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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 05/10/2025 06:39
La nueva novela de Thomas Pynchon explora el caos y la complejidad de la era de la Depresión económica Hace sesenta años, en su segunda novela, La subasta del lote 49, Thomas Pynchon describió un fenómeno que podría funcionar como una descripción anticipada de toda su carrera. “Oedipa se preguntó si, al final de esto”, escribió sobre la protagonista de esa novela, una mujer arrastrada sin querer a un misterio que supera su comprensión, “ella también no acabaría quedándose solo con recuerdos recopilados de pistas, anuncios, insinuaciones, pero nunca con la verdad central en sí, que de algún modo cada vez debe ser demasiado brillante para que su memoria la retenga”. Todas las novelas de Pynchon parecen igualmente estar a punto de ofrecer algo revelador —quizá una explicación de dónde salió mal el experimento estadounidense—, cuando en realidad lo que demuestran se parece más a los fuegos artificiales de un cerebro al borde de una convulsión. A menudo se le representa erróneamente como un novelista paranoico de teorías conspirativas, alguien que propone revelar el orden secreto de las cosas. Pero eso nunca ha sido del todo cierto: los verdaderos paranoicos imaginan una única trama explicativa porque se desesperan ante la creciente complejidad del mundo. Encuentran un consuelo perverso en la idea de alguna fuerza maliciosa organizadora, bajo el argumento de que si están atrás tuyo, debe haber un “tú” al que perseguir. Y si hay una araña en el centro de la telaraña, al menos sabemos que debe haber una lógica en los hilos de seda que nos enredan. Pynchon, en cambio, nunca ha estado tan interesado en una trama coherente, y mucho menos en postular a algún gran autor de la trama definitiva. Si su obra trafica con lo conspirativo, lo hace sugiriendo que todas las posibilidades son ciertas a la vez, incluso si se contradicen entre sí, lo que revuelve cualquier impresión de orden emergente y, por tanto, corta de raíz la tranquilidad que ofrecen las fantasías conspirativas. La mafia, o algo parecido, existe en su nueva novela ambientada en la era de la Prohibición, pero también existen policías nazis inquietantemente cordiales, astutos jefes de espías y, quizá lo más importante de todo, el Sindicato Internacional del Queso (InChSyn), una organización a la vez ominosamente omnipresente y torpe. Es cierto que InChSyn a veces mueve los hilos, pero la mayoría de ellos están hechos de muzzarella. Una de las pocas fotos que circulan de Thomas Pynchon, tomada durante su período en la universidad Como siempre, el Pynchon de Shadow Ticket se siente más fascinado por el mero exceso de información, por la forma en que las cosas reconocibles se acumulan demasiado rápido como para ser transformadas en simple conocimiento. No es de extrañar, entonces, que sus novelas más recientes —Vicio propio (2009), Al límite (2013) y ahora Shadow Ticket— hayan girado en torno a detectives privados. Como argumenta el maravillosamente llamado Boynt Crosstown en Shadow Ticket, el detective privado realmente no se propone “resolver” cosas como lo hace un matemático con una ecuación o un policía con un crimen. “Esto no se trata de llevar a los delincuentes ante la justicia”, dice Boynt. “Si intentamos algo de eso, seguro que nos quitan la licencia. Lo que hacemos es, solo investigación. Es como ir al cine. Siéntate en silencio, come pochoclos, aprende algo”. Dicho de otro modo, los detectives privados ideales de Pynchon son amortiguadores contra la entropía informativa. Mantienen los oídos abiertos, tratando de extraer alguna señal del creciente mar de ruido estático. Su trabajo es preservar este o aquel fragmento de conocimiento sin perder nada: dónde estuvo tu esposo anoche, qué había en la página arrancada de un libro de cuentas. No aspiran a restaurar el orden en un universo caótico —como se ha dicho de los detectives clásicos al estilo de Sherlock Holmes—, solo a salvar algunos hechos