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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 14/09/2025 06:46
El escritor Andrés Neuman lee poemas del libro dedicado a la enfermedad y muerte de su madre No sé si es buena hacer una entrevista con alguien a quien se ha visto un par de veces para hablar de la muerte de su madre, cuando él era incluso mucho más joven que ahora. De los papelitos que fue escribiendo cuando ella se enfermó, cuando la cuidaba, cuando la tuvo que llevar al baño. De cómo esos papelitos quedaron en una bolsa muchos años, más de diez. Pero como esos temas vuelven, como esas muerte no se curan nunca, las palabras siguieron dando vueltas y un día él abrió la bolsa y vio que eran poemas y acá estamos: un bar de Buenos Aires, una mañana, Andrés Neuman y su libro Isla con madre, que publicó la editorial La bella Varsovia. “Gracias a vos sospecho/ que voy a hablarte siempre/ incluso cuando olvide”, dice en en lo que tal vez sea el último verso del libro. O tal vez el último sea este otro, que parece una nota y dice: “Granada 2006-2007. Revisado en 2022, en el XV aniversario de tu muerte”. Neuman nació en Buenos Aires en 1977 pero creció en Andalucía y allí sigue viviendo. Y aunque ahora hable con un acento que no lo distinguiría de cualquier porteño, cuenta que puede cambiar de registro y ser españolísimo en un segundo. No se sabe bien en qué estante -¿litertura española? ¿argentina?- poner sus libros. Que son, muchos, novelas, como El viajero del siglo, con la que ganó el Premio Alfaguara, o Hasta que empieza a brillar, sobre María Moliner y su famoso diccionario. Andrés Neuman con su madre, en la Argentina. De esto hablamos, para arrancar, porque hablar de si el vos o el tú es más fácil que hablar del cáncer de pulmón, del dolor, de la fragilidad, del hijo que cambia de rol y se vuelve, antes de cumplir 30, el que cuida. -En un verso hablás de decir las cosas “por si se desentrena la impudicia”. ¿La poesía es un género que permite ir a la impudicia? ¿Más que la narrativa? -Claro, en el territorio del poema podés ejercer la impudicia en el sentido, digamos, etimológico. Es decir: trabajar con el desnudo en un sentido radical. -¿Lo impúdico son los sentimientos? -Sin duda, lo otro ni siquiera me interesa desnudarlo. Estoy hablando de lo que cuesta decir o los sentimientos que son incómodos de nombrar. Y al mismo tiempo son incómodos porque no hay un léxico comunitario o una costumbre de ejercer ese léxico emocional de manera comunitaria. Hay una paradoja interesante, que es que la poesía tiene, entre otras muchas posibilidades, dos direcciones anímicas muy clásicas: la himnica y la elegía. A la himnica se la suele vincular a los rituales comunitarios. No hay himno sin un grupo. En cambio, a la elegía se la suele asociar con el dolor privado. Y eso, en realidad, es un malentendido. ¿Por qué? Porque las emociones más trascendentes de nuestra especie, incluyendo las dolorosas, son profundamente colectivas, están interrelacionadas, se comparten, se comprenden mejor en comunidad.Pero nos educan para dificultar los circuitos entre los dolores y la conversación colectiva. Entonces, uno tiende a asociar el himno a un canto en voz alta de manera coral y a la elegía a un susurro casi secreto. -Es que el himno es triunfal. -Sin embargo, no hay nadie que desconozca los dolores que la elegía canta y hay un extraño bálsamo en poder identificarlos, nombrarlos y compartirlos. Andrés Neuman, una mañana de casi primavera en su Buenos Aires natal. -Contame las circunstancias, cómo escribiste este libro. -En mi familia hubo una inversión de roles, que fue tan reveladora como dolorosa: mi papá enfermó de joven y mi mamá y yo lo cuidamos. Y poco tiempo después, mi padre, ya recuperado, pasó a cuidar a mi madre, respectivamente enferma, que murió muy joven, a los 54 años, de un cáncer de pulmón. En el libro no se nombran las circunstancias médicas específicas, pero me interesaba la