26/10/2025 05:33
26/10/2025 05:33
26/10/2025 05:32
26/10/2025 05:32
26/10/2025 05:31
26/10/2025 05:31
26/10/2025 05:30
26/10/2025 05:29
26/10/2025 05:29
26/10/2025 05:28
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 26/10/2025 03:17
La aventura del argentino que recorrió África en moto con su papá: el choque cultural y las 500 figuritas de Messi como pasaporte Para Agustín Izquierdo, la vida es un viaje. Y lo que puede ser un lugar común, es todo lo que contrario: lo que él busca para nutrirse son destinos poco habituales, por fuera de los circuitos turísticos. Antes de lanzarse a la aventura, carga en su valija -o en las alforjas de su moto- solo lo justo y necesario, y deja en el lugar de partida lo que sobra, lo que más pesa: los prejuicios. Y así, con una mirada clara y desprovista de todo, busca observar aquel mundo que pocos se animan a ver. O más bien, muchos otros mundos. Algunos, inimaginables. Agustín, que siempre se está yendo -a sus 36 años, ya recorrió más de medio centenar de países-, ahora está de regreso de una recorrida inolvidable de más de once meses por África, que le demandó cuatro años de preparación. En las primeras semanas de esta experiencia estuvo acompañado por su papá, de 64. Luego siguió el camino solo, con su moto, una Yamaha Tenere 700. Hizo 50 mil kilómetros y visitó 25 ó 26 países. Ya perdió la cuenta, no le preocupa: “Nunca me interesó la cantidad de países sino las experiencias”, explica este joven que reside en Barcelona pero creció en Ituzaingó y se recibió de licenciado en Turismo en la Universidad de Morón. Que luego trabajó en un hostel en Perú, en otro en Brasil. Que ordeñó más de 900 vacas dos veces por día en Nueva Zelanda. Siempre, con una misma idea: ahorrar dinero para luego seguir viajando. De ese modo, por caso, pudo darle la vuelta a Australia. “Siempre me gustó estar en otras culturas o sentirte diferente en el lugar adonde vas, porque te ponés en situaciones donde te tenés que ir superando o rompiendo estructuras y prejuicios -dice Agustín-. Uno aprende muchas cosas, te rodeás con gente distinta, y empezás a valorar otras cosas de la vida”. Hasta que un día, Agustín quiso conocer África. Y lo que vio allí todavía lo asombra. “Necesito descansar. Fue mucha información”, sonríe, recordando desde las tribus que conoció por dentro al campo de refugiados de brujas y hechiceros. Y un tesoro, como destacará: las sonrisas, que ahora las lleva en la suya, en la propia. “Fue como estar en un documental, literal. Estás presenciando un ritual, una danza, un canto, con gente que está con sus collares, con sus trenzas, con sus colores, en el medio de Kenia, por ejemplo, y decís: ‘¿Cómo terminé acá?’. Ese es el punto al que a mí me gusta llegar: cuando tu cabeza se pregunta cómo terminó Agustín en este lugar, con esta gente, en este momento”, dice, y se dispone a relatar su experiencia de vida. Agustín Izquierdo y su papá recorrieron África en moto, la entrevista completa con Tatiana Schapiro —¿Cuánto te llevó planificar el viaje por África? —Mucho tiempo. Conseguir la moto apropiada, conseguir equipamiento, ver el tema de las visas. África del Oeste y África Central requieren visas que son bastante complejas de conseguirlas, como Nigeria, Camerún o Congo, por ejemplo. Tenés que ir a la embajada, aplicar, conseguir una carta de recomendación de alguien del país que dicen que vos vas a entrar y ellos van a hacerse cargo, en caso que pase algo. Requiere bastante logística previa. —¿Nunca un all inclusive, una playa tranquilo? —No, no. Por lo menos en este momento de mi vida me gusta meterme en esas situaciones que no son de confort, porque no estás cómodo ahí: dormís donde encontrás, comés lo que encontrás, estás con la gente local. Pero estar en contacto con esas situaciones son las que me llenan de alegría y donde siento que la adrenalina está