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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/09/2025 05:10
El primer ministro Narendra Modi En la geopolítica contemporánea, pocas imágenes fueron tan simbólicas como aquella de Narendra Modi y Xi Jinping sonriendo juntos en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái en 2025. El contraste no podía ser mayor: apenas cinco años antes, soldados indios y chinos se habían enfrentado a golpes y piedras en el inhóspito Valle del rio Galwan, dejando decenas de muertos en el choque fronterizo más sangriento en más de seis décadas. Lo que parecía un abismo insalvable se transformó, de un momento a otro, en un gesto de cordialidad que desconcertó al mundo. Pero la política internacional rara vez se mueve por afectos; lo que vimos fue el arte del cálculo, no de la reconciliación. Ese contraste encapsula la estrategia india. Modi se ha convertido en un maestro de la ambigüedad, consciente de que en un mundo en transición el poder no reside tanto en los compromisos firmes como en la capacidad de mantener abiertas todas las puertas. India sonríe a China cuando le conviene, se asocia con Rusia para asegurar energía barata, y coopera con Estados Unidos en defensa y tecnología. Cada paso parece contradictorio, pero en realidad responde a una lógica de maximizar beneficios sin aceptar condicionamientos. El ejemplo más claro está en la energía. Desde la invasión rusa a Ucrania, India se convirtió en el mayor comprador mundial de petróleo ruso con descuento. La medida asegura abastecimiento y reduce costos internos, al mismo tiempo que le permite refinar y revender parte de ese crudo en el mercado global, obteniendo ganancias significativas. Para Nueva Delhi es pragmatismo; para Washington, un desafío directo a su política de sanciones. En este punto radica el corazón de la tensión: India aprovecha las grietas del sistema internacional para fortalecerse, incluso si eso implica incomodar a quienes dice considerar socios estratégicos. El presidente chino, Xi Jinping, y el primer ministro indio, Narendra Modi, se reúnen al margen de la cumbre del BRICS en Kazán, Rusia, el 23 de octubre de 2024. China Daily vía REUTERS La relación con Estados Unidos es quizá la más paradójica. Por un lado, la imposición de aranceles del 50% a productos indios por parte de Trump golpeó con dureza a la economía, debilitando sectores industriales y generando resentimiento. Lejos de fortalecer la alianza, esa política terminó empujando a India hacia una mayor apertura con Moscú y Pekín. Pero, por otro lado, India sigue dependiendo de Estados Unidos en áreas críticas: inversiones, innovación tecnológica, semiconductores y cooperación militar. La compra de armas avanzadas y el desarrollo conjunto en sectores estratégicos muestran que Modi no puede prescindir de Washington, aunque tampoco esté dispuesto a rendirse a sus exigencias. Aquí aparece la esencia de su estrategia: ambigüedad calculada. India coopera sin alinearse, negocia sin comprometerse, y cultiva relaciones contradictorias para reforzar su autonomía. El resultado es un delicado equilibrio que le permite jugar en varias mesas a la vez. Pero como todo equilibrio, corre el riesgo de romperse en cualquier momento. La foto sonriente de Modi y Xi no borró las tensiones históricas. El enfrentamiento de 2020 dejó cicatrices profundas y la frontera sigue siendo un polvorín. La desconfianza estratégica entre India y China es estructural: compiten por influencia en Asia, chocan en infraestructura y tecnología, y mantienen reclamos territoriales irresueltos. La cordialidad en Pekín fue una pausa táctica, no un giro real. Tampoco la relación con Rusia está exenta de tensiones. Si bien el petróleo barato es un salvavidas económico, la dependencia energética nunca es gratuita. Al mismo tiempo, Moscú no deja de cultivar lazos con Pakistán, el enemigo histórico de India, lo que genera suspicacias en Nueva Delhi. En ese juego de equilibrios, Modi intenta extraer beneficios sin quedar atrapado. India se proyecta además como un actor central en Asia y el Indo-Pacífico, una región donde la competencia estratégica con China es creciente y la tensión histórica con Pakistán sigue latente. Delhi no solo busca defender sus fronteras y asegurar rutas comerciales clave, sino también consolidar su influencia regional mediante alianzas flexibles, inversiones en infraestructura y liderazgo en foros multilaterales. Su peso demográfico y económico le permite disputarle protagonismo a Pekín y actuar como contrapoder en el sur de Asia, mientras la rivalidad con Pakistán mantiene activa la lógica de seguridad que impulsa su despliegue militar y diplomático. El tablero global amplifica la importancia de estas decisiones. India no es un actor marginal: con una población que ya supera a la de China, un crecimiento económico sostenido y un peso creciente en el Indo-Pacífico, se perfila como una de las potencias decisivas del siglo XXI. Su capacidad para convertirse en un tercer polo autónomo, ni subordinado a Washington ni satélite de Pekín, redefine las coordenadas de la multipolaridad. Esa ambición de independencia estratégica es, al mismo tiempo, su mayor oportunidad y su mayor riesgo. El ascenso económico y tecnológico de India es parte de esta ecuación. Delhi busca consolidarse como centro de innovación, atraer inversión extranjera y convertirse en nodo de infraestructura y logística regional. Su capacidad de influencia no se mide solo en armas o petróleo, sino en su habilidad para conectar mercados, atraer capital y moldear estándares tecnológicos. Esto la convierte en un jugador cuyo peso se proyecta más allá de sus fronteras, con influencia directa sobre el futuro del Indo-Pacífico y la política global. Porque los equilibrios frágiles nunca duran para siempre. Lo que hoy parece pragmatismo puede convertirse mañana en una trampa. Basta que el Himalaya vuelva a arder, que el petróleo deje de fluir o que Washington suba la presión, para que India ya no pueda sostener el juego de las dos puntas y se vea obligada a elegir un rumbo. El dilema es claro: si India logra consolidar su autonomía, podría emerger como el árbitro indispensable de la política global, un poder capaz de inclinar la balanza en disputas que van desde la seguridad energética hasta la gobernanza tecnológica. Si fracasa y su ambigüedad se derrumba bajo la presión de los hechos, quedará atrapada en las lógicas de otros, desperdiciando la oportunidad histórica de convertirse en arquitecta del nuevo orden mundial. Modi puede prolongar la sonrisa diplomática, pero bajo esa máscara persisten tensiones que tarde o temprano forzarán una definición. El mundo observa expectante porque del desenlace de esa apuesta depende mucho más que la política exterior india: depende la configuración misma del equilibrio global en el siglo XXI. La India tiene la oportunidad de emerger como un árbitro estratégico independiente, capaz de inclinar la balanza entre bloques, o de quedar atrapada en las contradicciones de su propio juego de ambigüedad.
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