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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/09/2025 04:40
Mario Fendrich se llevó 3,2 millones de dólares del Banco Nación de la ciudad de Santa Fe (El Litoral de Santa Fe) En el año 2000, el cine argentino estrenó Tesoro mío, una película dirigida por Sergio Bellotti y escrita por Daniel Guebel. La protagonizaban Edda Bustamante, Déborah Warren, Victoria Onetto y Gabriel “El Puma” Goity, encargado de interpretar a un empleado bancario gris, deprimido, que de pronto ejecutaba un robo monumental. El filme no tardó en inspirar discusiones en Santa Fe y fuera de ella: la ficción se basaba en la historia real de Mario César Fendrich, el hombre que en septiembre de 1994 había sorprendido al país entero al llevarse el equivalente a 3,2 millones de dólares de la sucursal local del Banco Nación. Fendrich, para entonces, ya era un mito. Su nombre había pasado del anonimato de la ventanilla bancaria a las portadas de diarios del mundo entero. Y todo, paradójicamente, gracias a su meticulosidad, a esa prolijidad que lo definía tanto como vecino del barrio Sur como subtesorero de una entidad estatal. El mismo orden que aplicaba para cuadrar balances lo trasladó a un plan delictivo sin armas ni violencia, ejecutado con la paciencia de quien conoce cada rincón de la bóveda que custodia. La coartada de Mario Fendrich La escena quedó grabada en la memoria colectiva. El viernes 23 de septiembre de 1994, mientras en su casa su esposa Mirta pensaba que se había tomado el día para ir a pescar, él pasaba primero por un negocio donde compró una juguera. No le interesaba preparar una bebida fresca, sino la caja de cartón en la que venía embalada, que junto con otra de madera que tenía, le serviría para ocultar el dinero. Luego condujo su Fiat Duna Weekend hasta la sucursal del Banco Nación en la capital santafesina. Entró temprano, cuando todavía no había nadie. Con sus llaves y una copia de la que usaba el gerente, accedió al tesoro. Desconectó alarmas, separó fajos hasta totalizar tres millones en billetes en pesos y doscientos mil en dólares. Luego los acomodó en las cajas y dejó programada la apertura diferida de la puerta, como si nada hubiera ocurrido. Mario Fendrich custodiado por la Policía Federal (El Litoral de Santa Fe) Antes de irse, escribió una nota con la paciencia que lo caracterizaba. El destinatario fue Juan José Sagardía, tesorero de la sucursal y compañero de años. “Gallego, te va a faltar plata, me llevé tres millones”, redactó con su impecable letra cursiva. Era la confesión manuscrita más prolija de la historia criminal argentina. El lunes siguiente, cuando Sagardía y el resto de los empleados quisieron abrir la bóveda, descubrieron que era imposible: faltaba Fendrich, que debía estar presente. La primera reacción fue lógica: pensaron que se había ido de pesca a San Javier, como tantas veces. Pero esa coartada casera pronto se vino abajo cuando se confirmó el faltante. El empleado bancario había desaparecido con un botín récord. La noticia recorrió el país y luego el mundo. El “Robo del siglo”, lo llamaron los diarios, antes de que esa etiqueta se aplicara años más tarde al asalto al Banco Río de Acassuso. La diferencia era sustancial: en Santa Fe no hubo armas ni rehenes. Sólo un funcionario de la entidad, empleado modelo, que sin violencia, se llevaba una suma inédita. El Guinness incluso lo consideró como el mayor robo individual jamás registrado. Mario Fendrich en el banquillo de los acusados (El Litoral de Santa Fe) El impacto en la familia Fendrich Mientras tanto, en su casa, Mirta trataba de explicar lo inexplicable. Sus hijos, Iván y Federico, también debieron cargar con las especulaciones de vecinos y curiosos. En el barrio, donde lo conocían como Marito, costaba asimilar que aquel vecino simpático y fanático de Colón hubiera decidido dar semejante paso. Lo más sorprendente fue que logró mantenerse oculto durante casi cuatro meses. Llamaba la atención y encendía aún más las alarmas que un hombre sencillo que nunca hasta había tenido relación con el mundillo de la delincuencia pudiera permanecer tanto tiempo en fuga. Para colmo y por más que la policía y los investigadores seguían algunas pistas, el dinero tampoco aparecía. Todos lo buscaban, los medios lo retrataban como un delincuente sui generis, y las versiones se multiplicaban. Algunos creían que había huido al exterior, otros insistían con que permanecía cerca, escondido en