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  • La sensibilidad como brújula en relatos donde la consagración no es el único desenlace posible

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/10/2025 14:38

    Debbie Maniowicz reflexiona sobre los relatos de éxito y la importancia de mostrar historias con finales alternativos Es de noche y la casa está en calma. Mis tres hijos en pijama se disputan un lugar en la cama grande. Agarro un libro y leo en voz alta la historia de una mujer brillante —una de esas que llenan las colecciones para chicas— contada en páginas cortas, con retratos impecables y un final pulido: medalla, foto, ovación. Cierro el libro y pregunto qué les pareció. El de siete suelta: “¿Y si no ganaba la final?”. Respondo rápido, con lo obvio: que seguro lo iba a volver a intentar hasta quizás algún día ganar. Pero la pregunta me queda dando vueltas. No era solo ese libro. Era la lección escondida detrás de tantos relatos que consumimos sin pensarlo. La mayoría de películas, libros, obras de teatro terminan con la misma postal: el podio, el aplauso, el estadio lleno. Como si el único final aceptable fuera la consagración. ¿Cuántas películas terminan con una protagonista que se retira dos minutos antes de la hazaña porque entiende que no quiere pagar ese precio? ¿Con un personaje que puede vender una patente millonaria y decide, a último momento, no llevarse un peso y donarlo a la ciencia? Como escribió Juan Sasturain en Manual de perdedores, nos educan para ganar como si fuera la norma, pero la vida suele parecerse más a una cadena de tropiezos y derrotas. Tal vez lo importante no sea coronar la cima, sino aprender a vivir también en la intemperie de lo que no sale como esperamos. El libro destaca figuras como Delfina Pignatiello, que eligió retirarse del podio para priorizar su bienestar personal (Foto: AFP) Pasaron dos meses. En la mesita de luz hay un cuaderno lleno de tachaduras. Nombres que entran y salen como si jugaran a las escondidas conmigo. Anoto a Charly García. Lo borro. Vuelve a aparecer más abajo. Pongo a la científica Raquel Chan. La tacho. La escribo otra vez. Una deportista se cuela, me convenzo de que sí, al rato ya no estoy tan segura. El cuaderno se volvió un mapa de indecisiones: quería mostrar referentes distintos, pero ¿a quiénes? ¿Con qué criterio? Había días en que me parecía imposible elegir. El proceso del libro fue caótico y vivo. Mis hijos probaban cada texto en tiempo real: yo se los leía antes de dormir, y sus reacciones eran mi termómetro más honesto. Si preguntaban demasiado, había que reescribir. Si se quedaban en silencio, sabía que algo había funcionado. Y cuando pedían más —como aquella vez que quisieron ver videos de Martín Kremenchuzky, triatleta ciego, entrenando con sus guías—, para mí era un gol. Una noche, después de leer la historia de Delfina Pignatiello —la nadadora que se animó a correrse del podio cuando entendió que no era feliz—, mi hija de diez me miró seria y dijo: “No puedo creer que se haya retirado cuando todos le decían que era buenísima”. Esa frase valía más que cualquier crítica literaria. Esa noche entendí que no alcanzaba con que yo lo supiera. Ellos tenían que crecer sabiendo que también es válido bajarse de un proyecto, correrse del centro, tomar otro camino. También me acompañaban mis propios fantasmas. Durante años sentí que tenía que elegir una sola dirección: periodista, doula, escritora, emprendedora. Como si ser muchas cosas a la vez estuviera mal. Sensibles me confirmó lo contrario: que la identidad también puede ser múltiple, que la riqueza está en la mezcla. Quizás por eso me identifiqué tanto con Agustín “Rada” Aristarán, que hace humor, música y magia, y durante mucho tiempo escuchó que tenía que definirse. Su historia me recordó algo que yo misma había olvidado: que está bien moverse, cambiar, probar, ir y volver. Que no hay un único rumbo posible. Algunos días me entusiasmaba como si estuviera armando un rompecabezas nuevo. Otros me dejaban frente a la hoja en blanco convencida de que no iba a lograrlo. Treinta y cinco historias al principio me parecían un universo. Con el tiempo entendí que cada elección arrastraba la sombra de otras posibles. La inclusión de Franco Colapinto subraya la importancia de mostrar trayectorias reales, con incertidumbres y desafíos (Foto: REUTERS/Edgar Su) Lo que importaba no era contar toda la historia, sino elegir desde dónde mirarla. Encontrar el gesto que revelara lo más humano de cada personaje. Podía ser el pelo blanco de Marta Argerich, que se volvió un símbolo de rebeldía. O Duki, que fue la oveja negra de la familia y terminó revirtiéndolo, logrando que su mamá, su papá y su hermano quieran trabajar con él. El desafío era ese: decidir qué resaltar para que en cada retrato aparezca la sensibilidad convertida en fuerza. La última historia en entrar fue la de Olga y Leticia Cossettini, dos hermanas que en los años treinta crearon en Rosario una escuela tan revolucionaria que todavía hoy incomoda. Cuando terminé ese capítulo entendí que el libro estaba completo: necesitaba una invitación a cuestionar cómo aprendemos. El libro termina con Franco Colapinto. Un chico de apenas veintidós años que corre en la Fórmula 1, con días buenos y días malos, con victorias y tropiezos a la vista de todos. Muchos me preguntan por qué lo incluí si su presente es incierto, si todavía no sabemos hasta dónde llegará. Justamente por eso: porque Sensibles no busca mostrar carreras perfectas sino vidas reales, con contradicciones, dudas y la incertidumbre que forma parte de cualquier búsqueda. Quizás todo empezó aquella noche en la cama grande, cuando mi hijo preguntó qué pasaba si una tenista no ganaba una final, si así y todo nos acordaríamos de ella. Desde entonces entendí que lo que necesitaba contar eran historias donde la sensibilidad fuera una brújula posible. Y que lo que necesitábamos no eran héroes perfectos, sino finales distintos.

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