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» El Ciudadano
Fecha: 07/11/2025 09:41
Por Andrea Albertano En tiempos de relatos vertiginosos, Tipas invita a detenerse. La novela de Marina Eleonora Rubio ilumina lo imperceptible: los objetos que nos rodean, los vínculos que nos transforman y los silencios que dejan huella. Desde una mirada sensible, la autora —productora audiovisual y lectora apasionada de Faulkner, Proust y Pizarnik— construye un universo donde la nostalgia, la pérdida y el amor conviven con la naturaleza urbana y los rituales cotidianos. “La vida no se trata de grandes gestas, sino de lo que hacemos a diario”, dice Rubio, y su escritura parece confirmarlo en cada página. La autora, nacida en Rosario, indaga en la memoria afectiva, la naturaleza urbana y las pequeñas acciones que definen una vida. Sus personajes se mueven entre la pérdida y la permanencia del amor, mientras los árboles, el río y el clima se vuelven metáforas de la existencia, en una escritura que oscila entre lo íntimo y lo universal. —La novela se detiene en los rituales cotidianos, los objetos, los gestos mínimos. ¿Por qué elegiste narrar desde esa intimidad? —Porque es lo que me interesa en la vida. Estamos hechos de gestos mínimos, creo que las acciones cotidianas nos definen. La vida para mí no se trata de grandes gestas, sino de lo que hacemos a diario, esas cosas que nadie ve y hablan tanto de nosotros como los objetos que tenemos o no, o los que queremos o no tener. —La pérdida y la ausencia atraviesan la vida de los personajes de manera silenciosa pero intensa. ¿Cómo trabajaste esa sensación de vacío que deja huella en la memoria afectiva? —Desde lo íntimamente personal, evocando sensaciones de pérdida. Es tan bello como imposible ponerse en el lugar del otro porque el único que podemos ocupar (y no fácilmente) es el propio. Es bello porque nos aproxima a la empatía desde el mejor lugar, pero sin efectos reales. Me cuesta mucho entender cómo surgen conflictos por malos entendidos que luego crecen y se transforman en grandes obstáculos dentro de vínculos de amor que propician distanciamientos. Hay veces que parece que ciertos vínculos, para existir, necesitan el conflicto. Aunque yo no lo entienda así, trabajo sobre esa hipótesis en las relaciones que mantienen los personajes de la novela, porque así lo he visto muchas veces, personas que quedan atrapadas en ciertas ausencias. También el amor prevalece aunque una persona haya muerto o no la veamos más; tanto como puede desaparecer en una convivencia con urgencias domésticas. La forma en que muere el amor es un misterio tan grande como la vida. Investigar eso es lo que trato de hacer cuando escribo. —Por otro lado, tu prosa tiene un ritmo cinematográfico y poético a la vez. ¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿De qué te nutriste? —No había prestado atención a eso, muy buen punto. Profesionalmente produje decenas de documentales, tengo la mirada entrenada para el formato audiovisual. Evidentemente eso atraviesa orgánicamente mi forma de escribir. En definitiva, uno es lo que hace, cuando puede hacer lo que le gusta. —¿Qué autores, lecturas o corrientes sentís que te acompañaron mientras escribías Tipas? —En lo cotidiano lecturas de autoras latinoamericanas como Agustina Bazterrica, Selva Almada, Fernanda Melchor, y mis autores de siempre merodeando la cabeza como Tolstoi, Faulkner, Proust, Hemingway, Carrére. Crecí leyendo los clásicos, especialmente novelas. Después, y muy de a poco, Borges, Cortázar, Pou, Bolaño, Zambra y una inmensa lista de nunca acabar. Y la poesía que me acompaña siempre, desde Sylvia Plath hasta Alejandra Pizarnik o T. S. Elliott. —Hay una reflexión constante sobre lo que se conserva y lo que se quema, lo que se recuerda y lo que se olvida. ¿Qué lugar tiene la nostalgia en tu proceso de creación literaria? ¿Creés que la novela propone una forma de sanar y de proteger la memoria? —Escribir es una forma de proteger