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  • Una escritora en la Academia de Ciencias: María Rosa Lojo y su discurso sobre el país imaginado

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/11/2025 10:53

    María Rosa Lojo reivindicó la ciencia de las Letras en su ingreso a la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires El lunes por la tarde, la escritora María Rosa Lojo dio su discurso de ingreso a la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires. ¿Escritora? ¿Ciencia? “Los estudios de Letras también son ciencia.... ciencia humana y de la buena”, dice Lojo. Bajo el lema “La ciencia vence la oscuridad”, la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires (Ancba) se dedica a fomentar el desarrollo de las actividades científicas en el país. Esta institución se distingue por ofrecer asesoramiento independiente y multidisciplinario en asuntos relacionados con las ciencias, la técnica y su filosofía. Este es el discurso de María Rosa Lojo, abreviado. La ciencia de las Letras para un país imaginado “La ciencia no tiene patria, pero el hombre de ciencia la tiene”, escribía Bernardo Houssay en 1943. Parafraseando a Houssay, podríamos decir que la literatura es universal, pero que los literatos (tanto creadores como estudiosos) tenemos una que ocupa un lugar especial: la de nuestro propio país. Hija de españoles emigrados en la atroz posguerra civil, nací en una casa donde no había libros argentinos. Había otros, sí, españoles y europeos, entre ellos preciosas ediciones ilustradas del Quijote y de las Novelas ejemplares, dos tomos de Oscar Wilde en papel biblia, con dibujos de Ramón Gómez de la Serna, y otros dos de Tagore, el poeta de la India, traducido por Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, todos ellos restos náufragos de la librería madrileña que mi madre no pudo mantener. Pero un buen día llegó a casa un objeto mágico, mezcla de juguete y de biblioteca, que cambiaría mi vida. Un mínimo estante de madera, colmado de libritos de tapa roja. Es probable que alguno de los presentes lo identifique: la Colección Miniatura Jackson de Clásicos Argentinos. Ese “concentrado” de literatura nacional (o de lo que la Colección Jackson entendía por literatura), publicado en 1962, y que yo recibí en 1968, respondía a un modelo de canon decimonónico frecuente entonces, sobre todo para destinatarios escolares, capaz de cubrir variadas áreas discursivas y temáticas: los cimientos de la Constitución Nacional (extractos de las Bases de Alberdi), las memorias del prócer áulico por excelencia (Recuerdos de Provincia, de Domingo Faustino Sarmiento); los discursos de un celebrado orador, también presidente de la República (un tomito de Discursos selectos, de Nicolás Avellaneda); dos de los más célebres poemas gauchescos: el trágico Martín Fierro, y el jocoso Fausto de Estanislao del Campo; una novela de formación (la Juvenilia de Miguel Cané), una semblanza miscelánea del padre de la patria y su gesta: San Martín y la gran epopeya, de Tomás Guido y, por fin, algunas Causeries de Lucio V. Mansilla. Este último es el único libro que ya no tiene tapas, porque lo gasté de tanto tocarlo y de tanto leerlo. Funcionó como un talismán, una llave secreta que usé infinitas veces, desde que me abrió, a los catorce años, el ingreso a la literatura argentina. En “Los siete platos de arroz con leche”, con un singular entrevero de ficción y de crónica, Mansilla me contaba al oído la historia nacional como un recuerdo propio y un secreto de familia (la suya, sobrino, como era, de Juan Manuel de Rosas, primo de Manuelita, hijo del general Lucio Norberto Mansilla y de Agustina, la bella hermana menor de don Juan Manuel). Esa voz instalaba un espacio de intimidad subjetiva en la historia pública, me dejaba asomarme a la ya inexistente mansión de Palermo en las afueras de la aldea porteña, dibujaba un portal donde volvían a la vida los fantasmas de seres desplazados y vencidos, que completaban e