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  • El maleficio político de las buenas intenciones

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/10/2025 04:42

    Plaza de Mayo (Gustavo Gavotti) La diferencia que realiza Emmanuel Levinas entre sacralidad, santidad y hechicería parece escrita para la Argentina contemporánea, donde la relación entre política y ciudadanía es un ciclo vicioso de encantamiento y decepción permanente. Para Levinas, lo sagrado es el ámbito de lo impersonal donde el humano es absorbido por una potencia que lo supera y neutraliza, siendo anterior a toda ética. Por eso, su peligrosa cercanía con la idolatría absolutizando lo relativo o divinizando el ser. Es el riesgo siempre inminente y que, en política, se manifiesta cuando el poder se torna intocable, cuando el líder, la ideología o el Estado adquieren un carácter divino sustituyendo la Ley. Allí la política pasa de ser ética para convertirse en teología civil, donde la fascinación reemplaza al juicio. Lo santo, en cambio, es la ética que nace en la relación humana. No absorbe ni fascina, más bien ordena, obliga y despierta a la responsabilidad. Por eso, desacralizar el mundo frente a las divinizaciones de la naturaleza, del poder, del líder o de las ideologías, es un proceso ético contra la idolatría de las cosas y de los hombres, una liberación de toda fascinación de poder, donde la ética se manifiesta en justicia, hospitalidad y responsabilidad hacia el prójimo. En política, la santidad es la que reintroduce la ley allí donde la sacralización del poder pretende suspenderla. La hechicería, idolatría disfrazada, falsea la santidad. Allí el humano es absorbido por la subjetividad, perdiendo libertad, responsabilidad y conciencia situada. Es una esclavitud ontológica donde el sujeto queda atrapado en su subjetivismo o en la ilusión de dominar o servirse del otro. Un encantamiento que reduce al individuo a su solipsismo, anulando su capacidad de reconocer y responder al otro. En lo político, es la metamorfosis del poder sagrado en relato mágico donde el hechicero no pide fe en Dios, sino en su propio discurso que promete redención sin obligación ni responsabilidad. Santidad y hechicería se diferencian tanto como la vida exterior de la interior. La santidad se basa en el cumplimiento de la Ley, mientras que la hechicería la sustituye por una pureza de intención. Es la diferencia entre religión y espiritualidad, eliminando de la primera las normativas y pretendiendo resolver todo conflicto mediante buenas intenciones, amor y entidades mentales. Es la ilusión de servir al hombre sin hacer servir al hombre, invirtiendo los preceptos concibiéndolos para el hombre y no al revés. La modernidad, según Max Weber, desencantó al mundo al sustituir el mito por la razón. Pero Levinas advierte que ese desencantamiento no condujo a la ética, sino que mutó en un nuevo hechizo, la egolatría. El hombre moderno no tiene Dios, ni el político ideología, creen en su propia narrativa, relatos o intenciones. Por eso la hechicería ya no está en los conjuros, sino en las declaraciones de virtud. La política y la ciudadanía argentina viven bajo esa hipnosis. Cada crisis promete salvación, cada cambio de ciclo anuncia una refundación, cada líder se presenta como portador de la transparencia y solución. Y el ciudadano, desencantado por los hechos, pero crédulo por las intenciones, vuelve a dejarse seducir por vocabularios redentores desprovistos de ley, de responsabilidad y de realidad. Cuanto más se invoca la ética, menos se la cumple; cuanto más se pronuncia la justicia, menos se la ejerce. Levinas, en una de sus Lecturas Talmúdicas, describe cómo los sabios judíos desencantaban los hechizos mojando los objetos con agua fría. El encantamiento consiste en calentar las mentes hasta ver lo que no existe e invertir el juicio, haciendo pasar lo absurdo por sentido y la subjetividad por evidencia. El desencantamiento, enfriando la mente, la despoja de ilusión devolviéndola a la realidad restituyendo la objetividad del hecho. La política argentina necesita esa prueba, desencantar a los políticos evaluando si sus discursos resisten el contacto con los hechos, con la ley y la justicia efectiva. Lo único que basta es el cumplimiento. Las intenciones, declaraciones y todo lo demás pertenecen al orden de la hechicería, esa forma de encantamiento moral que convierte la fe pública en espectáculo. Cada gobierno promete rescatar a la nación de su maleficio anterior con palabras encantadas tornando la política en liturgia donde Estado, república o cualquier lema se transforma en deidad discursiva, haciendo funcionar el hechizo hasta que el agua fría los toca. Resulta imperativo que la ciudadanía deje de caer en la tentación de la tentación. No se trata sólo de no ceder ante lo deseado o atractivo pero prohibido o perjudicial, sino de la ambigüedad de querer conservar la libertad mientras se goza del sometimiento. Es la ilusión de seguir independiente mientras se es absorbido por aquello a lo que uno se entrega. Un encuentro con el vicio pretendiendo ser experiencia controlada. Todos quieren demostrar que no son como los anteriores, pero repiten los mismos hechizos. Todos quieren gobernar sin asumir la responsabilidad. La tentación de la tentación es el momento en que el político y el ciudadano creen poder probar sin consecuencias, instrumentar el populismo sin cometerlo ni padecerlo, usar el poder sin corromperse y otorgarlo ni padecerlo. Es el hechizo para evadir la responsabilidad convirtiendo la política en un conjunto de intenciones bajo la convicción que estas bastan para purificar el acto, cuando en verdad la ética comienza justamente donde la intención deja de bastar. Por eso, la Ley, para Levinas como para la tradición talmúdica, es la salvaguarda de lo sagrado y lo santo ante la espiritualidad y la hechicería, preservando la realidad de los hechos ante la ilusión de las intenciones. Porque la ley enmarca el deseo de bien en una estructura concreta de responsabilidad, así como la institucionalidad política debería ser el límite que evita que las reservas mentales se transformen en delirio. Este necesario desencantamiento no es desesperanza sino una pedagogía de la realidad, una forma de mirar el mundo sin velos. En política, significa juzgar a los líderes no por su retórica, sino por sus hechos; no por sus promesas, sino por su eficacia ética. La frialdad del agua no es desinterés, sino la temperatura del juicio moral. Porque el verdadero peligro no es la falta de fe, sino su exceso, la fe ciega en las propias palabras que convierte la política en hechicería al sustituir la acción por la intención, la ley por el relato y la justicia por la empatía. Si, como dice Levinas, la santidad comienza donde lo sagrado termina, en términos políticos eso implica pasar de la fascinación al respeto por el ciudadano anónimo. No necesitamos redentores ni hechiceros, sino hombres y mujeres que acepten la frialdad de la ley como condición de justicia. Desencantar la política argentina aplicándole la prueba del agua fría, es medir la distancia entre el verbo y el hecho, entre la promesa y la ejecución. La hechicería termina cuando el hervor de los discursos se enfría al contacto con la realidad y se atempera para el juicio moral. Porque mientras sigamos creyendo que la intención basta, el país seguirá bajo el encanto de purificarse cíclicamente con meras palabras para nuevamente decepcionarse. Y la tentación de la tentación, esa inveterada ilusión de estar al mismo tiempo fuera de todo pero participando de todo, pudiendo rozar el mal pero sin sucumbir, seguirá siendo el hechizo más persistente que causa nuestra degradación más profunda.

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