del desordenado torrente. O, como le recuerda un personaje a Hicks McTaggart —el protagonista principal de Shadow Ticket—, no tiene sentido intentar ser “otro de esos detectives metafísicos, en busca de la Revelación”. Hicks, un ex rompehuelgas que se unió a la agencia de detectives Unamalgated Ops tras una crisis de conciencia en la huelga, no necesita tal consejo. “Ya tengo suficiente de qué preocuparme con la vida real”, responde. Katherine Waterston y Joaquin-Phoenix en "Vicio propio" (2014) Afortunadamente, la vida real nunca llega del todo en esta novela desenfrenada, cordialmente absurda y, en última instancia, entrañable, ambientada a principios de la década de 1930. “Cuando llegan los problemas a la ciudad, normalmente toman la North Shore Line”, escribe Pynchon en la frase inicial del libro. La ciudad en cuestión es Milwaukee, una metrópolis menor cada vez más ocupada por la mafia (o el “Outfit”, como los llama el autor), pero el verdadero problema llega en forma de una bomba que explota bajo el “carro de licor” del contrabandista Stuffy Keegan. Aunque Hicks siente curiosidad, Boynt pronto lo pone en otro caso, intentando localizar a la heredera desaparecida Daphne Airmont, quien parece haber dejado plantado a su prometido y haberse marchado a lugares desconocidos con un clarinetista. A lo largo de todo esto, Hicks es perseguido por un incidente de sus días de rompehuelgas, cuando su manopla de cuero desapareció de su mano justo antes de que pudiera golpear a un agitador sindical. No pasa mucho tiempo antes de que reciba consejos de una psíquica que lo envía con Lew Basnight, un tipo de la vieja escuela que visita esta novela desde la monumental Contra el día (2006), para recibir lecciones de tiroteo. Las cosas pronto se vuelven más desordenadas que un hippie de Vineland. (Esa novela de 1990 fue una inspiración inexacta para la nueva película de Paul Thomas Anderson, Una batalla tras otra). Intentar describir todo lo que sucede en Shadow Ticket, o incluso solo en la primera mitad de esta breve y refrescante novela, sería arriesgarse a la locura, pero aquí van algunos incidentes notables: con la ayuda del amigo de Hicks (“Skeet”), Stuffy huye en un submarino austrohúngaro fuera de servicio que, de manera improbable, emerge de las gélidas aguas del lago Míchigan. Pronto, el propio Hicks es drogado hasta perder el conocimiento y despierta en un transatlántico rumbo a Europa bajo la custodia de una pareja de agentes secretos británicos. A bordo, cae bajo el hechizo de la cautivadora Glow Tripforth del Vasto, quien investiga “una serie de artículos sobre cómo ser una aventurera de la Era del Jazz con un presupuesto de Depresión”. No pasa mucho tiempo antes de que lo arrastren por el continente, una experiencia más parecida a un descenso en rápidos que a un Grand Tour, que lo lleva a enredarse con “apportistas” húngaros, ladrones con la habilidad de hacer aparecer y desaparecer objetos, algunos de los cuales pueden ser literalmente magos. Y cuando se reporta con sus contactos locales, resulta que su verdadera misión puede ser localizar no a Daphne, sino a su padre, Bruno Airmont, el “Al Capone del Queso en el Exilio”. Si todo eso (y hay mucho más) suena un poco disparatado, en su mayoría lo es, de una manera encantadoramente alocada. Ayuda que la prosa del Pynchon de 88 años siga siendo tan deslumbrante como el tiro de fantasía que Lew le enseña a Hicks, a menudo de formas difíciles de citar con brevedad. Incluso ahora, tiene el lirismo erudito y divagante de un catedrático de Oxford que acaba de llenar su pipa con demasiada hierba. Leonardo Di Caprio en "Una batalla tras otra", la nueva película de Paul Thomas Anderson De todos los novelistas vivos, Pynchon puede que tenga la voz más distintiva: una jerga de tipo duro recortada con los ritmos de la comedia judía, amplificada por un apetito interminable por el juego lingüístico, que ha resultado en gran medida inimitable. No es solo que nadie más escriba como Pynchon; es que nadie siquiera lo intenta. La