incluso desmentían los relatos al uso entonces en la escuela. Ese mundo semioculto y oblicuo instalaba otras perspectivas, inquietantes disidencias, anticipaba la Argentina criolla polifónica, multicultural y también mestiza que vería desplegarse en su libro hito: Una excursión a los indios ranqueles (1870). La literatura argentina se construye como un país imaginado a través de relatos, memorias y voces diversas, dijo María Rosa Lojo Si hoy alguien me encargara la tarea de organizar una nueva colección literaria de Clásicos Miniatura, seguramente mi criterio no sería el mismo que el de la selección original. Por un lado, privilegiaría lo libremente poético, descriptivo, narrativo, por sobre lo didáctico, argumentativo o testimonial orientado a una finalidad precisa (el ensayo jurídico, el discurso político, el testimonio histórico). Sin desconocer su valor, ubicaría las Bases de Alberdi y los discursos de Avellaneda en otra biblioteca, y reservaría las páginas misceláneas de Guido para su publicación y análisis dentro de una monografía historiográfica. Conservaría al imprescindible Sarmiento, pero en vez de dos tomitos de Recuerdos de Provincia, ocuparía uno para antologar el Facundo, genial experimento híbrido, que la crítica sigue intentando clasificar. Quedaría el siempre central Martín Fierro (novela en verso, poema narrativo) que nos seguimos obstinando en reescribir de todas las maneras posibles, desde Borges hasta Gabriela Cabezón Cámara. Reemplazaría el Fausto por El Matadero, de Echeverría, cada vez más actual, y con más derivas. En los lugares vacantes de la mini biblioteca dejaría que se oyeran tres voces hoy infaltables en nuestro país imaginado: las de Juana Manuela Gorriti, Juana Manso y Eduarda Mansilla. Por supuesto, también seguiría allí “Los siete platos de arroz con leche”, mi piedra Rosetta de la literatura patria. Un país imaginado Para afirmar que existe una literatura nacional, hay que creer primero en la existencia de una nación, y eso implica asentir a relatos cohesivos. “Comunidades imaginadas”, llamó Benedict Anderson a las naciones, pensando sobre todo en las nuevas repúblicas americanas que iban desgajándose de los imperios coloniales. No es extraño que la primera forma legitimada y leída de la novela en nuestro país, sea justamente la novela histórica, que proveía esas identidades, así como lo hizo (desde Walter Scott en adelante) en otros países latinoamericanos y europeos. Tampoco es raro que el fundador de la historia sistemática de la literatura argentina haya sido un adalid del llamado “primer nacionalismo”: Ricardo Rojas (1882-1957). En dos obras de juventud: La restauración nacionalista (1909) y Blasón de plata (1910), Rojas se hace eco del sentimiento de disgregación social y pérdida de especificidad cultural, y hasta de soberanía, que experimentaba en ese momento buena parte de la opinión pública argentina, no solo grupos minoritarios de la élite. El país post-rosista había vivido, en pocas décadas, enormes transformaciones. De las naciones americanas, la nuestra era la que tenía la tasa más alta de inmigración en términos relativos. Mientras un cóctel aluvional de lenguas y culturas parecía sepultar o diluir la matriz hispano-criolla, los indios derrotados, que hasta hacía tan poco tiempo habían sido agentes decisivos en el mapa político, eran impelidos, en el imaginario colectivo, hacia una nebulosa prehistoria y se imponía el paradigma de la civilización técnica, pero también, como denuncia Rojas, y antes el uruguayo Rodó en su ensayo Ariel (1900), el mercantilismo sin freno y la neo barbarie de un progreso orientado exclusivamente al lucro, en una sociedad fragmentada. El joven Rojas del Centenario ya advierte la urgencia de asumir una perspectiva histórica integradora, atenta a la formación y consolidación de una personalidad colectiva, donde se vean las continuidades más que las fracturas. Su intuición fructificó en dos obras fundamentales: Historia de la literatura