forma de la experiencia, el arquetipo universal de cuidar, despedir y duelar. -Es un libro conmovedor, en lo último que pensé fue en el arquetipo de la experiencia. -Eso es en un momento muy posterior. Vuelvo a la génesis: en poco tiempo vi como en mi familia el cuidado pasaba a ser cuidador y la cuidadora pasaba a ser cuidada. Y que había entonces una incertidumbre, una fragilidad de todos los personajes familiares, la vulnerabilidad que en cualquier momento puede alterar el precario equilibrio de nuestros afectos. Eso me dejó pensando sobre, sobre la necesidad de escribir acerca de los cuidados desde un punto de vista literario. -Pero lo escribías mientras estaba pasando... 2006 y 2007. -Durante todo ese par de años en que hicimos el acompañamiento y el cuidado de la despedida de mi madre, que tenía una enfermedad, en principio, incurable, fui tomando nota con papelitos, sin ninguna intención no ya de publicarlos, que por supuesto que no, sino que ni siquiera pensé que pudieran conformar un libro, aunque fuese un libro íntimo, doméstico. Eran trozos de papel que me sucedían en un hospital, al lado de una cama o en un pasillo, o caminando por la calle, yendo al hospital o saliendo. Y era una especie de prolongación de las conversaciones que no siempre se pueden tener con los seres queridos a los que cuidamos por distintas razones. Esto que dice el libro en un momento dado... que las cartas verdaderas se escriben para quienes no podrán recibirlas. ¿Qué son estas palabras dictándome las cosas que no dije? Las cartas verdaderas se escriben para quienes no pueden recibirlas. -Hermoso. -Era una forma, por un lado, de conversar con mi madre y, por otro, de generar una acción de gracias y un ritual de despedida. Una especie de conversación fantasmagórica. -¿Como poema los escribiste después? -Tenían la forma de versos. Yo muy habitualmente tomo notas en verso, pero no porque pretenda publicarlas. El ritmo me ayuda a pensar y me clarifica el sentimiento. Hay algo en la forma versal que vuelve nítida la posibilidad de sentir, ¿no? -¿Ella oyó algo, leyó alguno? -No, nada. -¿Dónde los juntabas? -Papelitos sueltos. En una bolsita que, a su vez, guardaba en un cajón. Era una especie de secreto casi ante mí mismo. Y eso fue el antes, el durante y el después de la pérdida. Más o menos un par de años de escritura. Que ahí quedaron, en un cajón, durante, por lo menos quince años. Siempre miraba ese cajón y pensaba: “¿Lo abro o no lo abro?” Y al principio era demasiado delicado como para abrirlo y después me pareció que ya era demasiado tarde. “¿Y ahora para qué?” Entonces, quedó en una especie de limbo ese cajón. Y jamás los releí. No los pasé en limpio. Hasta que hice mi duelo. Por supuesto que esto lo abordé de otras maneras, más indirectas, en la ficción, sobre todo una novela que se llama Hablar solos, que no habla en lo absoluto de mi madre y, sin embargo, habla de las personas que cuidan y de la dificultad de hablar de los derechos emocionales y familiares de las personas que cuidan. -¿Y cuando terminó el duelo? -Bueno, había decretado ingenuamente que el duelo se había cerrado, al menos hasta donde el duelo se cierra. Y seguí con mi vida hasta que nació mi hijo. Pero cuando nace mi hijo me doy cuenta de que el duelo estaba cerrado en tanto hijo, pero no en tanto padre. Yo no podía presentarle a mi hijo a su abuela. Entonces, eso me devolvía una pérdida inicial. -No querías que tu hijo no tuviera abuela... -Claro. Y eso me generó una perplejidad casi tan fresca como la inicial. Entonces, me acordé de la bolsa de los papelitos. Y se lo conté a una amiga, una amiga poeta y que por entonces era editora de La bella Varsovia, Elena Medel. Le conté esta historia y le dije que venía pensando últimamente en esa bolsa y que me parecía que había algo del duelo que se había reabierto con la paternidad y que pedía, por lo tanto, ser cerrado desde otro lugar. Y ella prácticamente me exigió que abriera de una vez