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  • 4 de 100, la cifra de la vergüenza

    » LaVozdeMisiones

    Fecha: 28/09/2025 16:08

    Por: Fernando Oz @F_ortegazabala Entiendo que estamos en plena campaña electoral y que, en ese marco, hay temas que podrían ser pasados por alto, dejados para otro momento porque pueden resultar incómodos o traer consecuencias. Lo sé muy bien, también sé que hay cuestiones que son urgentes, como la educación, que debería ser eje de toda propuesta más allá del debate por el presupuesto a la universidad pública. Hace unos días leía en Radio Up que en el Cantón, en nuestra casa, solo cuatro de cada cien chicas y chicos terminan el secundario en tiempo y forma. Sí, 4 de cada 100. ¿Se escucha el estrépito de semejante fracaso? No, porque aquí la catástrofe es silenciosa, envuelta en la parsimonia de una clase política que cada día dedica más tiempo a nutrir los algoritmos de su propia vileza. La cifra de la vergüenza –ese “apenas 4 de cada 100”– debería bastar para incendiar conciencias, pero en el Cantón se convierte en una estadística más, enterrada bajo toneladas de excusas y silencios. La educación, ese último refugio contra el desastre, se desangra mientras los representantes locales se entretienen en peleas de conventillo. ¿Quieren más pruebas de la desidia? Ahí tienen las evaluaciones Aprender, ese espejo de la realidad de la decadencia nacional, que refleja en la provincia una imagen borrosa, con resultados que obligan a buscarnos en el fondo de la tabla. Nadie debate sobre esta situación lamentable: ni el ministro de Educación ni los opositores, ni siquiera los gremios, ocupados en su propio laberinto de internas y reclamos. El silencio, en este caso, es una confesión de culpa. Mientras tanto, la política local se enreda en discusiones tan superficiales como baratas, que ofenden la inteligencia. Véase la disputa entre Roque Gervasoni y Cacho Bárbaro: dos nombres que podrían sonar a personajes de una picaresca criolla, si no fuera porque de sus bocas salen acusaciones, reproches y amenazas, pero ninguna idea. El debate público se reduce a una secuencia de agravios personales. Discuten por el reparto de culpas y el botín de cargos, jamás por el destino de toda esa gurisada que dejan la escuela a los catorce años. Al sainete de las acusaciones contra el Pays por el presunto cobro irregular de pensiones por invalides, se suman otros como la vaquita para la compra de cargos, como en el caso del presidente del partido Por la Vida y los Valores, de un tal Walter Ríos; ni qué decir de los bochornosos métodos de recaudación para la campaña electorales en el PAMI, desde la gestión de la ex delegada Ninfa Alvarenga hasta la actual de Samantha Stekler, diputada electa. Son solo algunos casos, pero la lista es larga. Lo saben. Pero hasta aquí no hay investigaciones serias, ni castigo ejemplar, sólo un murmullo resignado: “En todos lados pasa”. Como si la corrupción fuera una peste inevitable y no una metástasis que devora lo poco que queda de institucionalidad. El escándalo dura lo que una tormenta en verano: ruido breve, chaparrón de titulares, y después el calor insoportable de la impunidad. Pero la decadencia no se agota ahí. Por estos días al ministro de Gobierno Marcelo Pérez se le dio por discutir con Diego Hartfield, diputado provincial electo y candidato a diputado nacional, en el farragoso territorio de X como quien juega una partida de truco en una taberna. Los periodistas de LVM, con los reflejos que los caracteriza, tomaron el tema y hasta el presidente Javier Milei se prendió del “debate”, al retuitear uno de los posteos –o como quieran llamarlo– del Gato en el que refuta a Pérez con contenido de LVM. No se trata de nombres, que se entienda. El Gato sabe hacer números y el ministro entiende de leyes. Parecían Tom y Jerry. Nadie pregunta cómo se revierte la catástrofe educativa; todos buscan, en cambio, aprovechar el momento para salir en la foto o meter un posteo y pasarle la factura al rival. La calidad del debate así sea en la aldea global como en la vida real, es tan endeble que haría llorar a una piedra. Mientras tanto, los docentes miran la escena con la resignación de quien ya ha visto esta película demasiadas veces. Denuncian ausentismo, falta de recursos, aulas en mal estado y salarios que no alcanzan ni para atravesar la primera quincena del mes. Se los decía hace unas semanas, con lo de aquel maestro que pedía a los candidatos un pacto por la educación, donde también decía que la inversión que hace la provincia en educación no se la puede relegar a la categoría de “buena intención”, de esas que saben a poco cuando la realidad es un baldazo de agua helada. Cuatro de cien. En este escenario, Misiones mantiene un bajo perfil nacional; me refiero al resultado de las Pruebas Aprender, donde obtuvimos un desempeño del 38%, cuartos al final de la fila. No es noticia o lo fue en su momento, no indigna a nadie, no convoca marchas ni cambios de estrategia. No podemos ser silenciosos en nuestro fracaso, ni modestos hasta para la catástrofe. Los pibes que abandonan la escuela no llenan plazas ni redes sociales; simplemente desaparecen del radar, convertidos en futuros invisibles, en números que no inquietan a nadie. El drama es sordo, cotidiano, casi aceptado. Y, sin embargo, la urgencia de un cambio es tan evidente como el calor húmedo del verano misionero. Hace falta coraje –esa virtud extraviada entre tanta tibieza– para mirar la realidad de frente. Hace falta responsabilidad, esa palabra vieja y olvidada, para dejar de lado las peleas ególatras y empezar a construir un mañana decente. Hace falta, en definitiva, entender que la educación no es sólo un derecho: es la única tabla de salvación que nos queda en un país que se hunde mientras sus políticos se convierten en aves carroñeras sobre los restos del naufragio. En definitiva, la educación en este bendito país no fracasa por azar ni por fatalidad. Fracasa por la miopía de una clase dirigente que confunde gobernar con administrar miserias, y por una sociedad que ha aprendido a mirar para otro lado. El día que los debates políticos dejen de ser una tragicomedia menor y empiecen a girar en torno a los verdaderos problemas, tal vez haya esperanza. Pero por ahora, sólo queda el consuelo amargo de la literatura: dejar constancia, aunque sea desde estas líneas, de la vergüenza de un tiempo y una Argentina que parecen haber renunciado a la dignidad.

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