la memoria, después si no se desdibuja, cambia palabras, lo acomoda todo como quiere o puede. Escribir es una huella, un registro que se quiere dejar para uno mismo y los demás. Los recuerdos son manojos de magia que dentro de un libro se transforman en una historia. Pueden ser hechos que hayan sucedido o no, eso es irrelevante; ya lo dijo Nietzsche: «no hay hechos, sólo interpretaciones». —Las tipas, los árboles y la naturaleza urbana aparecen casi como personajes secundarios. ¿Qué función cumplen dentro de la historia? —Sin la naturaleza no podríamos vivir. Algunas personas viven más conscientes de eso y gozan de esa existencia generosa y para otras es un decorado de la vida, como los edificios o los autos. Escribir sin ser atravesada por lo que nutre, para mí es imposible, por eso hay tres árboles que cumplen un papel fundamental en la novela, especialmente uno, el Gingko Biloba. No encontré mejores metáforas para lo que quería decir que con ellos. —¿Hay una relación simbólica entre los árboles y las emociones de los protagonistas —raíces, ramas, grietas, crecimiento—? —Sí, la forma en que las paredes siguen en movimiento una vez edificadas es interesante. Me gustó prestar atención a eso porque hasta lo más, aparentemente, sólido, tiende a desvanecerse en el aire o frente a nosotros (parafraseando a Marshall Berman). A los vínculos les pasa algo similar, los creemos indestructibles aunque haya grietas que, por más pequeñas que sean, horadan, y de forma inesperada un día nos enfrentan a situaciones impensadas. Lo mismo pasa con las plantas: le prestamos más atención a su crecimiento que al de los propios vínculos. —Los paisajes, la lluvia, el río y el clima dialogan con los estados de ánimo. ¿Cómo trabajaste ese vínculo entre entorno y emoción? —El clima es un protagonista en todos mis escritos. No es lo mismo vivir un día de 35 grados que uno de 2 grados. Esa sensación es la que me interesa transmitir en las situaciones que describo. Porque a los personajes les pasa lo mismo. Sus reacciones están condicionadas por eso, como le pasa a todo el mundo. Y el río… soy rosarina, es muy difícil no sentir el río en mí. Por eso hice participar al Río de la Plata y sus peces junto a uno de los personajes. —En la novela, los afectos persisten incluso cuando las relaciones se rompen. ¿Qué te interesa explorar sobre la permanencia de lo emocional en la vida de las personas? —Todo. Lo que más me interesa es eso. Mi padre murió poco antes de la edición de esta novela. Y sigo amándolo del mismo modo que cuando estaba vivo. Ni más ni menos. Puedo no abrazarlo, que es un dolor enorme, pero no puedo evitar amarlo. La muerte no destruye el amor. Lo mismo pasa con determinadas relaciones cuando se cortan, no desaparecen los sentimientos como si existiera una tecla que apretar. —Cada personaje deja marcas profundas en los demás, aunque sean invisibles. ¿Qué querías transmitir sobre la manera en que los vínculos nos forman, aun cuando desaparecen? —Somos las personas que conocimos y las que dejamos atrás. Las que elegimos mantener en nuestras vidas, los vínculos que alimentamos y cómo y cuánto lo hacemos. Intenté mostrar eso en la novela, cómo esas elecciones nos determinan, o cómo nosotros determinamos esas elecciones (que entiendo en forma dialéctica). —Elementos como un encendedor Zippo, la grieta en el garaje o el amuleto tienen un peso simbólico muy fuerte. ¿Qué papel juegan estos objetos en la historia? —Los objetos que tenemos a mano muchas veces están fijados en nuestra retina como si siempre hubieran estado ahí, naturalizamos su existencia cómo naturalizamos vivir. Hay personas que establecen vínculos sensibles con esos ‘artefactos’ y otras que no. Me detengo en las que sí establecen un vínculo, y no les resulta fácil desapegarse de ellos, me interesa explorar la estructura, el origen de ese nexo y cómo interpela a ese personaje a lo largo de la historia.
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