Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • Ecos de una revolución fallida: cómo “Vineland” de Thomas Pynchon se convirtió en “Una batalla tras otra”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 26/11/2025 04:57

    Trailer de "Una batalla tras otra" La memoria oficial tiene la costumbre de borrar a las personas que alguna vez creyeron que podían remodelarla. En las décadas más idealizadas se hablaba de las revoluciones como algo inevitable, como si la historia misma fuera una cinta transportadora que avanzaba hacia la liberación. En cambio, lo que siguió fue administración. Papeleo. Vigilancia. Una generación de soñadores que, tras descubrir que la rebelión tenía fecha de caducidad, se vieron absorbidos de nuevo por las instituciones que una vez prometieron desmantelar. Thomas Pynchon fue uno de los primeros grandes cronistas de esa desilusión en Estados Unidos. Vineland, publicada en 1990, no es tanto una novela histórica como un informe forense sobre el cadáver de la contracultura. Sus páginas huelen a esas causas perdidas: una California imaginada como refugio, poblada por aquellos que sobrevivieron a los años sesenta solo para convertirse en reliquias de la era Reagan. El escenario ficticio de la novela, un lugar envuelto en niebla y situado al norte, a la vez idílico y agotado, recoge a viejos radicales que son el fantasma de lo que fueron: en silencio, sin celebración, el mundo los ha olvidado y ellos han olvidado al mundo. Lo que hace que Vineland parezca menos una ficción y más una arqueología cultural es su negativa a llorar simplemente. Los personajes no son mártires. Ni siquiera son trágicos, no en el sentido clásico. Persisten de la forma obstinada en que persisten los recuerdos, a medio procesar, incómodos, negándose a cerrarse. Prairie, la joven protagonista de la narración, no intenta resucitar un movimiento; simplemente quiere comprender a su madre Frenesi. Pero esa búsqueda se convierte en un diagnóstico. Frenesi, que en su día fue un cineasta revolucionaria cuyos ideales brillaban con suficiente intensidad como para iluminar las marchas de protesta, acaba cruzando el umbral moral y cooperando con las autoridades federales. La traición no se presenta solo como una corrupción ideológica, sino como un mecanismo de supervivencia, una adaptación a una nación en la que la rebelión solo se tolera cuando puede archivarse, o utilizarse como arma contra sí misma. La aparición de un agente federal y antiguo amante de Frenesi llega como algo inevitable, un recordatorio de que Estados Unidos rara vez olvida sus conflictos inconclusos. Él es el Estado en forma humana: disciplinado, armado, higiénico en su violencia, oscuro y vengativo. Su persecución de Frenesi, mucho después de que su intimidad se haya desvanecido, sugiere un país en el que las instituciones se sienten con derecho a las historias personales, como si la memoria en sí misma fuera un documento clasificado. La novela Vineland de Thomas Pynchon retrata la desilusión de la contracultura estadounidense tras el fracaso de las revoluciones de los años sesenta El otro eje de la novela, Zoyd Wheeler, el padre de Prairie, lleva consigo los despojos y sobras de una generación que intentó huir de la edad adulta. A diferencia de Frenesi, él no se adaptó. Flota. Los cheques de la asistencia social, las acrobacias que realiza para poder seguir cobrando del estado sin trabajar, la casi entrañable falta de dirección lo presentan como un eco débil y confuso de un momento cultural que confundió la libertad con el estancamiento. En Vineland, los años sesenta sobreviven no a través de la ideología, sino a través de los residuos: eslóganes medio olvidados, viejas cintas de vigilancia, personas que viven escondidas no porque sigan siendo peligrosas, sino porque temen ser normales. Paul Thomas Anderson aborda este mismo terreno desde una perspectiva completamente diferente. Una batalla tras otra no es una adaptación de la novela, al menos no en el sentido convencional. No retoma la trama, no resucita a los personajes, no convierte la prosa laberíntica de Pynchon en puntos clave del guión. En cambio, Anderson trata la novela como una excavación, algo enterrado bajo la Norteamérica contemporánea que sigue ejerciendo presión sobre el presente. Si Vineland es un lamento por el fracaso de la rebelión colectiva, la película de Anderson es un retrato de lo que sucede cuando los restos de ese fracaso se vuelven personales. Su protagonista, interpretado con una intensidad desgarrada por Leonardo DiCaprio, es otro antiguo radical, pero que vuelve a entrar en el conflicto político no por ideología, sino por necesidad. Su hija desaparece; el mundo que abandonó llama a su puerta. Lo que comienza como una búsqueda privada se convierte en una confrontación con los mismos sistemas de vigilancia y control que dieron forma a la segunda mitad del siglo XX. Anderson no se detiene en la exposición. Convierte la paranoia en velocidad: persecuciones por el desierto, reuniones clandestinas, ejercicios de persecución promovidos por el gobierno federal, figuras que emergen de las sombras con armas que parecen demasiado futuristas para pertenecer a cualquier rama oficial del Gobierno y demasiado improvisadas para pertenecer a civiles. Y, sin embargo, a pesar de las diferencias en cuanto al medio y la velocidad, ambas obras comparten una obsesión por la vida posterior a la resistencia. Ambas abordan la misma premisa inquietante: que la década más asociada con la rebelión