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  • Chacho Álvarez, la sociedad y el dinero

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 06/10/2025 18:43

    Chacho Álvarez junto a Fernando de la Rúa Este artículo fue publicado originalmente en el dossier por los 25 años de la renuncia de Chacho Álvarez de Panamá Revista Cuando murió Raúl Alfonsín escribí en Página una notita de opinión bajo el título “El empleado del mes”, en la que criticaba la interpretación que se estaba construyendo del ex presidente como un hombre de diálogo y consenso, que hizo una serie de cosas extraordinarias sin enfrentarse nunca con nadie, sin fricciones (en La Nación llegaron a escribir que Alfonsín juzgó a los militares… dialogando con ellos). Un Alfonsín esférico, sin dobleces ni contradicciones ni errores ni una sola arista amenazante. Me respondieron, mal, desde un blog que en ese momento se leía mucho, “Los Trabajos Prácticos”. Al principio no entendí los motivos de semejante respuesta, que era a todas las luces excesiva, pero después me di cuenta de que mi crítica a Alfonsín -que no era, en realidad, una crítica a Alfonsín, sino a la interpretación que muchos estaban haciendo de él- había tocado el corazón de sus editores, pertenecientes a una generación que vivió sus momentos políticos más felices en tiempos de primavera alfonsinista y recitales en Barrancas. Para mi generación, los que hoy rondamos los 50, el alfonsinismo sobrevive en recuerdos más despintados. En mi caso, el más nítido tiene que ver con el dinero, cuya primera impresión adulta asume un tono netamente alfonsinista: cuando comencé el colegio secundario, mi papá me daba una suma fija para gastos, básicamente subte y comidas. Hacia mediados de 1989, el precio del sandwich de jamón y queso que vendía Coca, la señora del kiosco del tercer piso del colegio, comenzó a aumentar, primero todos los meses, luego todas las semanas y finalmente día por medio (aunque a veces se tratara del mismo sándwich, quiero decir no del mismo tipo de sándwich, sino materialmente del mismo sandwich). La asignación, al principio mensual, tuvo que transformarse en semanal, ajustada por una fórmula de indexación inventada por mi padre y calculada mentalmente. Por eso siempre envidié un poco a los alfonsinistas. No a los sententistas, a los que, seguramente como gesto pos adolescente de diferenciación -es la generación de mis padres-, conozco bien y observo con distancia burlona. -Mario- le decía a Wainfeld en esos días en los que el cierre se estiraba lánguidamente hasta pasada la medianoche- ¿Me recordás que era Taco Ralo? Y Wainfeld, que era todo menos solemne, se subía el juego. -Ya te expliqué: fue la primera operación de las FAP, la de Envar “Cacho” El Kadri, en Tucumán. -Ah, pensé que era un grupo de folklore. El Alfonsín de mi generación fue Chacho Álvarez. El ex presidente Raúl Alfonsín, en abril de 2000 (EFE) Desde su sonada ruptura con el bloque de diputados peronistas (el mítico Grupo de los Ocho), Chacho se había ido convirtiendo en el principal constructor del anti-menemismo: no era el dirigente más ganador, que era De la Rúa, ni el que manejaba más poder institucional o territorial, que era Alfonsín, ni el más deseado por el establishment, que era, desde su salida del gabinete, Cavallo, pero sí el más inspirado y audaz. Conducía su fuerza en ascenso con un desparpajo -una libertad- que sintonizaba bien con su estilo personal, en un momento en que la oposición seguía vistiendo blazer azul y pantalón gris. Era, como Menem, el gran intérprete de una época marcada por el final de las orgánicas, la desaparición de las identidades fuertes y el auge de los medios de comunicación. Pero ahí donde Menem reclutaba deportistas a lo Reutemann o Scioli (exitosos en deportes individuales) o cantantes populares familieros como Palito Ortega, Chacho apostaba a un fiscal anti-corrupción, una defensora de los derechos humanos o un obispo de izquierda. Chacho fue el político que exploró antes y mejor las posibilidades que abría eso que empezaba a llamarse sociedad civil. Moviéndose como una anguila excitada entre la política institucional, los medios y la calle, tanteaba ideas, probaba relatos e inventaba “movidas” para la “fuerza política” (expresión que usaba en lugar de “partido” o “movimiento”), con un instinto publicitario muy agudo, lanatiano: en septiembre de 1996, por ejemplo, convocó al “apagón” contra Menem, consistente en apagar las luces de las ciudades a una hora exacta durante un minuto, para mostrar el alcance de la protesta (el horario había sido obviamente coordinado con Telenoche). Como los actos clásicos eran caros y, sin un aparato de movilización, riesgosos, los reemplazó por caravanas, siguiendo el ejemplo de Menem en la interna contra Cafiero. Repasar esos años es descubrir que había mucho de Menem en Chacho, porque había mucho de la época: en más de un sentido, fueron los dos políticos que mejor interpretaron los 90. Al mismo tiempo, Chacho fue, como decía, el gran constructor del anti-menemismo y el último dirigente capaz de nuclear detrás suyo a la totalidad del progresismo. Con la llegada del kirchnerismo al poder, en efecto, el progresismo y sus múltiples representaciones -la CTA, el Club de Cultura Socialista, el periodismo, los intelectuales- se rompería para siempre. Sucedió que el progresismo quedó inmerso en la dinámica polarizante de la grieta, de la que recién comenzó a salir ahora, cuando Milei, otro líder dotado de la potencia disruptiva del primer Menem, llegó a la Casa Rosada para trazar nuevas líneas de fractura que reunificaron -con boligoma- lo que el