ese cajón. Le hice caso y empecé a-releerlos, ya con una distancia temporal enorme, y me encontré con varias sorpresas. Que casi todos tenían la forma de poema, que estaban voceados, que estaban balbuceados. Y también el desamparo que transmiten esos textos. Y un poco una sensación como de orfandad, que vuelve a ser casi infantil, no en el contenido sino en la dificultad para decir cada sílaba del poema. Entonces, tengo la sensación de que es un libro como muy balbuceante. Al sol, tu cráneo liso, todo se vuelve un poco menos urgentemente verbal. Los pies nos cuelgan del puente, y escribir se parece a un empujón muy suave. -¿Balbuceante? -Ese balbuceo tenía que ver con la iniciación lingüística también. Mi madre nació de “vos” y murió de “tú”. Nació en Argentina y se murió en España, y mi propia infancia hizo ese recorrido. Y que entonces ese voceo tenía algo de invocación a la madre primera. Y un regreso a la lengua materna o al dialecto materno. -Tu hijo ya tiene cinco años. ¿Tiene relato de su abuela? -Claro, porque su abuela es un relato. No solo tiene, sino que siento que debe tenerlo, porque mi madre existirá en la medida en que se la narre. Entonces, una de mis misiones en la vida de mi hijo es narrarle a su abuela. -Darle una abuela. -Tal cual. Entonces, lo que hice fue empezar a pasarlos a limpio. Sentí que hacía falta algún tipo de ritual físico con los papelitos también, que tuviera algo como de ritual primitivo. Entonces, hice algo que ni siquiera en mi más tierna infancia había hecho: quemé los papelitos de los poemas que iba descartando. Los poemas que más me apelaban los iba pasando a limpio y los que no, los iba quemando como en un ritual funerario -¿Qué hiciste con los que no quemaste? -Supongo que están en un cajón. Andres Neuman con su mamá, en la Patagonia. -¿Cómo fue volver a leerlos? -Por un lado, fue muy conmovedor. Y, por otra parte, un enorme alivio. Pero ¿por qué publicarlo? Para empezar se los mostré con intenciones puramente familiares a mi entorno próximo y la reacción emocional fue muy poderosa. Yo lo atribuía a que, bueno, conocían a mi mamá o me querían a mí. Entonces, por curiosidad, los compartí con otros compañeros y compañeras, poetas y de otras disciplinas, que no tuvieron un trato con mi madre y, en algunos casos, ni siquiera tenían un trato íntimo conmigo. Y las reacciones emocionales siguieron siendo exactamente iguales: la gente me mandaba largos mensajes o me decía que había llorado, que se los había mostrado a otras personas y habían llorado juntos, que habían conversado mucho sobre sus duelos con otras personas después de leerlos. Entonces, empecé a ver que esos pequeños textos podían formar parte de una conversación que siempre se está armando, que siempre está pendiente y que nunca está del todo nombrada, que parece difícil que se dé y que, cuando se da, genera el bienestar de nombrar algo más o menos innombrable. -¿Quién no tiene un dolor de muerte? -Claro, exactamente. O una experiencia de cuidado. La gente lo leía a veces desde el lado de los seres queridos perdidos, otras veces desde las experiencias de cuidado, de la figura del cuidador. No solamente me parece importante y necesario y saludable y justo hablar de los cuidados, sino también darles una dignidad estética, trabajar el tema lo artísticamente. Es una manera de tomárselos en serio. No tiene por qué ser siempre no ficción o un testimonio autobiográfico. Está bueno metaforizarlo, ficcionalizarlo, abordarlo desde todos los ángulos y todos los lenguajes. -Hacés mucho énfasis en los cuidados. -Es algp qie nos cuesta. Y ni qué hablar en el caso de un hijo varón o de un hombre educado, como la mayoría de nosotros, en una mezcla de negligencia y temor hacia el cuidado, a la dificultad del cuidado se agrega una especie de obstáculo cultural de la mala educación que solemos recibir los varones al respecto. La mayoría de nosotros terminamos aprendiendo a los tropiezos, pero partimos de un