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  • Cuando la violencia política desborda las ideologías

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 26/09/2025 04:46

    El caso Kirk alerta sobre los riesgos de la radicalización digital y la erosión de la confianza social. REUTERS/Daniel Cole Asesinaron a Charlie Kirk en un campus universitario de Utah, frente a cientos de personas que habían ido a escucharlo y rebatir sus posturas políticas. Ninguno de ellos, en ese instante, podía saber si el disparo que escucharon era un atentado dirigido exclusivamente contra él o si se trataba de otro episodio de la violencia indiscriminada que se ha vuelto tristemente habitual en los Estados Unidos: un campus, un acto público, un día cualquiera. Esa incertidumbre, esa mezcla de miedo y confusión, es parte del paisaje cotidiano de un país en el que los tiroteos masivos y asesinatos a individuos de alta exposición pública se repiten con una regularidad inquietante. A poco más de una semana del ataque, las motivaciones del acusado como autor, Tyler Robinson, siguen sin estar claras. La investigación ha revelado indicios de una ideología difusa, supuestamente inclinada a la izquierda, junto con problemas personales que pueden haber generado agravios vinculados con la retórica de Kirk. Pero nada de esto constituye, hasta ahora, una explicación concluyente. Esa ambigüedad no es un detalle menor: se parece demasiado a la que rodea muchos de los hechos de violencia política que han golpeado a Estados Unidos en los últimos años. Recuerdo con nitidez la sensación que produce estar cerca de un tiroteo en un campus. En mi caso fue en abril en el campus de Florida State University, donde estudiaba y trabajaba. Esa mañana se volvió una mezcla de sirenas, mensajes frenéticos desinformados y un silencio denso, en cada casa y oficina del campus. No sabíamos si había un agresor aislado o varios, si el atacante era parte de la comunidad universitaria o un externo, si el peligro estaba a dos cuadras o en la misma puerta. En ese contexto, entre los estudiantes y las fuerzas de seguridad, todos los que se encuentran en el campus son sospechosos y posibles agresores. Es una experiencia que marca porque muestra, de manera brutal, la fragilidad de la seguridad cotidiana. Lo que uno descubre en ese momento es que la distancia entre el “no me pasará a mí” y el “está pasando ahora mismo” es casi inexistente. Cuando escuché sobre el asesinato de Kirk, pensé de inmediato en esa incertidumbre: en el desconcierto de los cientos de personas que, sin saber por qué, debieron elegir entre correr, esconderse o quedarse paralizadas. Y, sobre todo, en la pregunta que inevitablemente se impone en esos momentos y que sigue abierta después: por qué pasó esto. La pregunta del por qué nos lleva de inmediato al problema de las motivaciones, y esa vivencia personal conecta con una dificultad mayor que atraviesa hoy a la sociedad estadounidense. La violencia política contemporánea es cada vez más difícil de clasificar. Durante décadas fue posible encuadrar a los extremistas en categorías relativamente claras, como extrema derecha, extrema izquierda o fundamentalismo religioso, que servían para orientar las políticas de seguridad y diseñar estrategias de prevención. Hoy esas etiquetas resultan insuficientes. Desde mediados de la década de 2010, con una oleada de ataques de lobos solitarios, los atacantes parecen combinar referencias dispersas y contradictorias para justificar un objetivo que no siempre es político, sino simplemente violento. El ex director del FBI Christopher Wray describió en 2020 este fenómeno como un salad bar de ideologías, individuos que eligen fragmentos de distintos discursos radicales para armar una justificación a medida, no para defender una idea coherente sino para habilitar la acción violenta en sí misma. El propio FBI ha acuñado además la categoría de “extremismo violento nihilista” para describir a quienes buscan, sobre todo, destruir y ganar notoriedad sin una doctrina consistente detrás. El caso de Tyler Robinson, con su combinación de agravios personales, patrones de presencia digital y retazos de discurso político, encarna con inquietante precisión ese perfil híbrido y desordenado que se convierte en un desafío creciente para la seguridad interna. Todo esto nos lleva a las implicancias más amplias que este crimen plantea para la seguridad de Estados Unidos y de otras sociedades abiertas y democráticas. La primera es que la imprevisibilidad del móvil agrava de manera dramática el peligro. Cuando no se sabe si alguien actúa contra una persona específica para defender una postura, por más violenta que sea, o si simplemente quiere sembrar miedo, todo acto público se convierte en un blanco potencial. En esa incertidumbre, la lógica de la protección cambia: ya no alcanza con resguardar a figuras de alto perfil, porque cualquiera que participe de un evento multitudinario, desde un recital hasta una feria vecinal, queda expuesto. Las zonas de riesgo se multiplican y exigen elevar los