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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/10/2025 06:43
La madurez emocional y la autonomía simbólica son claves para un liderazgo político eficaz Hay una constante en el devenir humano que nos atraviesa, como individuos y como sociedad: la búsqueda de la figura del padre, en enfoque psicoanalítico. Freud la analizó en su ya clásico Tótem y tabú (1913), desentrañando la necesidad primigenia de un líder que ordene el caos, que dicte la ley, que dé sentido a la tribu. Y en esa búsqueda también elegimos a nuestros gobernantes -nuestros tótems- con la esperanza de que nos muestren el camino, que tomen las decisiones cruciales y que nos protejan de lo que no entendemos, o de lo que entendemos pero que solos no podemos hacer demasiado, o nada. Pero la paradoja de esta búsqueda, en lo que aquí proponemos, en ocasiones no está en nosotros, sino en el elegido. En aquel hombre o aquella mujer que, ungidos por el voto popular, se sientan en el sillón del poder y descubren que la soledad del liderazgo les es abrumadora. Que las decisiones que antes parecían sencillas -cuando se enuncian antes de acceder al poder- ahora tienen consecuencias no deseadas, ni buscadas, o nunca previstas. Que la responsabilidad de ser “padre” de una sociedad que lo elige es un peso que, a veces, parece insoportable. Y en ese momento, al que elegimos para que sea el padre, de repente, también necesita uno. Busca desesperadamente consejos, directivas, una voz que le dé la certeza que él mismo no tiene, que decida por él, sin solución de continuidad. El soberano, el pueblo, pide un padre, pero a menudo elige a un hijo que todavía busca el suyo, lamentablemente. La conceptualización de Freud y el aporte lacaniano: cuando la función simbólica del padre falla En Tótem y tabú (1913), Freud formula una hipótesis tan provocadora como fecunda: la cultura, la religión y la política tendrían su origen en un acto violento fundante, el parricidio primordial. En la horda primitiva, un padre todopoderoso concentraba el poder, el acceso a las mujeres y, por ende, revestía la autoridad absoluta; hacía y deshacía a su antojo. Los hijos, excluidos y resentidos, se unieron para matarlo y liberarse de su dominio. Ese asesinato no fue un simple episodio, sino el acontecimiento inaugural que puso en marcha la organización social, según el padre del psicoanálisis. La liberación, sin embargo, no trajo armonía. Pronto, los hijos descubrieron que el crimen generaba una culpa inconsciente insoportable. Para aplacarla, restituyeron simbólicamente la figura paterna bajo la forma de un tótem -generalmente un animal sagrado- que funcionaba como representante del padre muerto. En torno a ese tótem se erigieron los primeros tabúes: la prohibición del incesto, la exogamia -renuncia a las mujeres del clan del tótem- y del parricidio. Así, el padre eliminado regresaba como ley simbólica, organizando la vida comunitaria y sentando las bases de la moral, la religión y el derecho. Lo decisivo de esta hipótesis es que la sociedad humana nace de una ambivalencia irresoluble: la necesidad de emanciparse de la figura paterna y, al mismo tiempo, el deseo de conservarla como garante de orden y sentido. Cada vez que buscamos líderes fuertes para resolver nuestras incertidumbres, reeditamos inconscientemente ese drama originario. El gobernante, convertido en nuevo tótem, encarna la autoridad necesaria para evitar el caos. El problema surge cuando ese líder no está a la altura: cuando en vez de ser referente de la ley, se transforma en un hijo más, buscando él mismo un tótem, un “padre” que lo conduzca, que tome su lugar en los momentos críticos. La paradoja del poder se desnuda: la sociedad se infantiliza esperando salvación, y el líder se infantiliza buscando conducción en Otro que lo libere de la carga de decidir. Desde la perspectiva lacaniana, esta falla se comprende en términos de función simbólica. Para Lacan, el padre no se reduce a la figura biológica del progenitor, sino que encarna lo que denomina el “Nombre-del-Padre”: el significante que introduce la ley, la prohibición del incesto y, con ello, la posibilidad misma de estructurar la subjetividad. Sin esta mediación, el sujeto queda atrapado en una fusión imaginaria, imposibilitado de acceder al orden simbólico, con las consecuencias disfuncionales que ella acarrea en la psiquis del sujeto; en nuestro caso, la del gobernante elegido. La función paterna, entendida así, no depende de la presencia real ni de la autoridad concreta, sino de su eficacia simbólica: es aquello que corta, separa y abre el acceso al lenguaje, a la cultura y a los lazos sociales. Por eso Lacan distingue entre el padre real (el individuo concreto), el padre imaginario (la figura fantaseada) y el padre simbólico (la función que organiza el deseo). Allí donde esta función falla -como en el gobernante que busca su propio tótem, en la hipótesis de este artículo- el sujeto político revela su fragilidad: en lugar de encarnar la ley, queda reducido a un hijo que nunca pudo separarse de la necesidad de amparo de un Otro. La necesidad del Padre y la vulnerabilidad a la trampa sistémica Cuando un gobernante, con deficiente estructura subjetiva, busca a ese Otro -ese “tótem” que lo salve-, puede quedar vulnerable para ser atrapado en lo que denominamos la trampa sistémica. Aquí aparece la lógica del “cambio que no cambia”: el vaivén político que oscila entre gobiernos de derecha y de izquierda, entre ajustes y desregulación de un lado, y redistribución e intervención estatal del otro. Sin embargo, tras cada giro ideológico, los problemas estructurales permanecen intactos. Lo que se presenta como una