más arriba. Los all inclusive ya llegarán, en otro momento de la vida. —¿Hay una búsqueda costante de adrenalina? —Sí, es eso. En África Central todo te llama la atención: cada día son anécdotas e historias nuevas. Entonces, la adrenalina está muy arriba porque cada cosa que ves es algo nuevo para nuestros ojos o nuestra cabeza. Estás con las tribus, en las aldeas, y ahí es donde la cabeza no termina de reaccionar. —¿Cómo convenciste a tu papá? —Él es muy fácil de convencer porque le encanta la aventura. Este espíritu lo heredé de él porque siempre le hubiese gustado viajar, pero para esa generación no era tan común salir. Sus padres son españoles que llegaron acá y entonces, con sus hermanos tuvieron que trabajar desde muy chicos. Le conté que quería hacer este viaje y me dijo: “¿Me puedo sumar?”. “Mirá que vamos a ir en moto los dos, vamos a ir incómodos, más en este tipo de caminos, cuando hacen 45 grados”, le respondí. Y ahí nomás me dijo: “Sí, sí, sí”. Siempre el padre lleva al hijo de vacaciones y planea todo, pero acá se invirtieron los roles, y poder compartir esto fue único. Agustín Izquierdo y su padre recorrieron África en moto. —¿Por dónde empezaron el viaje? —Yo crucé de Barcelona a Tánger, al norte de Marruecos, en ferry con la moto. Él voló a Marrakech, que es la ciudad más grande de Marruecos, y yo lo pasé a buscar. Ahí empezamos a bajar hasta Benín, África del Oeste. Fueron dos meses juntos y 10.000 kilómetros. —¿El recorrido ya lo tenían previamente diagramado o iban planificando ahí qué querían hacer? —La primera parte del viaje sí la tenía bastante armada porque hay ciertas zonas de ciertos países que pueden ser riesgosas, por algún grupo extremista, o más inseguras. Tenía que saber por dónde meterme o qué rutas agarrar. Nos metimos en un país que no deberíamos haber ido: Malí. Ahora tiene un gobierno militar y mucha actividad terrorista. Cuando entramos, todo muy bien, la gente muy simpática. Pero al tercer día estamos llegando a la capital, Bamako, y había muchos controles militares por un ataque terrorista que hubo en la ciudad. Nos revisaron en cada puesto que nos veían. Llegamos al último puesto de noche, cosa que no recomiendan por un tema de seguridad. Había una carpita con los militares, paramos la moto, nos sacamos los cascos para que vieran quiénes éramos, y en eso se acercan tres, cuatro militares, con sus armas. Nos empiezan a hablar en bambara, que es su idioma, para ver si éramos locales. Obviamente: no entendíamos nada. Como no respondíamos nos empiezan a gritar y cargan las ametralladoras. Te juro que escucho el ¡clac, clac! de la ametralladora y dije: “No...”. En esos países no perdonan: si te ven sospechoso hay muchas chances de que te pueda suceder algo. Y nosotros, con las manos en alto: “¡Tourist, tourist, tourist!”. Yo estaba que se me salía el corazón del pecho. Mostramos los pasaportes, que tenían un montón de sellos de distintos países y podían probar que éramos turistas. Ahí ya se descontracturaron, estaban más tranquilos, nos reímos un rato. La típica que uno dice: “Argentina”, y te dicen: “Messi”, instantáneamente. Eso siempre nos salva, en cualquier rincón del planeta. No importa en qué parte de África estés, te van a decir Messi, al segundo. Y después, nos dejaron ir. —Estamos en condiciones de decir que Messi te salvó en Malí. —Sí, Messi nos salvó. Ahí y en varias partes también, porque lo aman. —Están locos ustedes. —Sí, esa situación fue bastante extrema. Nunca me lo voy a olvidar en mi vida. No es que esté orgulloso de haber llegado a esa situación porque no está bueno, pero surgió así. No fue lo que planeamos. Y le decía mi papá: “¿Qué hacemos acá? ¿Quién me mandó a meternos en esta situación tan extrema?”