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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 19/09/2025 10:48
Juan Carlos Onetti, el más “barroco y cervantino” de los escritores (Crédito: Wikipedia) Juan Carlos Onetti es uno de los escritores más importantes, no solo de Uruguay, sino de toda la literatura hispanoamericana. Precursor de la novela moderna y la literatura existencialista, obtuvo el Premio Cervantes en 1980 y el Gran Premio Nacional de Literatura de Uruguay en 1985. Con Mundo Onetti. El diccionario de Santa María, libro que acaba de publicarse por HCE Editores, Nicolás Bompadre y Damián Repetto le hacen justicia a su enorme obra. Lo singular de este libro es su ambición. Se trata de un diccionario de personajes y lugares que aparecen en su “Saga de Santa María”, trilogía conformada por La vida breve, El astillero y Juntacadáveres. Incluye también mapas, planos, cronologías y otras perlitas. El encargado de escribir el prólogo fue Carlos Gamerro. A continuación, lo reproducimos de forma íntegra. “Mundo Onetti. El diccionario de Santa María” (HCE Editores) de Nicolás Bompadre y Damián Repetto La tentación de seguir contando y de seguir escuchando, una vez que el cuento ha terminado, es tan vieja como la literatura, o más bien como el arte de contar historias, como ilustran los poemas iniciales de la cultura occidental, la Ilíada y la Odisea y el tapiz interminable de Las mil y una noches. En la poesía épica, la forma más habitual de responder a este común anhelo es la de las sagas y los cantares de gesta, que van contando en forma más o menos lineal, aunque no necesariamente cronológica, las vicisitudes de la vida de un héroe y sus descendientes; lo mismo pasó después con sus herederas, las novelas de caballería, que no terminaban de salir de la imprenta y ya estaban engendrando una fecunda prole, no siempre de la misma pluma: el best-seller Amadís de Gaula se continúa en Las sergas de Esplandián, Florisardo, Lisuarte de Grecia, Amadís de Grecia, Florisel de Niquea, Rogel de Grecia y varias más, que siguen las aventuras de los hijos, nietos y bisnietos de Amadís, con múltiples ramificaciones y también incongruencias, ya que los diversos autores no siempre se avenían a reconocer la preeminencia del predecesor y se tomaban la libertad de ignorar sus obras o cambiarles los hechos. El propio Cervantes, autor de la más famosa parodia del género, sufrió en carne propia tales manoseos: antes de que llegara a terminar la segunda parte de su Quijote le ganó de mano un tal Alonso Fernández de Avellaneda, al publicar una continuación apócrifa que de modo muy barroco influiría sobre el original que falsificaba. La pasión de las continuaciones, lejos de extinguirse, continuó en los folletines del siglo XIX, y a partir del XX, en el cine y la televisión, como evidencia el complejo entramado de secuelas, precuelas y spinoffs que anualmente expanden los universos de La guerra de las galaxias, El señor de los anillos y Juego de tronos. Con la novela realista del siglo XIX pasa algo nuevo. El autor elige no solo una serie de personajes y una historia, sino que funda un territorio y empieza a poblarlo, yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, talando bosques, trazando caminos, cultivando los campos, edificando pueblos y ciudades; ya no se limita a contar historias, sino que crea un mundo: su modelo es el Dios del Génesis. Esta gran obra hecha de muchas obras ya no procede linealmente, ni siquiera en forma arborescente, sino que va tejiendo una red que se extiende en todas direcciones; va trazando un mapa, pintando un cuadro, armando un rompecabezas, creando lugares, poblándolos de figuras, llenando los blancos. Trabaja a la vez en el tiempo y en el espacio. En el siglo XIX, la sede privilegiada de tales experimentos es París y el mundo de provincias de Francia. La Comedia humana de Honoré de Balzac, Los Rougon-Macquart de Émile Zola están animadas por el frenesí de poblar, edificar, completar, abarcarlo todo, no dejar espacios vacíos de literatura. Algo se le habrá pegado del otro frenesí expansionista: