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  • Ushuaia ante el desafío de crecer sin perder su alma

    Usuhahia » Diario Prensa

    Fecha: 13/10/2025 12:24

    La comunidad de la memoria. Ushuaia se ha transformado, en apenas unas décadas, en una de las ciudades de más rápido y constante crecimiento poblacional del país. Desde fines de los años setenta, el ritmo de expansión ha sido tan vertiginoso que quienes nacieron o crecieron aquí apenas reconocen la ciudad de su infancia. El perfil arquitectónico cambió, el parque automotor se multiplicó hasta el colapso y las calles antes tranquilas se volvieron un espacio de tránsito agitado. Los antiguos pobladores, hoy minoría en su propia tierra, caminan por un paisaje urbano que les resulta cada vez más ajeno. Es la misma ciudad, pero ya no es la misma. Este fenómeno produce un sentimiento particular, difícil de nombrar: una mezcla de desarraigo en el propio suelo, nostalgia por lo perdido y necesidad de reencuentro con lo conocido. Muchos vecinos describen la experiencia de caminar por Ushuaia como un ejercicio nostálgico, los lugares de referencia desaparecen o se transforman, y la memoria de lo vivido encuentra pocos anclajes en el entorno físico. En ese contexto, el encuentro con una cara conocida en la calle se convierte en un acto profundamente significativo. Dos antiguos pobladores se reconocen y, en un simple saludo, recuperan la ciudad de ayer. Allí se activa lo que podríamos llamar una “comunidad de la memoria”: un pacto tácito entre quienes vivieron la misma transformación y conservan las mismas imágenes del pasado. La empatía surge espontánea porque, más allá de las diferencias personales, comparten la certeza de haber habitado una Ushuaia distinta, más pequeña, más íntima. Este gesto encierra también un modo de resistencia cultural. Frente a la expansión avasallante, los viejos pobladores se reconocen como testigos de continuidad. Son guardianes de un relato que el crecimiento demográfico amenaza con diluir. Cada encuentro, cada mirada cómplice, refuerza la idea de que todavía existe un hilo invisible que une al presente con aquella ciudad de casas bajas, calles tranquilas y rostros familiares. Podría definirse como un duelo urbano, la necesidad de elaborar la pérdida del paisaje cotidiano, de reconocer que aquella ciudad ya no existe y, al mismo tiempo, mantener viva su memoria en los vínculos humanos. Así, el saludo en la vereda deja de ser un gesto trivial, es un recordatorio de que la historia de Ushuaia no solo está en los edificios ni en las estadísticas, sino en la experiencia compartida de quienes la vieron crecer hasta volverse irreconocible. Pero la memoria no vive solo en las personas, necesita también anclajes materiales. Una plaza, una casa antigua, un edificio emblemático o un monumento permiten que los recuerdos individuales se conviertan en memoria colectiva. Son esos elementos concretos los que hacen posible que la ciudad sea, al mismo tiempo, moderna y fiel a su historia. Cuando persisten, refuerzan la identidad; cuando desaparecen, empujan a los antiguos pobladores a una mayor sensación de desarraigo. Aquí se suma un elemento doloroso: el poco apego institucional hacia esos símbolos. Con frecuencia, los monumentos históricos son abandonados, los espacios públicos se banalizan con intervenciones precarias y las casas antiguas caen en ruina o son reemplazadas por nuevas construcciones sin criterio patrimonial. Lo que podría ser motivo de orgullo —preservar las huellas antiguas en medio de la modernización— se convierte en una herida colectiva cuando el descuido borra las raíces visibles de la memoria. Así surge un doble desarraigo: por un lado, el cambio demográfico y urbano inevitable; por otro, la falta de cuidado consciente hacia lo que aún podría sostener la continuidad histórica. Los antiguos pobladores no solo ven transformada su ciudad, sino que constatan que los pocos símbolos que sobrevivieron a esa transformación no reciben la protección que merecen. El encuentro con un rostro conocido, que debería traer únicamente complicidad y calidez, adquiere entonces un sabor agridulce, reafirma la pertenencia, pero también subraya la pérdida. Esta ausencia de cuidado hacia los anclajes materiales no solo afecta a los residentes de larga data. También repercute en la construcción de identidad para quienes llegaron en tiempos recientes. Una ciudad que no protege sus monumentos ni valora sus símbolos transmite una imagen de superficialidad, lo importante es el uso inmediato, no la significación profunda de los espacios. Así, el visitante recibe un relato incompleto, y el poblador siente que lo más valioso de su historia se reduce a un decorado. En definitiva, Ushuaia enfrenta el desafío de crecer sin perder su alma. Los antiguos pobladores lo saben, cada vez que se cruzan y se reconocen, rescatan un fragmento de la ciudad que fue. Pero para que esa memoria se sostenga y se proyecte hacia el futuro, es necesario que encuentre también raíces físicas en el paisaje urbano. De lo contrario, la comunidad de la memoria quedará confinada a los recuerdos personales, sin posibilidad de convertirse en un verdadero legado colectivo. La ciudad que cambia es inevitable; lo que no debería serlo es el descuido hacia los símbolos que la hicieron única. Preservar esas huellas no es un gesto de nostalgia sino un acto de responsabilidad, un compromiso con la identidad de Ushuaia y con el derecho de sus habitantes —viejos y nuevos— a reconocerse en un mismo relato. Porque, al final, la historia de una ciudad no se mide solo en estadísticas de crecimiento, sino en la capacidad de mantener viva la memoria que le da sentido.

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