argentina (1917-1922) y en Eurindia. Ensayo de estética fundado en la experiencia histórica de las culturas americanas (1924). Rojas mira la literatura y la cultura como una interacción de estratos móviles. Dice en Eurindia: “Lo indígena, lo español y lo gauchesco –lo que creíamos muerto en la realidad histórica– sobrevive en las almas, creando la verdadera historia de nuestro país, o sea la conciencia de su cultura” (94). El aporte inmigratorio, europeo, cosmopolita, se suma a este diálogo, y todas las voces confluyen, “armónicas o antagónicas, aisladas o refundidas, según el intérprete” (Eurindia, p. 61) en “lo nacional o argentino”. Trabajar sobre una literatura nacional no debería implicar encierro ideológico ni sujeción temática, ni hacia adentro, ni hacia afuera. Como lo señaló Borges en su famoso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, donde ataca los clichés y estereotipos del nacionalismo adocenado, nuestra literatura, muy especialmente, se abre al patrimonio de “la tradición universal”. En el siglo XIX los hermanos Lucio y Eduarda Mansilla, criollos profundos pero también lectores omnívoros y audaces cosmopolitas, son un brillante ejemplo de redes intertextuales, de lenguas que se engarzan en la propia para enriquecer el oído y la mirada. En cada uno de nuestros mejores escritores y escritoras de los siglos XIX al XXI hay una variada biblioteca implícita que pone su obra en tensión con la literatura y el pensamiento de todas las tradiciones. A través de ellos volvemos a leer a Dante o a Shakespeare, a Dostoievski o a Proust, a Virginia Woolf o a Flaubert. Y la lista sería interminable. La literatura argentina dialoga con tradiciones universales y refleja la riqueza multicultural del país, expresó la escritora Nuevos mapas del presente pero también del pasado La Colección Miniatura de Clásicos Jackson que recibí hace tantos años resultó un bonsái destinado a salir de su estante o a romper su maceta. No solo porque mi biblioteca se ensanchó con los libros que ya eran accesibles entonces, sino también porque la renovación de los estudios sobre la literatura argentina fue extraordinaria. La considerable ampliación del cuerpo de textos que la integran no solo se produjo, como es lógico, hacia el futuro, con nuevas producciones, sino también hacia el pasado, por el descubrimiento y la puesta en valor de obras y géneros que no habían sido tomados en cuenta, o por la profundización del estudio de obras ya conocidas, a través de otros abordajes y perspectivas. Resumo en los puntos siguientes los factores que posibilitan, a mi entender, ese enriquecimiento de nuestro mapa literario. (1). Hallazgos documentales Ante todo, un corpus literario puede extenderse porque se han encontrado manuscritos inéditos o textos antes dispersos de autores conocidos, que ahora pueden reunirse en libros. Pero también es posible localizar, en colecciones laterales, en archivos aún no revisados, textos completamente ignotos, que quizá no estén a la altura de autores y obras canónicos o canonizables, pero que sientan precedentes y son valiosos aportes documentales. Así sucedió, por ejemplo, con la Memoria del viaje a Francia, de Francisca Espínola, primer relato de viaje escrito por una argentina, hallado por una de mis tesistas, la historiadora Norma Alloatti, en la colección Lermon, de la Academia Argentina de Letras, y que había pasado inadvertido. (2). Surgimiento o potenciación de sub-disciplinas literarias Los hallazgos documentales suelen estar asociados a la potenciación de subdisciplinas aplicadas a modalidades literarias consideradas laterales, o menores, que pasan a una posición de centralidad. Así sucede con el auge, en las últimas décadas, de los estudios sobre el relato de viaje (desde Adolfo Prieto a Sofía Carrizo Rueda y Mónica Szurmuk) y sobre los llamados “géneros del yo” (Leonor Arfuch), en todas sus formas: diario, memoria, epístola, autobiografía, testimonio. A veces se producen ampliaciones, no solo del