estadounidense no terminó, sino que se disolvió, dejando un residuo emocional que se filtra en las familias, los vecindarios y los archivos estatales. Las batallas se trasladaron al interior. Se trasladaron a Internet. Se trasladaron al ámbito privado de la memoria. Se trasladaron a la lucha por los inmigrantes ilegales. La adaptación de Anderson destaca la vigencia de las luchas sociales, abordando temas como la discriminación, la migración y el resurgimiento de élites excluyentes En Una batalla tras otra los radicales del pasado ya no se esconden en comunas o bosques, sino que están dispersos por un país que ya no los reconoce. Cada personaje parece llevar consigo una versión fantasmal de sí mismo: la figura orgullosa e idealista que una vez fue y el civil comprometido en el que se ha convertido. Y la película se centra casi obsesivamente en la relación entre un padre y su hija, un vínculo lastrado por secretos, compromisos ideológicos y traumas heredados. Su dinámica se convierte en el motor emocional de la película, una forma de medir lo que cuesta el activismo no solo políticamente, sino también personalmente. El activismo del padre lo definió en su día; ahora pone en peligro a la persona que más ama. Esta elección replantea la narrativa. Mientras que Pynchon sitúa la disolución de la acción colectiva en el centro de su historia, Anderson sugiere que el fracaso del idealismo puede rastrearse a través de los lazos sanguíneos. La hija no es simplemente un recurso argumental, sino la encarnación de una historia inconclusa. Su desaparición no solo despierta el pasado de su padre, sino que lo acusa. Para entender por qué ambas obras parecen tan extrañamente contemporáneas, a pesar de que sus fuentes se encuentran separadas por décadas, hay que tener en cuenta cómo tratan la historia: no como una secuencia de acontecimientos, sino como un patrón cíclico. En Vineland, el pasado se acumula como la niebla: difuso, omnipresente, imposible de escapar. Nadie en la novela puede empezar de cero. El Estado guarda registros; los viejos compañeros guardan secretos; los recuerdos se almacenan en cintas, fotografías, rumores. La película de Anderson refleja esa estructura, pero en lugar de archivar el pasado, dramatiza su regreso. La historia irrumpe en el presente y los personajes supervivientes no renuncian a sus ideales. Simplemente los llevan en formas más silenciosas: la insistencia en la dignidad, la negativa a olvidar, la responsabilidad renuente de contar a la próxima generación lo que sucedió y lo que aún podría suceder si alguien retoma la antorcha. Y, sobre todo, las nuevas causas. En el caso de la película de Anderson el tratamiento de los rebeldes y la causa de los migrantes es un claro ejemplo de que las causas cambian y las revoluciones no mueren. Los antiguos radicales de Vineland se desvían de sus causas no porque carezcan de creencias, sino porque el peso de las creencias ha alterado sus cuerpos, sus relaciones, su capacidad para moverse libremente. Frenesi no traiciona su causa en un momento de debilidad; evoluciona hasta convertirse en alguien que su yo más joven apenas reconocería. Zoyd, por el contrario, se fosiliza: realiza los rituales de la rebelión sin su esencia, como si representara un acto de nostalgia para un público que ha dejado de asistir. Anderson transforma ese malestar generacional en una crisis personal. El viaje de su protagonista no es simplemente un retorno a la militancia, sino un encuentro con las partes de sí mismo que abandonó cuando eligió la supervivencia por encima de las convicciones. La desaparición de su hija le obliga a enfrentarse a la brecha entre quién era y en quién se convirtió, y la película sugiere que la verdad que ella busca es precisamente la verdad que él intentó olvidar: que las causas exigen herederos, no testigos. Paul Thomas Anderson transforma la esencia de "Vineland" en "Una batalla tras otra" Lo que distingue más claramente a Una batalla tras otra de Vineland, de Pynchon, es la forma del enemigo. En la novela, el poder estatal es anónimo: burocrático, institucional, tecnocrático. La violencia se externaliza a archivos, registros de vigilancia y agencias cuyos nombres importan menos que su capacidad para borrar a las personas a través del papeleo. La película de Anderson, sin embargo, basa su antagonismo en cuerpos, uniformes y estética subcultural. La fuerza paramilitar que persigue al protagonista no es simplemente un brazo del Estado, sino que parece un organismo híbrido: en parte contrato gubernamental, en parte milicia. Visten uniformes que parecen menos oficiales que improvisados, y por momentos ridículos. La estética es inconfundiblemente estadounidense, pero no institucionalmente estadounidense. El logro mas acertado de Anderson en la adaptación de la novela de Pynchon tal vez sea el renacimiento de una logia secreta al estilo Ku Kux Klan pero de empresarios multimillonarios que conforman un grupo de élite al que no pueden entrar ni negros, ni inmigrantes, ni homosexuales, ni judíos. Sin hacer spoilers la manera que encuentran de rechazar a un aspirante a miembro de esa logia es por lo menos inquietante y cualquier similitud con los resurgimientos de líderes radicalizados en este sentido no es pura coincidencia. Anderson se apropió de la novela de Pynchon y, sin perder en ningún momento su esencia, la actualizó y rescató y nos cuenta qué dice hoy esa novela escrita en 1990. [Fotos: Warner Bros Pictures]

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por