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» Diario Cordoba
Fecha: 05/10/2025 14:08
Uno de los errores que vienen arrastrando las democracias avanzadas desde 2008 es la esclerosis de los partidos tradicionales frente a los desafíos de las sociedades contemporáneas. Especialmente, las posiciones progresistas no están sabiendo responder a las incertidumbres, frustraciones y temores actuales de sus tradicionales votantes. Se ha producido una desconexión entre sus valores y las políticas públicas, entre innovación tecnológica y burocracia institucional. En definitiva, los representados han desconectado del lenguaje y la posición de sus representantes. La derecha clásica está optando por un camino relativamente más fácil, aunque tremendamente peligroso y, en mi opinión, errado en el medio plazo. Mimetizar el lenguaje del populismo autoritario y abandonar el centrismo liberal clásico -«el centro ha muerto»-, no le aportará réditos y le restará apoyos electorales en un plazo no demasiado largo. Desde luego, si lo que se desea simplemente es ocupar el poder a cualquier precio, ese es el camino más directo para imitar a Franz von Papen. Discúlpeme el lector por reiterarme en los ejemplos históricos, pero es que son tan palmariamente similares que resulta casi imposible resistir la tentación de la comparativa. Pensemos ahora en el dramático vodevil histriónico de la nueva política. ¿Cómo es posible que millones de personas voten a personajes que más que políticos son caricaturas de sí mismos? No hace falta nombrarlos: están en su mente y en la mía. En lo que han sido democracias más o menos consolidadas, millones de ciudadanos dan su voto a personas que dicen disparates de tal calibre que uno tiene que hacer el esfuerzo de confirmar su veracidad. Sin embargo, no basta con seguir insistiendo en esto, porque lejos de que sus barbaridades discursivas les quiten votos, provocan el efecto de acrecentar más su fuerza electoral y la erosión rápida de las instituciones democráticas que les permitieron llegar al poder. Es necesario tratar de entender la lógica que lleva, por ejemplo, a un trabajador a apoyar a quien le promete que rebajará o eliminará el salario mínimo, o a un pensionista a votar a quien le dice que eliminará la revalorización de su pensión. ¿Cómo puede una mujer votar a quienes afirman la superioridad del hombre, o una persona con recursos escasos apoyar a quien deteriora los servicios públicos para beneficiar todo tipo de seguros o servicios privados? ¿Cómo es posible que una persona de la llamada todavía clase media aplauda la creación de una Universidad que cobra diez mil euros por matrícula y año, frente a una cuyas tasas de matriculación son cero euros? En conclusión, ¿cómo es posible que la izquierda se esté quedando huérfana de sus apoyos sociológicos que huyen en masa hacia líderes histriónicos que les prometen un futuro lleno de pasado autoritario, les garantizan la libertad para recortar sus libertades y, además, les aseguran el derecho a ir acabando con sus derechos? Estos líderes no han caído del cielo: los ponen los votos. Los votantes ven en ellos una esperanza, la solución a sus problemas, un discurso que los libera de sus temores. Que esto sea una gran farsa para, finalmente, acaparar el poder y dar curso a una política que agrave todos sus males actuales, como la historia siempre implacablemente ha demostrado, es por el momento una cuestión menor para sus electores. A ello contribuyen tanto unos medios controlados por los poderes económicos que los respaldan, como la inoperancia, ignorancia, y carencia de proyecto progresista de quienes en otro momento fueron los líderes de la izquierda transformadora y constructora de un Estado del bienestar como contraposición al igualitarismo autoritario del modelo soviético. Todavía sigue vigente esta dimensión en el análisis que hizo Tony Judt, que aventuró que tras la caída del muro de Berlín, al capitalismo ya no le haría falta el Estado del bienestar como contrapeso frente al comunismo. Así que la gran paradoja es que las democracias, digamos avanzadas, aunque promueven valores como la equidad, la sostenibilidad y la justicia social, presentan una parálisis política y cultural que dificulta la realización de esos principios. En tal sentido, la burocratización de las regulaciones lleva a situaciones en las que se producen efectos contrarios a los deseados. Por ejemplo, si no se promueve suelo para vivienda pública, pero sí se favorece la construcción de vivienda libre, se genera un desequilibro entre la necesidad de vivienda a precios asequibles y la oferta de viviendas a precios desorbitados. La dependencia de procedimientos administrativos complejos y la falta de agilidad en la toma de decisiones genera frustración entre sus votantes, que acaban apoyando a quienes ofrecen soluciones expeditivas, aunque sean falsarias. ¿Qué ha pasado? No hace falta ser muy avezado. Lo vemos todos, menos bastantes representantes de la izquierda, nueva y tradicional, que insisten en su sempiterna división y en su cansino discurrir. Los ciudadanos parecen percibir a la izquierda como un movimiento político arcaico, incapaz de ofrecer respuestas rápidas y eficaces a problemas urgentes como el de la vivienda. No voy a plantear más retos. Si la izquierda que todavía gobierna fuese capaz de dedicar todos sus esfuerzos a ese desafío, recuperaría el terreno perdido entre clases desfavorecidas y, sobre todo, entre los jóvenes. Lamento decirlo con claridad: dejen los debates filosóficos, ensayísticos, culturales a quienes se dedican a teorizar profesionalmente sobre el pensamiento político, el futuro o el pasado. No es el momento de fomentar ningún tipo de guerra cultural: la izquierda por ahora la tiene perdida. Es el momento de regular el mercado, frenar los beneficios obscenos de las tecnológicas y otros sectores y, ofrecer soluciones concretas que permitan superar la parálisis actual para poder abrazar el futuro. Hay que reinventar la oferta política y eso pasa por cambiar marcos normativos, procesos y abrirse a modelos más ágiles e inclusivos de transformación social. Por supuesto que la retórica de los medios que dan pábulo a las mentiras de la ultraderecha va a seguir inundando el espacio público, pero las soluciones culturales ofrecidas hasta ahora no han resultado. No funcionan tampoco los datos del INE, o del portal estadístico de criminalidad, o de todo lo que con desprecio se llama cultura «woke». Hasta el momento, casi nada ha sido capaz de desmontar los argumentos de los líderes de ultraderecha. En cambio, sí estoy convencido de que las políticas concretas y eficaces en vivienda, en medio ambiente, en agricultura, en índice de precios o en empleo, podrían devolver a los votantes la esperanza en una democracia eficaz que sí soluciona una parte de su desamparo frente a mundo salvaje nuevo. La izquierda necesita abandonar la retórica abstracta y reconstruirse desde lo concreto. No basta con resistir: hay que transformar. Es urgente recuperar el vínculo con la ciudadanía, ofrecer un nuevo relato que combine justicia social con eficacia institucional. Queda poco tiempo para la renovación del discurso y la cuestión es si la izquierda sabrá aprovecharlo. *Catedrático de la Universidad de Córdoba
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