corpus de obras, sino de los mismos enfoques teóricos, como ha sucedido con la poética del relato de cautiverio, desprendimiento de la poética del relato de viaje. María Laura Pérez Gras la plantea en una tesis doctoral (2013) de la que fui directora, sobre los textos de tres cautivos de los indios en la Argentina del siglo XIX. El de Santiago Avendaño, antes publicado de manera mutilada, ahora cuenta con una edición crítico-genética a su cargo. También se registra una expansión de la ecdótica (rama de la filología que se encarga de la edición depurada y erudita de textos) y, dentro de ella, de la crítica genética. Esta disciplina lleva a su máximo refinamiento y complejidad la edición de las obras y su estudio exhaustivo, aborda sus contextos de producción y de recepción, y permite rastrear, incluso, la génesis creativa. Varios de los proyectos de mayor envergadura que me cupo coordinar, tanto nacionales como internacionales, tuvieron como objeto fundamental estas ediciones, críticas y crítico genéticas, que permitieron profundizar el conocimiento de obras ya conocidas (como Sobre héroes y tumbas, publicado en la prestigiosa colección Archivos de la Unesco), o habilitar el acceso a obras olvidadas, como las de Eduarda Mansilla, y proponer su instalación en un canon nacional. Estos proyectos me llevaron a la fundación y dirección general de dos colecciones especializadas: las de Ediciones Académicas de Literatura Argentina (siglos XIX y XX), en la editorial Corregidor, que co-dirige Jorge Bracamonte (CONICET -UNC), y las Ediciones Críticas de Literatura Argentina, del Centro de Ediciones y Estudios Críticos de la Universidad del Salvador (CECLA), codirigida por Marina Guidotti (USAL). Ambas siguen funcionando con la aspiración de reformular el corpus y el canon literario de nuestro país imaginado. María Rosa Lojo fue ingresada a la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires en una ceremonia realizada el lunes 17 de noviembre (3). Interacción o intersección de los estudios literarios con disciplinas afines 3.1. La aplicación al campo literario de la teoría cultural de los polisistemas, desarrollada por el teórico israelí Itamar Even-Zohar, que ha permitido abrir el campo de estudio hacia una multiplicidad de textos dejados de lado, pero vitales para comprender la evolución general de los géneros. 3.2. Del mismo modo, la incidencia creciente de los estudios culturales y de la sociología de la literatura inclinan la atención hacia producciones no instaladas en la jerarquía canónica, pero que hacen a la dinámica literaria (como el folletín gauchesco o la novela sentimental, a los que Jorge Rivera y Beatriz Sarlo dedicaron ensayos). 3.3. El renovado interés por nuestra historia, manifiesto en la intensa producción en el campo de la historiografía, tanto la académica como la de divulgación, y asimismo en el retorno a la ficción histórica, ha incentivado la re visitación del pasado y el consiguiente interés en la literatura de la época. A esto se suma el foco puesto en la “historia desde abajo”, la historia de las mujeres y de la vida privada, la microhistoria. 3.4. Los estudios y debates sobre postcolonialidad y subalternidad. 3.5. El feminismo académico, que ha producido ya una vasta biblioteca de libros y revistas especializadas, y ha fundado institutos abocados a los estudios de género en varias universidades. En el campo literario un último hito fundamental es la Historia feminista de la literatura argentina, que comenzó a publicarse en 2022. Se trata de un proyecto en cinco tomos y un diccionario, generado desde el Instituto de Género de la Universidad de Buenos Aires, y dirigido por Laura Arnés, Nora Domínguez y María José Punte. 3.6. El creciente desarrollo de la archivística aplicada a la organización de archivos de escritores y archivos literarios en general. 