alguna casa de campo. Las versiones iban creciendo y eran cada vez más insólitas según quien las relatara. El 9 de enero de 1995, cuando Santa Fe todavía lloraba la muerte de Carlos Monzón en un accidente automovilístico, Fendrich reapareció. Barbudo, ya sin sus habituales canas, con el pelo teñido, él solo se entregó a la policía. El contraste fue brutal: del anonimato a la foto del prófugo, y de allí, con la cabeza gacha, a la cárcel de Las Flores, el mismo penal donde había estado preso el boxeador por asesinar en febrero de 1988 en Mar del Plata a su mujer, la modelo, vedette y actriz uruguaya Alicia Muñiz. En el juicio oral Fendrich intentó una defensa tan novelesca como inverosímil. Dijo que lo habían secuestrado y que lo obligaron bajo amenazas a robar. Aseguró que su familia estaba en riesgo de muerte si no cumplía. Los jueces escucharon con escepticismo. La estrategia no prosperó. El 12 de noviembre de 1996 lo condenaron a ocho años de prisión por peculado. Sus abogados, Antonio Ciaurro e Iván Raimundi, habían trabajado para que se lo considerara un hurto simple, excarcelable. Pero no lo lograron. Nunca se recuperó el dinero que Mario FEndrich había sacado de la bóveda del banco (El Litoral de Santa Fe) En prisión, lejos del tesoro bancario y de sus cañas de pescar, Marito se convirtió en un preso ejemplar. Ocupó horas en la biblioteca, cocinó para el pabellón, trabajó en la despensa y hasta sirvió mesas en el casino de oficiales. Descubrió el yoga y la meditación, y se hizo habitué del truco, del tute cabrero y del ajedrez. Su conducta era irreprochable y se ganó la simpatía de otros internos. Todos coincidían en una pregunta recurrente: “¿Dónde encanutaste la tarasca?”. Él respondía con silencio, a veces con una sonrisa leve, encogiendo los hombros, como quien guarda un secreto que se vuelve leyenda. El misterio del destino del botín En agosto de 1999 obtuvo salidas transitorias. Asistía a un curso de computación en pleno centro y podía visitar a su familia, aunque debía regresar a la cárcel. En la calle, cada vez que lo reconocían, la consulta era idéntica: “¿Dónde está la plata?”. Fendrich solía esquivar el tema o contestar con un lacónico “La verdad que no sé”, sin que se le moviera un pelo. Esa frase se convirtió en su marca registrada. A fines de ese mismo año obtuvo la libertad condicional, tras cumplir dos tercios de la condena. De pronto, el hombre que había desafiado al sistema bancario más grande del país debía sobrevivir con oficios menores. Sin auto, sin lujos, trabajó atendiendo al público en un local de quiniela. Las teorías sobre el destino del botín no se apagaban. Que lo había enterrado, que era parte de una banda, que vivía amenazado para que se mantuviera en silencio. Nada se probó. Lo único cierto era que llevaba una vida sencilla, alejada del mito que lo envolvía y atrapaba. Mario Fendrich murió en 2018 en un viaje a Cuba Los años pasaron, pero la leyenda no se borró. Cada aniversario del robo trajo nuevas crónicas, programas de televisión, entrevistas que retomaban su historia. El caso Fendrich se había convertido en un espejo de la Argentina de los 90: el uno a uno, la ilusión de prosperidad y el fantasma permanente de la picardía criolla. En 2018, ya con la salud resentida, un amigo lo convenció de viajar a Cuba, destino con el que siempre había soñado. Allí, en plena excursión por La Habana, sufrió un accidente cerebrovascular, luego un infarto. Murió lejos de su esposa Mirta, de sus hijos y del río donde alguna vez soñó encarnar anzuelos para pescar sábalos, quizás uno de sus mayores, anhelados e inofensivos tesoros. Antes, había pedido disculpas de todas las formas posibles a su familia por el peso de la vergüenza y por haberles cambiado la vida con un acto impulsivo. La figura de Fendrich oscila todavía entre la del vecino correcto y la del ladrón legendario. Una historia de prolijidad y misterio, de un hombre que pasó del anonimato a la tapa de los diarios, y regresó a su lugar ignoto sin dar nunca la respuesta que todos buscaban. El cine ya lo había contado. La vida lo convirtió en mito. Su muerte cerró un capítulo, pero no despejó el enigma. Nadie sabe qué pasó con los 3,2 millones de dólares. Nadie supo nunca si los gastó, los escondió, si los compartió con alguien o si simplemente desaparecieron con él. Ese silencio lo acompañó hasta el final, como un secreto guardado en una bóveda interior imposible de abrir.
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