el del capitalismo, la revolución industrial y el colonialismo, por eso también los pobladores de estos mundos son tan emprendedores, trepadores, ambiciosos, hacendosos. James Joyce, ya a comienzos del siglo XX, hará lo propio con Dublín, aunque antes por reacción que por contagio: compensará simbólicamente el atraso y la marginalidad de Irlanda recreándola en un libro de cuentos y dos novelas: Dublineses, Un retrato del artista adolescente y Ulises. Carlos Gamerro (Foto: Raul Ferrari) Pero quien crea lo que será el modelo, el arquetipo para los escritores del nuevo siglo y –lo que aquí nos interesa– del Nuevo Mundo, es sin duda William Faulkner. A partir de un comienzo todavía titubeante en Sartoris, la fundación mítica del condado de Yoknapatawpha se va consolidando en El sonido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto, ¡Absalón! ¡Absalón! y los cuentos y novelas posteriores. Faulkner funda la ciudad de Jefferson, dibuja el mapa y empieza a llenarlo de lugares y regiones y poblarlo de personajes e historias, yendo hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, desde los pueblos originarios, los primeros colonizadores blancos y los esclavos hasta los años 30 y 40, incorporando, al modo balzaciano, todas las etnias y clases sociales, las actividades económicas, las geografías naturales y humanas, incrustando su parcela de ficción en el mapa del mundo conocido: desde Jefferson se puede viajar a Menfis y Nueva Orleans –así como los personajes de Onetti podrán ir y venir entre la ficcional Santa María y Buenos Aires, Rosario o Monte(video). Difícil exagerar la influencia de Faulkner sobre la literatura latinoamericana, sobre todo en la del llamado boom: creó un modelo de vanguardia periférica demostrando que una literatura local, regional, rural, de una zona culturalmente atrasada no estaba condenada al regionalismo y al costumbrismo, sino que podía ser también experimental y moderna: destruyó el mito que asociaba las vanguardias con las grandes metrópolis y los centros culturales; demostró en su vida y en su arte que un autor podía nacer, criarse y escribir en los márgenes –el profundo sur, la zona más aislada y atrasada, cultural y económicamente, de los EE.UU. de entonces– y convertirse en autor de trascendencia mundial; que no hacía falta viajar a Londres o París, como sus compatriotas Henry James, T.S. Eliot, Ezra Pound, Ernest Hemingway y F. Scott Fitzgerald, para inventarse una tradición y conocer la literatura de vanguardia: bastaba con leerla, y eso podía hacerse en el porche de su casa de Oxford, Misisipi. La literatura de Faulkner pertenece, además, al área Caribe casi más que a los EE.UU.: su mundo, sus gentes, las actividades económicas, su orden social –esa combinación de esclavismo, feudalismo y capitalismo– tiene más en común con las Antillas, Centroamérica y países como Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela que con el resto de los EE.UU. Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa han admitido su decisiva influencia, Borges lo admiraba y tradujo Las palmeras salvajes; pero fueron otros dos autores los que adoptaron también su proyecto de crear y poblar un mundo de ficción abigarrado y autónomo: los fundadores de las muy disímiles Macondo y Santa María, Gabriel García Márquez y Juan Carlos Onetti. Las vincula una peculiar simetría inversa. Macondo surge en las novelas La hojarasca, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora, y culmina y desaparece en la más abarcadora y lograda, Cien años de soledad, que las deglute a todas y de algún modo las vuelve superfluas. Santa María, en cambio, nace en la novela más ambiciosa e importante de su autor, La vida breve, y luego sigue una sinuosa vida menguante (en la vitalidad de su mundo y personajes, no de su escritura) en El astillero, Juntacadáveres, Para una tumba sin nombre, Dejemos hablar al viento, Cuando ya no importe y muchos cuentos, entre los cuales se destacan “El infierno tan temido” y “Tan triste como ella”. Nicolás Bompadre y Damián Repetto, autores de “Mundo Onetti” (Crédito: Revista 1 