuerde y se afila». Esa frase venía a su memoria una y otra vez. «Pies cansados en las largas errancias». No recordaba la poesía completa ni quién era su autor. «Un dolor que remuerde y se afila». ¿Cuándo había comenzado esa vorágine de dolor? Tenía quince años y el chico que le gustaba la había besado en la pirámide de Mayo. En esa época era linda, flaca, tenía sueños, una familia feliz y un novio de ojos verdes. Poco tiempo después ya no e quedaba nada, absolutamente nada. «Nada no», decía su psicóloga; estaba ella de pie y con su fortaleza había salido adelante. «Consuelo estúpido». Tropezó sin caer y se salpicó con un charco de la vereda. «Puta madre». El agua había entrado en su zapato, le había mojado la media de algodón y ahora sentía un frío húmedo en la planta del pie izquierdo. Estaba llegando a la avenida Independencia cuando vio, en la acera izquierda, un pequeño quiosco abierto. «Maní con chocolate, un Suflair y también, por qué no, un Jackelin». «Que los disfrute», le dijo el quiosquero cuando le entregó las golosinas, y ella lo odió; tal vez no lo había dicho con ironía, pero el muy tarado tendría que haber reparado en sus mal repartidos ochenta y nueve kilos. Abrió el bombón y se lo introdujo en la boca, saboreó la inigualable mezcla de chocolate con dulce de leche y pensó que, tal vez, ese bocado sería lo mejor que le pasaría en el día. Ya había oscurecido, pero no le importó. Hacía mucho tiempo que había perdido el miedo a la oscuridad. Las peores cosas de su vida habían sucedido a plena luz del día. Cruzó la avenida Juan de Garay mientras repasaba mentalmente las cuestiones pendientes para el día siguiente. Tema uno: por la mañana se dedicaría a buscar alguna alternativa para financiar la conferencia sobre derechos humanos, porque lo que le ofrecía el secretario Legal y Técnico ayudaba, pero era insuficiente; necesitaba dinero contante y sonante. Tema dos: llamaría nuevamente a ese testigo —«¿Cómo se llamaba?»— para que aportara más datos en el expediente; ella estaba segura de que sabía mucho más de lo que había declarado ante el tribunal. Tema tres: iría al juzgado federal, intentaría que la recibiera el juez en persona y le insistiría para que accediera a abrir el expediente a prueba. Tema cuatro: hablaría con el senador radical por Mendoza para que le consiguiera una nueva reunión con el procurador. Y tema cinco: comenzaría a escribir el informe mensual del cdh. Con eso sería suficiente. La calle Brasil se veía desierta y el bar Británico, situado en la esquina de la calle Defensa, estaba abierto y tenía unas pocas mesas ocupadas. La vieja pulpería, originariamente llamada La Cosechera, se había convertido en un bar tradicional de Buenos Aires y permitía la mirada curiosa de los peatones a través de amplios ventanales de guillotina con marcos de madera sin cortinas. Había recibido su nuevo nombre en la década del 20, cuando eran habitués del lugar los trabajadores ferroviarios ingleses que se alojaban en la zona. Sin embargo, durante la guerra de Malvinas, ese nombre se había convertido en una afrenta que lastimaba la sensibilidad de los clientes. Entonces, los tres gallegos que lo dirigían habían borrado su primera sílaba en todos los carteles y el local había pasado a denominarse, temporariamente, Tánico. A ella le gustaba desayunar en esas viejas mesas cuadradas de madera con las sillas desvencijadas montadas sobre un gastado piso damero ocre y marrón, y también le gustaba imaginar que Ernesto Sabato había delineado, en la misma mesa que ella ocupaba, algunas páginas de su novela Sobre héroes y tumbas. Tuvo un instante de duda. Pensó en entrar y sentarse a tomar un café caliente, pero finalmente desechó la idea. El deseo de llegar a su casa, encender la estufa y cebarse unos mates frente a la televisión pudo más y siguió caminando. En el acceso al Parque Lezama se alzaba el imponente monumento a Pedro de Mendoza: el hombre se veía erguido, con el bronce ya opacado por el paso del tiempo y la mirada dura y desafiante, propia de un conquistador. Su espada, clavada en el piso, parecía mucho más que un arma, era también el símbolo que lo investía de poder y territorio. Detrás de él, un bajorrelieve tallado en mármol blanco, difuso y agrisado por la tenue luz y la lluvia persistente, permitía descubrir a un anónimo indígena con los brazos en alto. La imagen la inundó de una súbita tristeza y pensó que, tal vez, ese hombre no se estuviera rindiendo sino solo implorando piedad, aferrado a esa esperanza última que invade a cualquier víctima inerme. «Para Lili no hubo piedad». Continuó su camino. Cuando escuchó su nombre, claro y limpio, en el silencio solo habitado por el golpeteo de las gotas que caían sobre los árboles y las baldosas, se sobresaltó. Se