. Literal: estás en el medio de la nada, en el medio de África, y si te pasa algo no se entera nadie. El contacto con tribus africanas les enseñó realidades de vida, educación y costumbres muy diferentes. —Para bien o para mal, ¿qué fue lo que más te sorprendió? —Lo que más extraño de África es la sonrisa de la gente. La sonrisa del africano es algo que no lo vi en otro lugar. Es una sonrisa muy humana. Es gente que, literal, no tiene nada: la mayoría de ellos no saben ni qué van a comer hoy a la tarde. Y la gente sonríe y vive el presente de una manera que yo no lo experimenté en ninguna otra parte del mundo. Es una sonrisa muy genuina, muy animosa. El africano también tiene mucha energía: emanan energía cuando cantan, cuando bailan, cuando rezan. Vas a una misa en una iglesia que son tres chapas y parece que estás en un coro, con una acústica impresionante, y no: son seis personas cantando. Les sale de adentro. —¿Cómo están en materia de derechos? —Es muy complejo porque hay muchos derechos que las mujeres no tienen. Ciertos países son más machistas que otros. Algunos hombres tienen muchas esposas. Son temas más delicados que yo, honestamente, no me pude meter demasiado porque ya es más complicado tener ciertas conversaciones. En el norte de Kenia estuve en un lugar llamado Turkana, muy bonito, bastante remoto. Visité una tribu, los samburu. Era una aldeíta muy pequeña. Un señor me muestra su casa: “Acá vivimos ocho personas”, me dice. Él, la esposa y seis hijos. Y me dice: “Esa casa enfrente es de mi otra esposa, y la que está atrás es de mi otra esposa”. Yo escucho todo. Ellos viven a su manera y yo voy ahí como alguien externo, a observar y tratar de entender. —¿Qué pasa con las diversidades? —Ahí no hay mucha mezcla, por lo general. Una tribu no se mezcla con otra, entonces hay muchos grupos étnicos en un mismo país o una misma región. También por eso tienen tantos idiomas: Sudáfrica tiene 11 idiomas oficiales y Zambia, 72. —¿Ustedes se manejaban en inglés? —Sí. Después, en Angola, por ejemplo, hablan portugués, y yo lo había aprendido cuando viví en Brasil, entonces ya la comunicación era más fluida. —¿Viste parejas gays? —No, no. En Sudáfrica sí, pero de hecho, ellos dicen que Sudáfrica no es la verdadera África porque es mucho más desarrollado. También hay mucha más gente blanca, porque allá nos llaman “hombre blanco”, conviven. Ahí sí vi; en el resto de África, no. De hecho, ahora Burkina, Malí, Níger sacaron una ley que si ve una pareja gay van cinco años presos o algo así. Son países muy religiosos, muy conservadores. Pero de nuevo: yo no estaba ahí para juzgar ni nada. Ya de por sí bastante complicado es meterse ahí, sentirse cómodo en un ambiente tan diferente. Las figuritas de Messi funcionaron como salvoconducto en situaciones de peligro y como símbolo de conexión cultural. —En ese querer saber de ellos, ¿qué cosas te llamaron la atención? —Dónde y cómo viven; si son cazadores, pescadores, recolectores o lo que fuera; si tienen sus animales. Ya con saber una mínima partecita de su vida, para mí era un montón. —¿Cómo viven las tribus? —Estuve en dos tribus muy potentes, una en el sur de Angola, que son los mumuila: tienen unas trenzas alucinantes, toda ropa de color, y viven en comunidad, en una chozita que son como de ramas. Cantan y bailan a la noche. Son recolectores. —¿Y los chicos? —Muchos de ellos no tienen educación, no van al colegio, por lo tanto, el único idioma que hablan es el de la tribu. Por ejemplo, si tienen cinco hijos, tres se quedan ayudando a los padres con los animales y dos tienen la suerte de ir al colegio. Con ellos me podía comunicar porque aprendían el idioma del país, que en Angola es el portugués. Esto pasaba también en Kenia y en varios países más: hablando con la gente, me contaban historias parecidas. —¿Cuánta gente puede haber en una tribu? —Eran comunidades grandes. En esta de Angola habría 300 personas. —¿Y cuando fuiste, te quedaste ahí, con ellos? —Sí, sí. La primera vez fui con un angolano que me llevó, porque a veces era complicado llegar ahí. Sí o sí tenías que conocer a alguien que hable el idioma local para poder conectar con ellos. Porque si yo caigo así, con mi moto, me van a decir: “¿Y este qué quiere, quién es?”