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» Diario Cordoba
Fecha: 05/11/2025 07:36
En el centro de la pista, una enorme jaula completamente negra de unos 20 metros de altura. Como hilo musical, un zumbido constante sobre base tecno, un piano desquiciado después y electrónica atronadora con bocinas para seguir calentando el ambiente. Los momentos previos al concierto de Radiohead este martes en Madrid, el primero de su vuelta a la vida y a los escenarios tras siete años de silencio, tenían bastante de fiesta oscura y desquiciante. Como si al público le hubieran convocado para presenciar en directo el apocalipsis. Pero fue en su lugar un deslumbrante renacer, la reconexión con su público de una banda a la que se había echado mucho de menos, lo que se pudo ver en un Movistar Arena que, a pesar del llenazo con 17.000 espectadores en el primero de sus cuatro shows madrileños, parecía reservar huecos para que el reencuentro se celebrase sin agobios Arrancaron con el punteo glorioso de Let Down en las manos de Johnny Greenwood y la voz de Thom Yorke zigzagueando con su característico fraseo melancólico, las imágenes gigantes de los dos proyectadas sobre la celosía de la jaula en un rojo algo desvaído que recordaba a las huellas de calor. Dentro, encerrados y en círculo, rodeados por todas partes por una masa enfervorecida de fieles, los cinco músicos de siempre, con el añadido de un percusionista extra rotando entre un sinfín de instrumentos y fabricando todo tipo de sonidos, de las guitarras atronadoras de 2+2=5 a las bases electrónicas brutales de Sit Down Stand Up, estas pespunteadas por un vibráfono. No había terminado todavía esa tercera canción y la pista ya era una rave desatada, con Yorke sacudiendo su melena de ermitaño como si se acabara de escapar de Sirat. Si el cantante se sentaba a veces al piano, Greenwod, con su hermano observándole al bajo, iba probando un poco de todo. En Bloom, una descarga rítmica casi tribal, el compositor de exquisitas bandas sonoras enloquecía con los tambores hasta casi perder el sentido. Pero enseguida cambiaban las tornas y reaparecían esos momentos en los que Radiohead volvían a ser lo que llevan 25 años, desde que publicaron Kid A, sin querer ser, al menos del todo: una banda de rock. Pasó con Lucky, en la que Yorke retomó su canto ondulante para acercarse a la épica rockera más canónica. Los vellos se erizaban y arreciaban los coros, pero tampoco había que fiarse, porque enseguida volvía la farra ravera, con el cantante contoneándose mientras tocaba un pequeño órgano de mano en Ful Stop, un maravilloso engendro entre la electrónica industrial y el krautrock sacado de su último álbum hasta la fecha, A Moon Shaped Pool (2016). No se quitaría el diablo del cuerpo en todo el concierto, mientras las paredes de la jaula se iban levantando para que a los músicos se les pudiera ver cada vez mejor. A lo largo de dos horas de show, los británicos recorrieron una carrera en la que han hecho de todo. Sonaron baladones gigantes, de esos que componían en sus primeros años: la rompecorazones No Surprises de Ok Computer (1997), el álbum que les catapultó a los cielos, o Fake Plastic Trees, uno de los tesoros de The Bends (1995). De Kid A (2000) cayeron entre otras la fiesta cañera que es Idioteque y Everything In Its Right Place, la canción que lo cambió todo cuando ya eran una banda de éxito y se convirtieron en esos bichos raros que, en una época en la que no era tan habitual, cometían la osadía de pasarse a la electrónica y le añadían aliños como el jazz o los experimentos con sintetizadores. La reconciliación relativa con el rock de In Rainbows (2007) se plasmaba en Bodysnactchers, y la más reciente Daydreaming, que ya tiene casi una década, mostraba ese punto de madurez que da acercarse a la clásica contemporánea con un fraseo al piano que podría ser de Max Richter. En dos horas de concierto no hubo más que una palabra, una sola, para el público: un bien pronunciado "gracias". La polémica sobre las medias tintas de la banda con el tema de Palestina no llegó a asomar, ni en ellos ni entre quienes habían venido a verles. Era como si, más allá de las canciones, la comunicación verbal y los problemas del mundo se hubieran quedado fuera, apartados por un espectáculo arrollador en el que toda la comunicación se deja en manos de la música, del ritmo, del gesto y del baile. En las del deslumbrante despliegue sonoro que la banda británica es capaz de desplegar en directo, y que aquí, después de piezas perfectas del mismo álbum como Subterranean Homesick Alien o Paranoid Android, concluyó con un himno eterno como Karma Police. El prodigioso combinado de experimentación y dominio melódico que encarnan todas ellas es el que les situó en su día en la aristocracia de la música mundial y, visto lo visto en Madrid, en ese podium tienen plaza para rato.
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