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Paraná » 9digital
Fecha: 07/10/2025 13:10
Sobre los hombros, la Virgen del Rosario se levanta en el paisaje como si fuera el surgimiento de un filo. Los fieles levantan ramos con flores arrancadas de sus canteros. Las mujeres aplauden y pasan porras amarillas de plástico a los nenes que las rodean. Siempre giran como abejas los chicos sobre los talones, las chancletas gruesas franciscanas, las sedas estampadas salpicadas de colores que replican cómo crecen las plantas. El agite de las muñecas y las ramas de los paraísos salpican de sombras la vereda. Nada está quieto y sin embargo, La Virgen es una estatua pintada de celeste y rosa, una cara tenue, apenas definida entre las personas que tienen surcos en sus facciones: un dolor en la espalda, las várices bordando el revés de las rodillas, los raspones del albañil. La calle se agranda como una boca de ballena y entran autos que persiguen la caravana, motos y bicicletas que pedalean y tocan sus bocinas. Las voces se confunden con cantos nocturnos de ranacuajos, con el atardecer caluroso de las chicharras, con el lenguaje oculto de los ladridos que traspasan ladrillo tras ladrillo y arman un coro de perros que festejan a sus dueños. Hay una siesta esta mañana entre el polvo del asfalto, entre los parabrisas que refractan un sol. Pequeños trocitos de música que se chocan con granos finitos de la tierra que vive suelta en el barrio. El suelo, el cielo, la madre de un Jesús dispuesto en su cuerpo por voluntad divina. Los hombres siempre con el lomo abierto, las ramas desflecadas, las bolillas de los árboles resbalan en las plantas de los pies. Una piedra gira y alguien más la patea hacia adelante. Gira y alguien más la patea hacia adelante. El horizonte empujado por una fe desobediente.
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