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  • Desregular conciencias, la otra revolución liberal

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 09/10/2025 02:37

    Javier Milei y Federico Sturzenegger, ministro de Desregulación y Transformación del Estado Por primera vez en décadas, la Argentina vive un proceso de transformación que no busca administrar la decadencia, sino romperla. Bajo el liderazgo de Javier Milei y con la labor técnica del Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, el país empieza a recorrer el mismo sendero que a fines del siglo XX emprendieron las naciones más exitosas de Europa del Norte y del Este: un camino de libertad económica, modernización y eficiencia institucional. Pero hay una diferencia sustancial: mientras aquellas reformas surgieron de una necesidad estructural tras el colapso del socialismo, las de la Argentina nacen en un terreno donde el populismo aún conserva poder cultural. En los años 80 y 90, países como Estonia, Finlandia o Suecia entendieron que el Estado debía transformarse para sobrevivir. Estonia, por ejemplo, pasó en una década de ser una república soviética atrasada a convertirse en el “tigre báltico”, con una economía digital y abierta al mundo. Lo hizo reduciendo drásticamente la burocracia, privatizando empresas estatales, simplificando regulaciones y abrazando la innovación. La filosofía era clara: cuanto menos tiempo gasta un ciudadano en trámites, más tiempo dedica a producir y crear. Ese espíritu de eficiencia, desregulación y gobierno limitado es lo que impulsa a la cartera de desregulación de Federico Sturzenegger. Su tarea de desmontar las telarañas normativas que durante décadas sofocaron la economía argentina ya cuenta con la derogación o modificación de 1.076 normas. Y aún queda mucho por hacer: el gobierno dice que apenas el 15% de la desregulación programada. La diferencia con las reformas europeas radica en el contexto social. A fines del siglo XX, los países europeos del Este sabían que el modelo estatista había fracasado. Habían visto el derrumbe de la Unión Soviética y la ineficiencia de la planificación central. En la Argentina de 2025, en cambio, el populismo aún conserva fuerza política y emocional. Millones de personas todavía creen que el Estado puede ser el salvador, pese a décadas de inflación, pobreza y corrupción. Por eso, las reformas de Milei no son solo económicas: son culturales y morales. Buscan revertir la mentalidad del subsidio por la del mérito, la de la dádiva por la del esfuerzo. No se trata únicamente de desregular mercados, sino de desregular conciencias, de liberar a la sociedad de la idea de que la prosperidad depende de un decreto o un plan asistencial. En ese sentido, el desafío argentino es incluso más profundo que el que enfrentaron los líderes europeos. Mart Laar, el joven primer ministro estonio que lideró las reformas de los ’90, contaba con un pueblo dispuesto a empezar de cero. Milei, en cambio, debe hacerlo en un país dividido, con una clase política reacia a perder privilegios y sectores sociales que aún añoran un pasado que los empobreció. Sin embargo, ahí radica la fuerza histórica. Enfrentar a los intereses creados, desmantelar estructuras ineficientes y plantear un nuevo contrato entre el ciudadano y el Estado, es una lucha que conlleva costos. Y en tiempos de campaña electoral, todo eso se agiganta. En el camino hacia la segunda etapa del gobierno, y una vez pasen las elecciones legislativas, la desregulación material debe continuar, pero la desregulación cultural es la que se debe profundizar. Cada norma derogada, cada trámite eliminado y cada estructura estatal simplificada representa una victoria sobre la burocracia, pero la conciencia de esos cambios es la que debe petrificarse en la sociedad. No es solo Milei. Aquellos líderes que transformaron Europa del Norte y del Este no lo hicieron solos, necesitaron de una continuidad política y social sin vivir condicionados al sufragio de turno. Consolidar una revolución liberal implica que Argentina podría convertirse en el primer país de América Latina en dejar atrás el populismo, siguiendo la senda que convirtió a Estonia, por ejemplo, en sinónimo de modernización y eficiencia. Allí está la verdadera revolución: no solo la de las leyes, sino la de las ideas. La primera va por buen cambio, pero solo combinada con la segunda consolidará a un país próspero y en libertad.

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