3.7. El estudio de la recepción lectora, las historias de la lectura, y la profundización de las investigaciones bibliotecológicas, que nos permiten acceder a la reconstrucción de bibliotecas, librerías y circuitos. (4). Conformación de una nueva red de estudios El surgimiento, hace una década y media, de la pujante Red Interuniversitaria de Estudios de Literaturas de la Argentina (RELA), reúne universidades públicas y privadas, con un alto porcentaje de investigadores del CONICET radicados en ellas. La RELA propone un mapa federal descentrado y múltiple, que apunta al (re)conocimiento de las periferias y de las literaturas argentinas como un multiverso caracterizado por la riqueza de la heterogeneidad, por las diferencias que se busca poner en valor y hacer visibles. Las nuevas tecnologías que habilitan interacciones a distancia y la circulación digital del conocimiento siguen ampliando las posibilidades de esta red que desde su fundación a la fecha ha convocado cursos y reuniones científicas en todo el país, o ha participado en ellas, que publica la colección Trama Federal, y se nutre del AIRELA, un gran archivo de investigaciones formado con el aporte de sus miembros. Un juego en el que nadie pierde Cuando yo era chica estaba de moda un juego de mesa muy popular que, creo, todavía existe, modernizado: el juego del Estanciero. Había un territorio en disputa: el mapa de la Argentina. Los participantes competían entre sí para quedarse con las propiedades (chacras, estancias, ferrocarriles, compañías) en las que el mapa estaba dividido, hasta que uno lograba acapararlo todo y los demás jugadores se declaraban en bancarrota. Los dados y las posibilidades que la suerte le otorgaba a cada participante, más la atención y un margen de astucia estratégica, determinaban finalmente el triunfo. En el juego del país imaginado que dibuja la literatura, no hay perdedores y tampoco acaparadores. La única meta es la exploración y el descubrimiento. No pasa nada si parece que no llegamos a destino, porque los aparentes desvíos pueden llevarnos a hallazgos inesperados. Nuestro capital simbólico no disminuye, más bien crece, a partir de lo que descubren los demás. Jugamos solos, pero también en equipos que forman redes y gracias a esa pesquisa múltiple los lugares más escondidos se vuelven visibles, y las zonas aparentemente desérticas se muestran habitables, colmadas de recursos y de tesoros. Sobre el territorio geográfico, nuestro país imaginado se abre en un abanico de mundos posibles. Los viajes por la patria literaria me llevaron a tantos lugares que no alcanzo a contarlos: al Infierno cómico de Cacodelphia, junto a Adán Buenosayres y la pandilla de la vanguardia martinfierrista, en la maravillosa novela de Leopoldo Marechal, y también al esquivo Cielo de Rayuela; me embarqué en los viajes intergalácticos de Trafalgar Medrano, el personaje de Angélica Gorodischer que siempre volvía a su ciudad de Rosario para contarlos y seguí a Victoria Ocampo en sus destinos europeos para retornar con ella hacia la Cruz del Sur. Estuve entre los wichís del Chaco salteño, tras Eisejuaz, el chamán desgarrado entre culturas que imaginó Sara Gallardo, y con los yámanas y los selknam, en la Tierra del Fuego de Sylvia Iparraguirre y de Eduardo Belgrano Rawson, y anduve por la puna jujeña de Héctor Tizón, mezclada en la revuelta de Fuego en Casabindo. Acompañé a las inmigrantes italianas de Griselda Gambaro en El mar que nos trajo, y tomé una caña en el almacén de Ramos Generales de Don Manuel, el padre gallego de Gladys Onega en Cuando el tiempo era otro, y así me animé a construir mi propio Árbol de familia. Descubrí las historias de los inmigrantes judíos en la memoria de sus narradores, desde Alberto Gerchunoff a Alicia Steimberg y Silvia Plager. Anduve en los arreos de Fabio Cáceres y de don Segundo Sombra, que eran cosa de gauchos y de varones, pero nadie me echó de ningún lado. Esa es la ventaja que tenemos los lectores, infiltrados como espías. El juego nunca termina. Unos jugadores reemplazan a los otros y el mapa del país imaginado siempre crece. Conocerlo es conocernos. Somos