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  • Pantalla sacramental, liturgias del ‘scroll’ diario

    » Diario Cordoba

    Fecha: 18/09/2025 04:49

    En algún tramo de este siglo creímos que la salvación cabía en el bolsillo. La devoción antigua -rosario, labios musitando- se trocó en una piedad sin plegaria: la de la pantalla, custodia profana ante la que cumplimos un ceremonial minucioso. Despertamos y, antes de que el alma se desperece, abrimos el templo de cristal líquido: consultamos a los dioses menores -notificaciones, alertas, termómetros de vanidad- y rendimos la primera genuflexión del día: el pulgar. La pantalla ha inventado horas canónicas: al alba, el parte de guerra; al mediodía, el ofertorio publicitario; por la tarde, la homilía moralizante de la turba; y, antes del sueño, unas completas narcóticas. Sin sacerdote ni templo: el sacerdote es el algoritmo, liturgista ciego; el templo, nuestra soledad. Ya no buscamos intimidad para interrogarnos, sino para obedecer en silencio a ese oficiante que nos conoce por añadidura, confesor sin absolución. El gesto es humilde y devastador: deslizar. Deslizamos para no escuchar el desierto interior que llamamos aburrimiento, para camuflar el dolor, para matar el tiempo que nos mata. Y, mientras tanto, se degrada el mundo tangible: la conversación que exige matiz, la lectura que exige demora, el paseo que exige mirada. Se degrada, sobre todo, la atención, esa forma de caridad que consiste en ofrecer al otro -y a lo verdadero- lo mejor de nuestro tiempo. Bernanos desconfiaba del progreso sin conciencia; Unamuno, de las prótesis técnicas del alma. Tenían razón: la pantalla que prometió ubicuidad nos volvió ubicuos y dispersos. Sustituimos ritos que nos unían -campana, mesa, domingo- por ritos contables: letanías de «me gusta», cuaresmas de indignación reglamentaria, autos de fe sin penitencia. Péguy avisó: todo comienza en mística y acaba en política; hoy empieza en mística digital y termina en estadística. No se trata de demonizar herramientas, sino de recordar la medida humana. Cuando la herramienta dicta la medida, todo se rinde a la prisa: la belleza impacienta, el silencio incomoda, la oración parece inútil porque no rinde en la contabilidad del instante. Y así la vida, convertida en espectáculo, se nos hace irrisoria; el dolor ajeno se anestesia, el propio se trivializa. Urge restituir lo sagrado de lo pequeño: instituir un ‘sabbat’ doméstico para los dispositivos; dejar el teléfono a la entrada, como quien moja los dedos en la benditera y recuerda que dentro se habla bajo; recuperar el coloquio sin testigos, la lectura que no exhibe su intimidad, el paseo sin GPS donde la ciudad nos sorprende. No quememos pantallas, destronémoslas: lámparas, no altares; ventanas, no vitrales. Si quitamos al pulgar su pontificado, quizá regrese lo esencial: la atención como ofrenda, la palabra como pacto, el silencio como cuna de la verdad. *Mediador y coach

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