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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 08/11/2025 06:34
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente chino, Xi Jinping El encuentro entre Donald Trump y Xi Jinping en Busan no fue simplemente una negociación comercial: fue un episodio en una larga pugna por el orden tecnológico y económico del siglo XXI. Lo que estaba en juego no eran solo tarifas o cuotas de exportación, sino la definición de las jerarquías globales en la era de la inteligencia artificial. La reunión cerró con un acuerdo de apariencia pragmática —una tregua de un año, relajamiento parcial de sanciones, apertura limitada al comercio de microchips y cooperación en algunos temas laterales—, pero el trasfondo fue mucho más complejo. En esa mesa se jugó una pulseada de poder, de soberanía industrial y de supervivencia política. La guerra comercial iniciada por Trump en 2018 transformó para siempre la política económica de Estados Unidos. Lo que al principio parecía una estrategia disruptiva para renegociar los términos del comercio con China se convirtió en el nuevo consenso bipartidista de Washington. Biden no solo mantuvo los aranceles y sanciones de su antecesor: las amplió, endureciendo los controles sobre exportaciones tecnológicas y consolidando la idea de que China no es un socio, sino un rival sistémico. La lógica del libre comercio cedió ante la lógica de la seguridad nacional. El proteccionismo dejó de ser una anomalía trumpista para convertirse en política de Estado. En este contexto, la cumbre de Busan fue más que una foto diplomática: fue un ensayo de administración del conflicto. Trump llegó con una economía que necesita estabilidad antes del calendario electoral y con un complejo industrial-tecnológico que le exige claridad sobre sus márgenes de acción. Xi, en cambio, llegó con una economía fatigada, golpeada por la caída del consumo, el estancamiento inmobiliario y la fuga de capitales, pero también con una ventaja estructural: el control de los recursos críticos que sustentan la revolución tecnológica. China produce cerca del 70% de las tierras raras del planeta, y refina casi el 90%. Sin ellas, no hay chips, turbinas, ni baterías. Esa asimetría se tradujo en poder negociador. Pekín aceptó suspender las amenazas de limitar las exportaciones de tierras raras, pero a cambio logró que Estados Unidos levantara parcialmente las restricciones sobre la venta de chips intermedios, lo que permite a empresas como Nvidia retomar negocios en un mercado que representa más de una cuarta parte de su facturación global. En términos inmediatos, la ganancia fue mayor para China, que preserva su acceso a tecnología estadounidense, aunque sea con limitaciones. Para Washington, el beneficio fue más intangible: evitar que Pekín acelere su autonomía tecnológica mediante sustitución forzada. El acuerdo también dejó al descubierto la naturaleza dual del poder norteamericano: político y corporativo. Las grandes tecnológicas presionaron a la Casa Blanca para evitar un desacople total, conscientes de que un bloqueo absoluto no solo dañaría sus ganancias, sino que consolidaría a China como competidor autosuficiente. El argumento del CEO de Nvidia fue elocuente: mantener a China dentro del sistema —aunque sea parcialmente— garantiza dependencia y previsibilidad. En otras palabras, la apertura limitada no fue un gesto de buena voluntad, sino una estrategia de control. Pero el precio político de esta guerra tecnológica ha sido enorme. Los aranceles y las represalias chinas sobre las exportaciones agrícolas forzaron a Washington a compensar a sus productores con subsidios históricos. El proteccionismo, que alguna vez fue anatema para el establishment, se convirtió en bandera electoral en los estados industriales, redefiniendo la política interna. Trump construyó su narrativa de “reindustrialización patriótica” sobre esa base, y Biden la continuó con su agenda de resiliencia de cadenas de suministro. Ambos entendieron que la competencia con China no es solo una cuestión de comercio exterior, sino de legitimidad política doméstica. Para Xi, el desafío es inverso. Pekín enfrenta una tensión entre su ambición tecnológica y sus limitaciones internas. La economía china muestra síntomas de agotamiento. La desaceleración, el desempleo juvenil y la desconfianza del sector privado contrastan con el esfuerzo colosal del Estado por lograr la autosuficiencia en microchips, inteligencia artificial y robótica. Detrás del lema de la “prosperidad común” se esconde una verdad incómoda: el modelo exportador que alguna vez impulsó el milagro chino ya no alcanza para sostener el crecimiento. De ahí que Xi busque estabilidad externa para concentrarse en la transformación interna. El acuerdo con Trump le da margen para hacerlo sin parecer que retrocede. Sin embargo, ninguna de las partes puede declararse vencedora. Estados Unidos mantiene la ventaja en innovación, software y diseño de semiconductores, pero depende de una cadena de producción que atraviesa regiones vulnerables como Taiwán y el estrecho de Malaca. Pekín controla la base material de la industria tecnológica, pero todavía depende del know-how extranjero para producir los chips más sofisticados, donde la verdadera ventaja estratégica reside. Es una relación de dependencia recíproca, que se asemeja más a un equilibrio del miedo que a una competencia tradicional. La tregua de Busan no resolvió esa contradicción, apenas la administró. Xi sabe que la autonomía tecnológica de China es cuestión de supervivencia nacional, y Trump entiende que la narrativa del enemigo externo seguirá siendo un motor electoral. Ambos necesitan mantener el conflicto bajo control, pero ninguno puede desactivarlo sin perder capital político. El resultado es un escenario de coexistencia tensa, en el que la cooperación económica convive con la rivalidad estructural. La globalización no desapareció: se reconfiguró bajo un nuevo principio, el de la “seguridad estratégica”. Lo que fue una guerra comercial se ha convertido en un proceso de divorcio parcial, donde cada bloque busca blindar sus cadenas de valor sin romper del todo el vínculo. Busan, en este sentido, fue una pausa calculada. Estados Unidos obtuvo tiempo para reforzar su ecosistema tecnológico y coordinar a sus aliados. China consiguió espacio para reorganizar su economía y seguir avanzando hacia la autosuficiencia. Pero la competencia por la supremacía digital, por quién controla los algoritmos, los datos y las infraestructuras del futuro, sigue intacta. El acuerdo de Busan no fue una rendición ni una victoria: fue un reconocimiento mutuo de límites. Estados Unidos y China han entrado en una era de competencia estructural donde la interdependencia es tanto una fuente de poder como una trampa. Ninguno puede romper el vínculo sin dañarse a sí mismo, pero ninguno puede confiar plenamente en el otro. Lo que Trump y Xi sellaron en Corea del Sur fue una paz provisional entre dos modelos que se necesitan y se temen. La guerra tecnológica ya no busca destruir al adversario, sino impedir que crezca más rápido. En ese equilibrio precario se define el siglo XXI: un mundo que no logra elegir entre integración y fractura, entre el miedo y la dependencia.
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