. A veces te tienen miedo porque nunca vieron una moto así, ni a mí vestido de astronauta; o capaz, muchos no vieron una persona blanca. En algunas tribus me pasó que niños de 8, 10 años, me veían y se largaban a llorar, salían corriendo, porque nunca habían visto a una persona blanca, a ese color de piel. La primera vez que me pasó fue en Congo. Ahí es cuando la cabeza empieza a decir: “Wow, qué tanto falta o qué tan poco llegó la globalización a muchas partes del mundo“. Eso es lo más fascinante: poder ver a la gente sin estar con toda la información externa entendés. O usaban el celular viejo, el chiquitito. La tecnología, la globalización, está copando el mundo, y poder estar en contacto con este tipo de culturas o tribus que no saben qué pasa en el mundo exterior es, para mí, ver la parte humana. Vivieron situaciones de riesgo, presenciaron rituales religiosos y conocieron hombres poligamos. —¿Cuántas veces apelaste a Messi? —Un millón de veces. De hecho, por el camino iba regalando figuritas de Messi a toda la gente: a los militares que me paraban, a los policías, a los nenes. En el norte de Costa de Marfil me para un militar con una ametralladora. “Pasaporte”, me dice. “Soy argentino”, le digo, que era una de las pocas frases que me sabía en francés, y le doy la figurita de Messi. La mira, le da un beso, mira al cielo y dice: “Merci Messi”, “Gracias Messi”. El tipo ahí nomás me abrió, me dejó pasar, me dio la mano. Todos lo queremos a Messi, lo amamos, ¿pero cómo puede ser que sea tan potente en Costa de Marfil? Y muchas veces también era gracioso porque la gente pensaba que yo hermano o amigo de Messi. Pero esa es la inocencia. —¿Parte de la preparación fue juntarte las figuritas de Messi? O sea, ¿hubo una cuestión consciente de llevarte las figuritas de Messi? —Sí, sí. Me habían dicho que el africano te ve blanco y siempre te quiere pedir algo, o dinero, pero de una manera muy amigable, nunca con mucha presión. Y yo no podía dar dinero porque era un año de viaje, imaginate. Pero como sabía que todos los africanos eran muy futboleros, hice 500 figuritas de Messi e iba repartiendo cada vez que paraba. En el sur de Congo le doy la figurita de Messi a un chiquito de 10, 12 años, se la lleva y vuelve: se la había pegado acá, en la remera. Volvió para mostrarme la figurita de Messi. Para nosotros es algo tan sencillo, que no significa nada, y para ese chico era todo. —¿Cómo eran esos días con tu papá? ¿Cuántos kilómetros hacían? ¿Qué pasa si estás en África y te duele mucho una muela? —Estás en problemas... Mirá, era muy relativo: a veces hacíamos 100 kilómetros, otras veces 200 y llegamos a hacer hasta 300. No mucho más porque el estado de las rutas es malo, o son lentas: hay muchos autos, camiones, se cruzan animales, gente, y hay que ir con mucha cautela. Si nos gustaba, a veces nos quedamos dos, tres días en un lugar. Eso iba variando. —¿Cómo era la alimentación? —La primera parte de África era mucho huevo revuelto, sándwich de omelette, porque no nos queríamos arriesgar a probar cosas tan diferentes: si ahí te llegás a sentir mal, no tenés un hospital, o no querés ir porque que te podés enfermar de otra cosa, porque todo es muy precario. Y a veces, el que dice ser doctor no es doctor ni sabe demasiado, entonces puede hacer algo... Hay que ir con mucho cuidado. Esa también es una de las cosas a tener en cuenta. —¿Y el agua? —Siempre compraba agua embotellada. Siempre. Porque tampoco sabías qué tenía. Las ciudades sí son más desarrolladas, hay restaurantes y más opciones, pero yo trataba de evitarlas para ir a los