lugar donde en nuestro horizonte no se dibuja el cuidado cotidiano. Y así nos va en nuestros vínculos y en nuestra manera de estar en el mundo. No hay una larga tradición de artistas hombres reflexionando sobre los cuidados en su vida. Te cepillé los dientes, te ayudé a orinar, te ofrecí con cuchara mi temor. -Eso también es pasar la impudicia, la impudicia de “te llevé al baño”. -Escribir sobre esto es parte también de hacernos cargo de nuestra parte del cuidado. Escribimos sobre lo que nos importa. Y si los cuidados nos importan, como creo que sin duda nos importan, merecen y hasta demandan una escritura y el estar siempre más preparados para, yo qué sé, una crítica del capitalismo, un análisis del imperativo categórico kantiano, el gol de turno o cualquier tema, pero no esta zona del cuidado, forma parte de los mil y un tabúes de nuestra educación. -El título alude a una isla, pero vos hablás de hacer colectivas estas experiencias... -Las experiencias dolientes, como la del duelo, solemos vivirlas en forma de isla, es como una ilusión óptica con respecto a nuestras propias emociones. Creemos y sentimos que es imposible que alguien te entienda, que son muy tuyas, muy excepcionales. Entonces mirás a tu alrededor y lo que hay es la inmensidad, te sentís aislado en tu dolor. Pero si proyectás una mirada un poco más panorámica, descubrís un archipiélago. Hay un montón de gente que se siente aislada, sintiendo o pasando algo muy parecido a lo tuyo. Las experiencias trascendentalesl del ser humano tienen esta cualidad como anfibia, que se viven como difícilmente transmisibles, excepcionales y muy difíciles de comprender por otra persona. Y el mundo está lleno de gente sintiendo exactamente eso con respecto a las mismas cosas. -Y por ahí todos tienen razón. Nadie puede entender la muerte de mi madre. Vos podés entender la de la tuya... -Claro, claro. Entonces, es la transformación o la mutación de la isla en archipiélago: una isla que se comunica con otras islas mediante un líquido, que en este caso es la palabra. Y ahí se forma un archipiélago dolores inicialmente aislados que ahora se interconectan. Esa función cumplen muchas veces los libros, por supuesto. -En el caso de tu mamá había otras personas cercanas cuidándola con vos. -Aaparte de mi papá, estaba mi hermano. Cuando mi mamá murió, mi hermano era bastante joven, tenía un poco más de veinte años. Entonces mi hermano, que vivió muy poquitos años en Buenos Aires y que tiene unos recuerdos de infancia tenues en Buenos Aires, quería plantar un árbol con las cenizas de nuestra madre. Y a mí eso me generaba un dilema irresoluble, porque ¿dónde plantábamos el árbol? ¿Acá o allá? ¿En qué orilla del mar plantábaamos el árbol? Él necesitaba un lugar al que peregrinar, que es una necesidad antropológica de toda la vida, peregrinar al lugar de tus muertos. Y yo, y yo tenía la necesidad, otra necesidad también atávica que era tirarla al mar, ¿no? Esparcirla, sería la palabra. Esparcirla en el mar, que es precisamente un modo de que estés en más de un lugar o que estés circulando. Él quería un lugar y yo un movimiento, él quería una raíz y yo, al no poder elegirla, prefería el mar, que es lo que atravesamos cuando vamos de un lugar al otro. Entonces, nos dividimos, nos repartimos salomónicamente la metáfora que quedaba de nuestra madre, plantamos un árbol y la esparcimos en el mar junto con nuestro padre. Pero entonces, muchos años después, cuando exhumo estos papelitos, me doy cuenta de que la metáfora de la isla recoge exactamente esos dos movimientos, o sea, la raíz del árbol y el fluido del mar, porque una isla es tierra y mar al mismo tiempo. Las ojeras en surcos. La cabeza preciosa. Con los brazos marcados. Sin pestañas. La piel fina, sin músculo. Las muñecas dobladas y las uñas robustas. Con las manos muy ásperas y los pies impecables. Así morías, madre, vos, tan viva. (Fotos Adrián Escandar)
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