transformación resulta ser, en realidad, una mutación superficial del sistema. El sistema se reconfigura, cambia de discurso, de símbolos y de color partidario, pero mantiene inalterables sus reglas subyacentes. La pregunta es inevitable: ¿quién se beneficia de esta inestabilidad controlada? La hipótesis es que un poder fáctico de base económica logra asegurar ganancias extraordinarias en cada transición. Devaluaciones, privatizaciones, estatizaciones, cambios abruptos en las reglas de juego: todos ellos son momentos críticos que generan rentas excepcionales para aquellos que disponen de capital e información suficiente para anticiparse. Desde esta perspectiva, el péndulo político no es un accidente, sino una condición de posibilidad para que ciertos actores acumulen poder y riqueza. En este marco, la carencia de una sólida estructura subjetiva del gobernante lo convierte en presa fácil de esos poderes fácticos. La necesidad de un Padre, de un tótem que lo sostenga, lo vuelve manipulable: un sujeto que no gobierna, sino que es gobernado. El líder se transforma entonces en un simple engranaje de una maquinaria mayor, útil para legitimar un juego en el que los verdaderos beneficiarios permanecen en las sombras. Así, lo que se presenta como proyecto político deviene, en realidad, en la repetición de un guion escrito de antemano, donde “todo cambia para que nada cambie”. La deslegitimación del mandato popular La necesidad de un gobernante de encontrar en un Otro -ese padre simbólico del que carece, que lo sustituya en sus decisiones- deslegitima el mandato primario del soberano, de la sociedad que lo eligió. El ciudadano no elige para que Otro decida en lugar del elegido, sino para que sea él quien asuma la responsabilidad de gobernar. Cuando el gobernante delega su poder en los intereses de los poderes fácticos, en la tutela de otro dirigente, de otro Estado poderoso, en asesores inescrupulosos, etc. traiciona la confianza depositada en él y profundiza la decepción colectiva. Cada frustración repetida erosiona la credibilidad institucional y refuerza la sensación de que la política no ofrece más que promesas que no se concretan y percibe que, son los ganadores, los de siempre. En esta dinámica, la búsqueda de un Padre no se detiene en el momento de la elección: se reitera en cada crisis y en cada decisión. Allí se pone a prueba la madurez estructural y emocional del gobernante. Solo un líder con una identidad subjetiva resuelta, con valores firmes y con autonomía simbólica, puede resistir la tentación de entregar su soberanía, su poder -y su responsabilidad- a quienes se disfrazan de sus salvadores. La fortaleza de un dirigente no radica en proyectar omnipotencia, sino en no quedar reducido a un hijo necesitado de un Otro que decida en su lugar. En última instancia, esta es también una tarea colectiva. No se trata solo de exigir líderes “fuertes”, sino de aprender como sociedad a elegir con conciencia crítica y no únicamente con esperanza. La verdadera libertad política se alcanza cuando dejamos de depender de mitologías paternas y asumimos que un líder democrático debe encarnar la ley de la soberanía popular, no buscarla en otro tótem. Una comunidad será tanto más libre cuanto menos necesite depositar su destino en figuras que prometen encarnar al Padre ausente. El antídoto de una emocionalidad sana La paradoja que nos planteamos tiene un antídoto, y no es ni utópico ni inalcanzable. Reside en la estabilidad emocional y la autonomía de pensamiento que muchos elegidos han tenido, sin necesidad de apelar a ningún tótem que los salvara o rescatara. La fortaleza para decidir autónomamente no es una característica secundaria; es el corazón mismo, necesario mas no suficiente, de la función sana y eficaz de gobernar. Un gobernante con una identidad resuelta es aquel que ha pasado por un proceso de maduración emocional y psicológica. Sabe quién es, cuáles son sus valores -y sus límites-, cuál es su visión y método. Esta certeza interna le otorga la autonomía necesaria para enfrentar las circunstancias más difíciles sin tener que recurrir permanentemente a la voz de un “Otro” que lo salve. Un líder emocionalmente estable no se deja llevar por el pánico, el ego o la necesidad de complacer. Puede analizar la situación con objetividad, sopesar las consecuencias y tomar la decisión que considere correcta, incluso si es impopular. No es infalible, puede equivocarse y puede rectificar, pero decide él. En síntesis, gobernar no es ocupar un lugar simbólico heredado ni refugiarse en la voz de un Otro que brinde certezas prefabricadas, interesadas, oportunistas. Gobernar implica sostener la soledad del poder con una identidad subjetiva firme, con convicciones claras y con la serenidad suficiente para enfrentar la incertidumbre. Un gobernante emocionalmente estable puede resistir el vértigo de la presión social, la seducción de los poderes fácticos y la tentación de convertirse en un hijo que busca constantemente un padre. Esa madurez no solo protege al propio líder, sino que garantiza que las decisiones respondan a su convicción y no a la necesidad personal de ser guiado, conducido. La democracia se debilita cuando el gobernante abdica de su autonomía y se infantiliza frente a un tótem que lo suplanta. Se fortalece, en cambio, cuando quienes asumen la conducción se sostienen en su propia consistencia, capaces de atravesar las tormentas sin renunciar a la brújula interna. Solo así la política puede dejar de ser la repetición inconsciente de un drama arcaico y convertirse en el espacio donde la sociedad democrática, a través de sus líderes elegidos, ejerce plenamente su soberanía.
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