de Octubre) Heredero a la vez de Onetti, de Faulkner y de Joyce, Juan José Saer crea su propio mundo ficcional, centrado en la ciudad de Santa Fe, en una compleja urdimbre de relatos, desde los cuentos de En la zona a la novela La grande. Como una de las más firmes candidatas a servir de modelo de la Santa María de Onetti es Paraná, situada en la orilla opuesta a Santa Fe, es tentador imaginar la conjunción de ambos universos: enterarse de que Barco, por ejemplo, cruza el río para atenderse con el doctor Díaz Grey; reconocer a Tomatis en alguna de las fotos que Gracia César le envía a Rizzo. De todos estos autores, Onetti es el más devotamente faulkneriano. Así lo resume otro de sus herederos, Mario Vargas Llosa, en “La fuga a un mundo de ficción”: La huella del autor de El sonido y la furia está ante todo presente en la obra de Onetti en la ambición de crear un mundo propio, inspirado en, pero opuesto al, mundo real, esa Santa María que, como el condado de Yoknapatawpha, goza de soberanía –de una historia, geografía, tradición, mitología y problemática social que le son propias– y que se va constituyendo y rehaciendo con cada relato o novela, los que, de este modo, sin perder su autonomía, pasan a ser etapas o capítulos de una sola “comedia humana”. Es verdad que fue Balzac el primero en concebir una totalidad narrativa haciendo saltar a los personajes de una a otra historia, pero es claro que no fue de Balzac […] sino de Faulkner de quien Onetti tomó la idea, al igual que García Márquez para crear su saga de Macondo. Pero no es solo en la ambición de construir un mundo y en la forma narrativa – esas ideas y vueltas de versiones y rumores entre muchos narradores, la incertidumbre, los relatos en primera persona plural (el ‘nosotros pueblerino’)–, sino también en el estilo, que se descubre la huella de Faulkner; quien mejor lo resumió fue Ricardo Piglia, o más bien su alter ego Emilio Renzi, en Respiración artificial: “Yo había escrito una novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes, mejor: usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual, sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de Onetti”. Juan Carlos Onetti Pero lo que distingue a Onetti de todos sus contemporáneos, y también de su maestro Faulkner, es el giro peculiarmente barroco y cervantino que le imprime a su acto de creación literaria. La vida breve cuenta cómo Juan María Brausen, desocupado, desolado por la ablación del pecho de su mujer, desganado, con la vana ambición de salvarse escribiendo un guion o más bien un tratamiento cinematográfico, se deja habitar por una imagen, la del doctor Díaz Grey en su consultorio, a partir de la cual la ciudad de Santa María se desplegará entera, a la manera de la Combray de Proust de la magdalena remojada en té en el primer volumen de En busca del tiempo perdido: Hay un viejo, un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco […]. Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio médico. El médico vive en Santa María […] una pequeña ciudad colocada entre un río y una colonia de labradores suizos […]. Yo veía, definitivamente, las dos grandes ventanas sobre la plaza: coches, iglesia, club, cooperativa, farmacia, estatua, árboles, niños oscuros y descalzos… ¿Cuál es el peculiar agrado que producen estos mundos ficcionales complejos y completos? Me atrevo a sugerir que, con toda su ambición y sofisticación, es el peculiarmente infantil de inventar y poblar comarcas imaginarias: con muñecas, con soldaditos, en casas, ciudades, castillos, palacios, láminas. Siendo lector infantil, viví una epifanía, en principio negativa, que me marcó para siempre: fascinado por el mundo ficcional de Monteiro Lobato, su quinta del “Benteveo amarillo” (así en las traducciones al español) y sus personajes (Perucho, Naricita, la muñeca Emilia, el Vizconde de la Mazorca, doña Benita, Anastasia) un día tomé conciencia de que nunca iba a poder entrar en ese mundo, que existía solo en los libros, que esta –pedestre, previsible, opaca– era la realidad que me había tocado. Tal vez fue ese el día en que