estándares de seguridad en todos los espacios de socialización. Esto comienza, inevitablemente, con los campus universitarios y los grandes encuentros políticos o culturales, pero se extiende a lugares que antes parecían a salvo, como centros comerciales, transportes públicos, festivales comunitarios o incluso celebraciones religiosas. Para las sociedades abiertas y democráticas, donde la vida pública se basa en el encuentro y la libre circulación, esta incertidumbre se transforma en una amenaza estructural, afecta la forma en que las personas se relacionan, restringe libertades básicas y desafía la capacidad de los Estados para proteger sin sofocar. En segundo lugar, la radicalización fragmentada y solitaria, como la que parece perfilarse en este caso, plantea un desafío mayúsculo. Se trata de procesos en los que se combinan el aislamiento social, la exposición constante a redes y foros poco regulados, una ideología difusa que toma elementos de distintas corrientes y una mezcla de resentimientos personales con referencias políticas. A diferencia de los grupos organizados del pasado, estos individuos no dependen de estructuras jerárquicas ni de líderes visibles. Se nutren de comunidades digitales opacas, de memes y teorías conspirativas, y a menudo construyen su propio relato de agravios sin dejar huellas claras. Este tipo de perfil representa un problema enorme para los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad: ¿a quién vigilar?, ¿cómo prevenir un ataque cuando la radicalización ocurre en la intimidad de una habitación, sin reuniones físicas ni cadenas de mando que se puedan infiltrar? Intentar anticiparse sin lesionar derechos fundamentales, como la privacidad y la libertad de expresión, se vuelve una tarea casi imposible. En sociedades que se definen por su apertura y su respeto por las garantías individuales, a veces se ven tentadas a adoptar medidas de vigilancia que pueden terminar debilitando aquello mismo que buscan resguardar, la libertad. En tercer lugar, el impacto sobre una sociedad ya profundamente polarizada es inmediato y corrosivo. La política se convierte a la vez en arma y en emoción. Las reacciones al asesinato de Kirk han tensado aún más el discurso en los medios tradicionales y en las redes sociales. Algunos líderes conservadores lo atribuyen a una supuesta “izquierda radical”, mientras otros advierten que los discursos de odio provenientes de la derecha alimentan un clima de confrontación. La polarización preexistente amplifica cada gesto y cada palabra, y termina magnificando el problema de fondo. Este clima enrarece la respuesta institucional y la rendición de cuentas ante el electorado, desde la redacción de leyes hasta el desarrollo de las investigaciones y las regulaciones, todo se ve atravesado por la sospecha de una parcialidad que beneficia a propios y perjudica a opositores. Al mismo tiempo, en un contexto de creciente desconfianza en las instituciones, cada vacío informativo es rápidamente ocupado por medias verdades, rumores y conjeturas no verificadas que se infiltran en el debate público, reforzando el círculo de desinformación y alimentando nuevas divisiones. En este clima el propio estilo de Kirk adquiere relevancia. Su modo provocador de intervenir en el debate público, que durante años encontró una enorme repercusión en redes sociales, es también un espejo de un ecosistema que refuerza las propias opiniones y solo estimula el debate en una tónica cada vez más polarizante y agresiva. Lo que antes podía interpretarse como un recurso retórico para ganar atención o provocar discusión hoy es parte de una dinámica más peligrosa. La agresividad en las redes sociales tiene efectos en la calle. En un espacio en el que la frontera entre las palabras y los hechos se diluye, la escalada verbal puede ser el prólogo de la violencia física, otro motivo de cautela. El asesinato de Charlie Kirk no es solo un crimen atroz contra un individuo. Es un síntoma de un país donde la violencia política ha dejado de ser una anomalía para convertirse en un riesgo estructural. Mientras la sociedad siga erosionando sus propios lazos de confianza, y el debate público continúe convertido en un campo de batalla de agravios y sospechas, las respuestas reactivas de las fuerzas de seguridad siempre serán insuficientes. Para la Argentina, que hoy no enfrenta niveles de violencia política comparables, el caso ofrece una advertencia valiosa. La creciente hostilidad en el debate público, la viralidad de discursos agresivos en redes sociales y la fragilidad de consensos básicos son señales de que las tensiones pueden escalar si no se preservan los espacios de diálogo y se refuerzan las instituciones democráticas. Tomar nota de estas lecciones, consolidar la confianza en las reglas, promover una cultura de respeto y anticipar los efectos de la polarización digital, es una forma de cuidar a tiempo aquello que aún nos diferencia: la capacidad de resolver nuestras disputas sin que las armas sustituyan a las palabras.

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