kirchnerismo había separado. Si Chacho fue el constructor del último “progresismo de masas”, la actualidad demanda una articulación superadora del pantano de la grieta, que paradójicamente sólo podrá construirse si Milei se afirma en el poder -si no, volvemos a la pantalla anterior-. Pero ya estoy hablando de otra cosa. Mi tesis es que la hiperconexión de Chacho con la sociedad, que era su gran cualidad, fue también su límite. Me explico: en la revisión de las tres o cuatro grandes decisiones que estructuraron su trayectoria -la ruptura con el peronismo, la construcción de la Alianza, la renuncia-, Chacho suele cifrar el error fundacional en el pacto con el radicalismo. Atrapado en el centro de una coalición de la que era un actor central, pero que no conducía, la veloz descomposición del gobierno de De la Rúa y el escándalo de las coimas en el Senado lo dejaron en un lugar imposible. El error del que ni toda su creatividad política lo pudo sacar fue haber aceptado conformar la Alianza, que era -justamente- lo que le pedía la sociedad, que le reclamaba un frente republicano anti-Menem. ¿Se apuró? Si Chacho no fue Lula, Evo o Kirchner, todos políticos con los que trataría después y que lo consideraban uno de los suyos, fue por esa decisión prematura de acoplarse el radicalismo para librar una interna -De la Rúa contra Graciela- que él ya sabía que el Frepaso estaba destinado a perder. Contrafactuales mortificantes, que tampoco tienen tanto sentido: ¿quién sabe qué hubiera pasado si? Graciela Fernández Meijide, Fernando de la Rúa y Chacho Álvarez, en campaña (Reuters) Algo similar sucedió con otra decisión que se le suele cuestionar, la promesa de no impugnar el corazón neoliberal menemista, sintetizada en su famoso arrepentimiento de no haber votado la Ley de Convertibilidad. Chacho carecía de una economía, es cierto, pero el uno a uno no era algo que se podía “corregir”, no había forma de dejar “lo bueno y sacar lo malo”, porque la convertibilidad no era una solución técnica al problema de la debilidad de la moneda, ni siquiera un plan económico, sino el pacto social fundante de los 90, por el cual la sociedad le había entregado al mercado la igualdad y el empleo, y había recibido a cambio estabilidad y consumo. Salvo Eduardo Duhalde (y muy sobre el final), el resto de los políticos más o menos relevantes, incluyendo a Kirchner, defendían la convertibilidad. También la defendía Chacho, cabalgando en el sentido de la demanda social. De nuevo: un exceso de sociedad y de época en sus decisiones. Un último rasgo completa la caracterización. En Federico Sánchez se despide de ustedes, Jorge Sumprún cuenta que cuando se desempeñaba como ministro de Cultura de España, el vicepresidente de gobierno, su enemigo Alfonso Guerra, llegaba a las reuniones de gabinete con un libro, bien visible entre papeles y carpetas. Semprún dice que Guerra lo cambiaba cada tres o cuatro meses, que era un gesto para mostrar que leía más que una necesidad real, y lo contrasta con Felipe González, que no necesitaba mostrar que leía porque leía de verdad. Chacho, que nunca dio clases magistrales, pero siempre leyó de verdad, había sido el fundador de Unidos, la gran revista de la renovación peronista, a la que el pejotismo tradicional criticaba por su aroma a intelectual socialdemócrata (a los integrantes de su redacción les decían, de hecho, los “Felipillos”). Como Frondizi, como Felipe, fue un político-intelectual, que se movía cómodo entre el mundo del poder y el mundo de las ideas. Lo conocí cuando entré a Página/12, hace casi tres décadas. Me habían encargado cubrir la interna de la Alianza y empecé a seguirlo casi día a día. Rodeado de un pequeño grupo de dirigentes y acompañado siempre por su vocero Ernesto Muro (al que le decíamos el Muro de Berlín, “porque todos quieren que se derrumbe”), Chacho era un huracán de ideas, decisiones, ensayos de narrativa, “movidas”. Por esos mismos años traté bastante a Alfonsín, lo entrevisté varias veces, comí con él algún asado, pero siempre sentí que era como hablar con un prócer, como si estuviera conversando con, digamos, San Martín, y que entre el viejo caudillo de Chascomús y yo había un siglo de distancia. Con Chacho, en cambio, me une una relación cercana y personal, que se mantuvo a lo largo del tiempo, con los encuentros en el CEPES, las reuniones de la Ebert y desde que volvió de Montevideo largos cafés, siempre en el Varela. Somos amigos, como pueden serlo un ex vicepresidente de 76 años y un periodista de 50. Quizás por eso, creo que llegué a entender su relación ambigua con el poder, que deseó pero al que le impuso siempre una distancia semiamarga, como cuando aceptó perder una dudosa interna con Bordón, cuando candidateó a Graciela en lugar de postularse él mismo o cuando, luego de renunciar a la vicepresidencia, se auto infringió un silencio que todos lamentamos. Y creo que ese vínculo complicado se explica, al menos en parte, por su posición intransigente respecto de la relación entre política y dinero. Chacho cultiva un estilo de vida monacal y un sentido de la honestidad profundo, que lo hizo por ejemplo renunciar a la jubilación de privilegio que podría haber reclamado (la misma que Cristina cobró doble). Si por un lado fue un político plástico, capaz de adaptarse pragmáticamente a las condiciones del momento, por otro llevó algunos valores al terreno de lo que se rompe porque no se dobla. Este rasgo, que lo ubica en un lugar diferente al de una clase política en avanzado estado de descomposición, debe ser la marca más fuerte de su incompleto legado.

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