sin saberlo decidí ser escritor. Años después me hermanaría con Clarice Lispector el cuento “Felicidad clandestina”, en el cual la niña protagonista, tras muchas peripecias y esfuerzos, logra llevarse Las aventuras de Naricita a la hamaca: “Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante”. Ese mismo agrado –presumo– debe haber sentido William Faulkner al dibujar el mapa de Yoknapatawpha y escribir debajo “William Faulkner, sole owner and proprietor”. También Brausen, hacia el final de La vida breve, dibuja el suyo: “Empecé a dibujar el nombre de Díaz Grey […] precedido por las palabras calle, avenida, parque, paseo; levanté el plano de la ciudad que había ido construyendo alrededor del médico con esmero” y al terminar “firmé el plano y lo rompí lentamente”. Y tras romperlo, mágicamente, como si rasgara un velo, logra entrar en Santa María. Juan Carlos Onetti Cuando el escritor es nuestro contemporáneo (lo fueron durante algún tiempo Onetti y Saer, en mi caso) a este agrado se suma otro: el de vivir a la par de sus personajes. “En qué andarán Díaz Grey o Larsen”, podía preguntarme años después de leer, tal vez en 1981, Juntacadáveres – todavía no había leído Dejemos hablar al viento, todavía no había escrito Onetti Cuando ya no importe. Qué será de la vida de Ángel Leto, con quien me había encariñado en Cicatrices, me preguntaba cada tanto, hasta que en 1986, o poco después, al leer Glosa, me enteré, consternado, que había muerto hace algunos años, tras tomarse la pastilla, cercado por los asesinos de la dictadura. No es muy diferente, fuera del sueño de la literatura, a cruzarse con un conocido y preguntar por los amigos mutuos. “¿Se casó? Me estás jodiendo. ¿Cómo que muerto? ¿Cuándo?”. En las novelas autónomas, al llegar a la última página y cerrar el libro, uno se despide de sus amigos, o enemigos, y de su mundo, para siempre. Sí, es verdad, siempre podemos releerlas: pero eso es como recordar vivencias pasadas. En los ciclos novelísticos, en los mundos de ficción hechos de archipiélagos de cuentos y novelas, uno vive –aun cuando no esté leyendo– en la expectativa y la esperanza de nuevos encuentros, nuevas experiencias. Sus vidas continúan por fuera de las tapas cerradas. ¿Cuál es, por otra parte, el mayor riesgo de adentrarse en estos laberintos? El de perderse, desde ya: entrar por la novela equivocada, quizás tardía, y no reconocer pistas, alusiones, referencias a situaciones de novelas anteriores, o de precuelas que alteren nuestra percepción y comprensión de lo que se dice y lo que pasa. Y si uno se propone leer los libros en orden, saber si este debe ser el de su escritura o el de los hechos (El astillero, por ejemplo, se escribe y publica antes de Juntacadáveres, pero Juntacadáveres narra lo que pasó antes); de olvidarse, a medida que los libros se acumulan, de situaciones y personajes, o confundirlos y mezclarlos: difícilmente uno los leerá todos seguidos, sin detenerse ni interponer otras lecturas; y aun si lo hace, surgirán las dudas, las vacilaciones, los blancos. Para conjurar estos riesgos y moderar estas angustias de lector perdido en un laberinto hecho de cuentos y novelas es que son tan bienvenidos libros como Mundo Onetti. La devoción y el cuidado de sus autores, Nicolás Bompadre y Damián Repetto, nos han brindado un diccionario de locaciones y de personajes, y una serie de mapas; nos proponen un orden de lectura y sitúan a los pobladores del mundo Onetti en los libros, lugares e historias que les tocan. Mundo Onetti se convierte así en una Baedeker (hoy Lonely Planet) de un mundo de ficción, a la cual el lector puede recurrir como se hace en los viajes, consultando las páginas pertinentes a medida que se visitan los lugares y se interactúa con los lugareños; pero también puede leerse de corrido, como tantas veces se leen las guías de viaje, para soñar con tierras lejanas, para viajar en la imaginación por lugares a los que uno quizás nunca logre entrar. Con Mundo Onetti en las manos, los viajeros pueden empezar a planear su viaje soñado.
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