los relatos, los dramas, los poemas, los ensayos que han escrito, escriben y escribirán las hijas e hijos de esta tierra. Solo si sabemos la existencia de ese mapa intangible podremos a nuestra vez leer, como baqueanos, las huellas más profundas en ese suelo que queremos llamar “patria”. Recorrí varias veces la pampa central argentina, a lo largo de mi vida de investigadora y escritora, siguiendo caminos invisibles que casi nadie sospechaba o que habían sido olvidados. Siempre lo hice tras el mapa de los libros: los que leí, pero también los que yo misma había escrito o planeaba escribir. Siempre tuve generosos predecesores en esas rastrilladas, que compartieron conmigo sus secretos para que no me extraviara. Y buenos compañeros con quienes recorrerlas. El primer viaje fue en 1992. Íbamos mi marido: Oscar Beuter, y yo, que aún no habíamos cumplido los cuarenta, y nuestros hijos Alfonso y Leonor, de 11 y 8 años, subidos a bordo de nuestro viejo Mercedes del ’53, buscando la ruta de Lucio V. Mansilla desde Río Cuarto a Leubucó. Nos acompañaba el fantasma de Lucio, que se quedó en mi novela La pasión de losnómades (1994), y en los muchos artículos que escribiría después. Nuestra última incursión fue en junio de 2025: Oscar y yo, ya con más de setenta, fuimos con tres compañeros adultos: el administrador rural Martín Trosset, el cronista Alejandro Seselovsky y el más joven del grupo: Alejandro Marzioni, escritor y profesor de Letras. Ya en la provincia de La Pampa, se nos agregó Norberto Mollo, que no solo es cartógrafo de libros sino etnocartógrafo: sabe por dónde anduvieron los pueblos antiguos y cómo llamaron a cada uno de sus lugares. Nuevamente viajábamos siguiendo a Mansilla, pero también a otro personaje y otro libro: Manuel Baigorria, su contemporáneo, militar unitario que se exilió entre los ranqueles, vivió veinte años en las tolderías y dejó testimonio en sus Memorias de su “pasada y agitada vida”. Como la primera vez, había libros propios de por medio: mi novela Finisterre, publicada en 2005, y la novela en proyecto de Alejandro Marzioni. Baigorria, jefe de la comunidad de indios y de criollos, libres y cautivos, que habitaba al lado de la laguna Trenel, aparece en las dos. Antes, como ahora, hay en esas tierras un país ignoto, sumergido, incluso para los residentes cotidianos en ese mismo suelo, pero no para quienes transitamos el mapa imaginado. Para los que viajamos con ese mapa la superficie de todo lo visible se vuelve densa y profunda como un palimpsesto. Y lo que fue sigue siendo, de otra manera, sustentando lo que es. Por eso, se dice en mi novela Finisterre, “al atardecer, cuando el sol se derrite y gotea sobre el mundo, la pampa se hace translúcida, como si se escurrieran hacia adentro las quemaduras de la luz. Se dejan ver, entonces, los yelmos inútiles y las espadas de óxido, los pies que se extraviaron en el falso camino de la Plata, las espuelas nazarenas y las botas de potro, los fusiles, las lanzas y las carabinas, las mantas con dibujos del sol y de la luna, los uniformes azules y los ponchos rojos, los niños y las madres de todas las matanzas celebradas sin pudor, bajo el cielo radiante.” Pero aun cuando amanece, y todo aquello que fue parece no haber sido jamás, la visión de la poesía lo recupera: “anámnesis”, llamó Platón a ese proceso, reconocimiento. No, en este caso, de las Ideas inmarcesibles, sino de la historia secular de carne y sangre que desembocó en nuestras vidas y aún está en ellas. En ese momento de revelación, donde se unen la geografía y el relato, la memoria escondida se manifiesta y vemos lo que no se mira, porque siempre está. Entonces, el cielo es una tela incandescente hecha de puntos que titilan. Son los ojos sin párpados de los muertos, los ojos que nadie ve, que nadie recuerda, porque ellos son el aire, porque ellos son la luz que todo lo enciende, las constelaciones que siguen alumbrando nuestro país imaginado.

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