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» Diario Cordoba
Fecha: 22/10/2025 07:24
En el ágora contemporánea, donde la injuria se disfraza de franqueza y el exabrupto se toma por valor, hemos olvidado una virtud antigua que no pide tibieza, sino temple: la caridad política. No es barniz de modales, sino disciplina del juicio que separa el error de quien lo sostiene, como el orfebre aparta la ganga del oro. La caridad no rebaja la verdad; le quita espuma, le da hondura y la vuelve fecunda, porque la verdad que humilla se malogra y sólo conforta a los ya convencidos. Quien la practica entiende que el adversario no es un réprobo, sino un compatriota con quien compartimos destino. Newman recordaba que la cortesía es la forma mínima de la caridad; despreciarla abre el primer peldaño hacia la barbarie. Sin esa gramática, la vida pública se vuelve zoología: catalogamos bandos, arrojamos etiquetas y expulsamos al distinto del recinto de lo humano. Conviene no confundir caridad con neutralidad. Caridad no es indecisión ni coartada de tibios: es el arte de decir lo verdadero sin humillar; de sostener convicciones firmes con manos limpias y voz serena. Bernanos advirtió que la desesperación es una herejía: también lo es en política cuando se renuncia a persuadir y sólo se aspira a vencer. La caridad mantiene abierta la posibilidad del entendimiento y, si este no llega, preserva la dignidad de la contienda. Las redes han abolido el pudor del matiz; cuanto más feroz la consigna, mayor el aplauso. Pero un país se edifica con frases complejas, no con gruñidos. Burke, en Bristol, recordó que el representante no es un delegado del griterío, sino custodio de su juicio al servicio del bien común; esa cortesía exige escuchar antes de sentenciar, conceder lo concedible y precisar lo imprescindible. Y para memoria de parlamentarismo digno -no arqueología, sino lección urgente-, baste recordar una escena que nos honra: Adolfo Suárez, en la sesión decisiva de la Ley para la Reforma Política, respondió a la acritud con serenidad firme; y Santiago Carrillo aceptó renuncias dolorosas en aras de la convivencia. Nadie abjuró de sus principios, pero todos sirvieron algo más alto que la victoria del día: aprender a hablar sin gritar. No hay reforma posible sin la humilde mecánica de la caridad: reconocer méritos en quien discrepa, admitir sombras propias, celebrar el bien cuando asoma en campo ajeno y callar el agravio inútil. El país necesita discrepantes honorables más que hinchas fieles. Si recuperamos esa gramática -decir sin vejar, discutir sin animalizar- quizá el ágora vuelva a ser plaza. Al caer la tarde, bastará alzar un farol de aceite: no para deslumbrar al otro, sino para vernos la cara Y todavía algo más: devolver a la palabra su carácter de compromiso, rescatar la promesa de la trastienda del cinismo. La caridad política no pide que nos abracemos, sino que nos sostengamos en el filo de la verdad sin empujar al vecino al abismo. Cuando esa cortesía del entendimiento se haga costumbre -como un hábito que huele a cuero viejo y a tinta fresca-, el Parlamento recuperará su dignidad y la patria su tono bajo. Entonces, quizá, vuelva a ser posible disentir sin deshonrar, pactar sin traicionarse y, sobre todo, gobernar sin devorarnos. *Mediador y escritor
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