acumulación interminable de incidentes te arrastra, pero a veces tienes que detenerte a maravillarte con cualquier frase, como podrías hacerlo ante una botella de kétchup de 52 metros de altura que de repente se alza sobre vos durante un viaje por carretera. Como otras novelas de este enigmático autor de quien no hay fotos en los últimos 60 años, Shadow Ticket puede ser difícil de seguir a veces, en parte porque toma tantos desvíos propios, y no hay vergüenza en admitirlo. Incluso cuando está desenrollando un cable narrativo relativamente lineal, como al principio aquí, es muy fácil perderse en sus párrafos rapsódicos, en los que personajes o detalles terciarios a veces se introducen fugazmente, incluso eufemísticamente, solo para regresar cien páginas después como si hubieran sido cruciales todo el tiempo. Tales desafíos pueden ser frustrantes, especialmente en contraste con el ritmo alegre y cortante de sus diálogos, que a menudo se presentan sin ninguna indicación de quién está hablando en cada línea. La segunda mitad del libro, en particular, puede ser un lastre a pesar de la absurda energía de casi todo lo que ocurre en ella, en parte porque a veces pierde de vista a Hicks durante capítulos enteros, siguiendo en cambio a otros personajes mientras deambulan por una versión de casa de los espejos de la Europa de entreguerras. Es aquí donde Pynchon abandona definitivamente el mundo material: una breve sección detalla a los fabricantes de gólems de Praga, un grupo cuyos esfuerzos están regulados por una organización llamada Oficina de Administración de Gólems Empleados Localmente (BAGEL, obviamente). Otro episodio narra una concentración de motociclistas que lleva a un personaje a Transilvania, donde se mete en problemas con una banda de vampiros fascistas a los que el autor llama “Vladboys”. Hay mucho que disfrutar en todo esto, pero el ritmo vertiginoso —especialmente tras la primera mitad, comparativamente tranquila— a veces me dejó preguntándome si Pynchon simplemente bosquejó la segunda mitad de la novela sin rellenar adecuadamente los detalles. Pynchon en la escuela secundaria, otra de sus escasas fotos que circulan Por supuesto, lo mismo podría decirse de sus otros libros. Hasta cierto punto, el desafío, incluso la molestia, de leer a Pynchon es el objetivo, en la medida en que su frenética densidad narrativa refleja la creciente complejidad de las historias que traza, especialmente el tramo iluminado por halógenos y afectado por la radiación del largo siglo XX. Donde Henry James y Virginia Woolf nos dejaron desorientados por la subjetividad, Pynchon nos muestra que el mundo objetivo es tan intimidante como el laberinto de la mente ajena. Sus personajes más memorables, Doc Sportello (el detective de Vicio propio) y McTaggart entre ellos, sin embargo, son relativamente simples, abrumados por el mero exceso que los rodea, y en ese sentido sus desventuras tanto reflejan como alivian nuestra propia perplejidad. Si estos patanes pueden extraer algún bocado de significado del presente enmarañado, por pequeño que sea, sugiere Pynchon, quizá nosotros también podamos prosperar en lo que él llama “el vórtice implacable de un orden mundial que se hunde”. Esa es la alegría de leer a este hombre, incluso cuando su obra frustra, como a veces lo hace Shadow Ticket. No acudes a él por la historia completa, que nunca te prometió, sino por los pequeños tesoros que te llevas intactos: una frase perfecta aquí, una escena absurda allá, demasiadas canciones y nombres disparatados para contarlos. Eso no significa que sea un libro sin nada que decir —al fin y al cabo, es una historia ambientada en una era de autoritarismo creciente que resuena en la nuestra—, solo que nos anima a encontrar consuelo en las partes más que en el todo. En el mundo de Pynchon, siempre hay más de lo que podemos manejar, lo que significa que siempre hay más por descubrir. Y si tus hallazgos a veces son un poco tontos, tanto mejor. Fuente: The Washington Post
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