pueblos, que es donde está la verdadera África, el África rural, que es lo que a mí me gusta. Y había gente que tomaba agua del río y me querían compartir, pero yo decía que no porque mi cuerpo no está acostumbrado a eso. —¿Con las tribus, siempre te sentiste seguro? —Sí, siempre. Siempre. En África, la gente es sumamente sencilla. No tienen nada. Pero la gente tiene una bondad... Imaginate, estuve a 50.000 kilómetros, en 25 países durante casi un año, iba yo solo, con mi moto, que llamaba mucho la atención, y en ningún momento alguien se acercó con mala intención. Nadie, nadie, nadie. Uno relaciona África con ciertas situaciones que uno tiene en mente por las cosas que vio, y es lo opuesto. —Con las tribus, nunca una situación de temor. Pero en los controles militares, ¿tal vez un poco más? —Sí, pero también son buenos. Siempre te quieren manguear algo: “¿No tenés algo para la cerveza, para los cigarrillos, para comprarme algo?”. Había que saber cómo decirles que no. —¿En algún momento asusta eso? —Al principio sí porque no sabés cómo tratarlos y tienen armas grandes, ametralladoras. Pero siempre te preguntan de una manera amigable. —¿Qué tal con los animales? —Hice varios safaris: estar ahí y ver al elefante, al león, la hiena, la jirafa, en persona... Es alucinante. Los animales no te van a hacer nada. Yo le preguntaba a la gente de los parques nacionales si el león me podía atacar y me decían que no, porque nosotros no estamos en su cadena alimenticia. Y los animales tienen miedo al humano: no se te van a acercar. Hay que ir con ciertos recaudos, como en cualquier lugar, pero no te van a atacar. Agustín Izquierdo: "Extraño esas sonrisas. No tienen para comer hoy a la tarde y la gente vive con tiene una alegría, una fortaleza y una energía que nunca había visto". —¿Cómo era la religión? —En la parte Oeste de África son musulmanes muy conservadores: hay que tener cuidado, qué es lo que uno dice, qué no, cómo actúa. Pero son gente muy hospitalaria: un poco por su religión, tienen que recibir al viajero y aconsejarlo, darle de comer, ser buenos anfitriones. Y después, Togo y Benín es la cuna del vudú. Magia negra. Estuve en un ritual vudú, son cosas muy extrañas. También fuimos a visitar un templo y había un chico que iba a sacrificar una cabra y una gallina para pedir por trabajo, salud, dinero. Estaba el sacerdote ahí, rezando a los espíritus, derramando las partes de los animales para pedir todo esto... Recontra fuerte. Yo no podía mirar, no me daban los ojos o la cabeza. Y después, en el norte de Ghana, estuve en un campo de refugiados de brujas y hechiceros. Por ejemplo, hubo un caso que en un pueblo que una chica ayudó a parir a una mujer y el bebé falleció. Entonces, a esa chica la consideraron bruja y la expulsaron del pueblo. Este campo de refugiados recibía a toda esta gente. O sea, muchas de estas creencias todavía siguen, están intactas ahí. —¿Cuál es el próximo viaje que estás planificando? —Ahora necesito descansar la verdad porque fue mucha información (risas). Pero voy a volver a África. La adrenalina que uno busca, ahí la encontrás. Y está en todos lados. Es alucinante. En Europa está todo muy desarrollado, muy hecho, y ya sabés con qué te vas a encontrar en los próximos diez metros. En África, hacés diez metros y no sabés si te vas a encontrar con este, con aquel, con una historia, con la otra... —¿Pudiste incorporar esa sonrisa de la que hablabas como un aprendizaje tuyo, sobre las cosas que de verdad importan? —Sí. Exraño esas sonrisas. Y creo que ahora sonrío de una manera más expresiva. Y por las realidades bestiales que vi, no me preocupo por cosas que son sencillas. No tienen para comer hoy a la tarde y la gente vive y tiene una alegría y una fortaleza y una energía que nunca había visto. Si querés contar tu historia escribinos a:voces@infobae.com
Ver noticia original