volvió, un poco desconcertada, sin llegar a reconocer aquella voz masculina y grave que insistía en nombrarla. Recién cuando la sombra se acercó a pocos metros vio su rostro. Le resultó conocido, aunque no alcanzó a identificarlo. Esperó a que el cerebro comparara las imágenes archivadas en la memoria con la cara que tenía adelante, pero la operación no arrojó resultado positivo. Lo conocía, claro que lo conocía, y su imagen le resultaba ligeramente familiar y amigable; sin embargo, no podía recordar su nombre ni situarlo en un contexto. —Te vi pasar por el Británico cuando ya estaba por salir. ¿Vivís por acá? Su voz también le pareció familiar. —En Irala —contestó ella, mientras seguía, sin éxito, intentando individualizar a ese hombre alto y robusto, de espaldas anchas, con rostro ovalado y de aspecto común que la miraba, sonriente, bajo la llovizna. —¿De verdad? Yo vivo en Martín García, casi esquina Piedras, unas tres cuadras más arriba —dijo él. Permaneció callada sin saber qué hacer o decir. Ya había perdido la oportunidad de preguntarle «¿Cómo era que te llamabas?», o de confesarle simplemente «No puedo recordar de dónde te conozco». Toda su vida había convivido con la dificultad para reconocer los rostros de las personas a las que no veía con asiduidad. Tenía que esforzarse para lograrlo. Necesitaba un comentario, un gesto, una palabra que la ayudara, que le tendiera un puente. Pero ahora estaba en blanco. Podía asegurar, incluso, que a este hombre lo había visto hacía poco tiempo y que había hablado con él; sin embargo, su intento resultaba inútil: no lograba identificarlo. Él parecía dispuesto a caminar a su lado y ella se vería obligada a enfrentar la ardua tarea de conversar sobre generalidades hasta que los datos de su frágil memoria vinieran en su ayuda. Volvió a mirarlo. Vestía una campera azul con bolsillos y un pantalón también azul, recto y angosto; el atuendo parecía un poco estrecho para el físico de ese hombre. Al principio caminaron en silencio, pero a los pocos segundos él inició una conversación: —¿Ves aquel árbol? —Le tocó el hombro y luego le señaló un ejemplar alto y frondoso—. Es una tipa, hay muchas en el Parque Lezama. —Y añadió—: Ese es una araucaria y aquel, a la derecha, un ombú. Su acompañante no solo le habló de las especies arbóreas, sino que también le contó el trabajo que había realizado el paisajista Carlos Thays en ese lugar. Ella apenas lo escuchaba, empecinada como estaba en descifrar quién era ese hombre que se encontraba a su lado. Ya había oscurecido y se habían adentrado en el parque. Ella no conseguía verle el rostro con nitidez, pero le parecía que él tenía un gesto dubitativo, como si no alcanzara a decidir qué camino seguir. A medida que avanzaban por los distintos senderos, él iba señalando las especies de árboles y luego las identificaba: tipas blancas, álamos, gomeros, palmeras, como si se tratara de una clase de botánica. La situación era absurda, llovía, ella quería llegar a su casa y él parecía entretenerse con los árboles y la historia del parque. «¿Será de algún organismo de derechos humanos?». No, sus confusos recuerdos no lo situaban en ninguna marcha ni en ninguna reunión. «¿Será del club?». Tal vez; tenía una contextura fuerte, propia de quien ha entrenado su musculatura, pero aun así no le parecía haberlo visto por allí. Lo miró con atención mientras él seguía hablando. Estaba segura de haber compartido varios momentos con ese señor, de eso no tenía dudas. ¿De dónde lo conocía? «Maldita mi nula memoria fotográfica». Ya habían llegado al centro del parque, habían atravesado el camino de antiguas estatuas blancas y se encontraban frente al templete que pretendía emular un diminuto patio griego. En lo alto de la barranca el tiempo se había detenido. Las estatuas semejaban fantasmas viejos. No había luz, ni luna, ni crepúsculo. La ciudad se había apagado como una vela, el viento había muerto y los susurros se habían desvanecido. Él ya no hablaba de los árboles. Ni de Thays. En realidad, él ya no hablaba. El silencio la aturdió y en algún lugar de su cerebro se encendió una pequeñísima alarma. Levantó la vista y lo miró. ¿De dónde conocía esos ojos? En la envolvente noche lluviosa los vio vacíos e impenetrables, como si estuvieran perdidos en aguas oscuras. Un fogonazo inútil y tardío le trajo a la memoria el nombre de ese hombre, pero no alcanzó a pronunciarlo en voz alta. Recordarlo la desconcertó. Lo último que vio fue la imagen de la estatua de Diana fugitiva inmóvil, entre columnas que ya no eran columnas sino barrotes de una prisión inesperada. Sintió el olor a tierra mojada y la presión de dos manos que parecían tenazas, apretándole la garganta sin piedad. «Me está matando».
Ver noticia original