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  • El rastreador (segunda parte)

    Concordia » El Heraldo

    Fecha: 13/09/2025 20:20

    Creyó oportuno entonces comentarlo con el Coronel Conrado Villegas, quien acreditaría en su haber la captura del cacique Pincén. El día 6 de noviembre de 1878, Villegas y sus hombres descansaban en el monte de una de las tantas persecuciones, cuando se le presentó un oficial de apellido Solís y un baqueano rastreador que hacía varios días que seguían las huellas de una partida de indios, trayendo prisioneros a varios indios de lanza, algunos capitanejos y al mismo Pincén con toda su familia. Había caído prisionero víctima de su propia arrogancia de ser quien era. Este tenía sus tolderías en la zona de Carhue o Lagunas Encadenadas, de origen tehuelche aunque también su poder llegaba a Trenque Lauquen, Puan, Carhue, Guaminí. La madre de Pincén podía haber sido una mujer blanca nacida en Río Cuarto. Hecha cautiva en Renca (San Luis) por un malón que la trasladó con su hijo a Carhue, donde el mismo cacique declaró haber nacido. No hay certeza sobre el origen étnico de Pincén. Él se consideraba puelche (gente del este) es decir del este cordillerano. Sabemos positivamente que su madre era cristiana. El día 11 de noviembre de 1878 el coronel Villegas le comunicó al nuevo Ministro de Guerra Julio A. Roca (Alsina había fallecido) que ha sido capturado Pincén. En medio del desierto Pincén miraba fijamente al famoso “Toro” Villegas, como lo llamaban los indios. Pincén le pidió “No me maten”, “Si me matan salve a mi familia” “No tengas miedo. Te hago gracia de vida” le dijo Villegas. El cacique respondió “Acabado Pincén” “Ahora siendo tu amigo. Queriendo ser tu soldado para pelearlos a los pícaros ranqueles”. Eso se lo contó el Coronel Villegas a Alfredo Ebelot y este a su vez, le refirió a Villegas lo de los caballos sacados por los indios a través de la zanja de Alsina. —Amigo, dijo Villegas, que conocía la frontera como el que más, y tenía tanta intuición del campo como puede caber en un cerebro civilizado, eso no es hazaña para un rastreador ¡Usted por lo visto, no ha viajado en el interior? Estaba hace poco en la Provincia de San Luis, en un pueblito en plena sierra. En las montuosas calles cavadas en piedra viva, solo los descalzos y las mulas podían caminar sin resbalarse. Me hallaba frente a la escuela, al salir los niños. Lanzáronse en tropel; el mayor de ellos tendría unos doce años. Apenas en la plaza, se pusieron a andar despacio, cabizbajos, con los ojos fijos en el suelo, escudriñando la superficie del duro granito, en que, por el viento, no quedaba un átomo de tierra. Les oí cambiar sus observaciones—Allí va la mula del cura, decía uno—Pasó hace una hora, agregó otro—El receptor de rentas ha ido a pasear a caballo—El almacenero de la esquina a pie—con botas—Che, vete pronto a tu casa, tu mamá acaba de volver—calzaba alpargatas— Sí señor, esos pillos leían todo esto en la roca lisa tan fácilmente como leemos en los libros las fruslerías que por lo general no son tan interesantes— …La más linda historia del mismo género que me hayan contado los que la sabían de buena fuente es esta, que, con permiso, voy a reproducir abreviándola. En la misma provincia de San Luis, un gaucho habitaba solo en un rancho aislado. Pasaron unos días sin que nadie lo viese, lo que no llamó la atención pues los gauchos de San Luis solían emprende viajes tan repentinos como inexplicados. Nadie tuvo la idea tampoco de averiguar si su puerta estaba abierta o cerrada, por dos razones: una que en general, no transitaba ser viviente por allá, y la otra que el rancho no tenía puerta. Sucedió, sin embargo, que un arriero, campeando en los alrededores una mula que se le había extraviado, percibió cierta hediondez. Se arrimó al rancho, se apeó´, y se halló en presencia del cadáver del dueño, tendido largo a largo cerca del fogón, y entrado ya en plena putrefacción. Precisamente había caído una copiosa lluvia días antes, y los vestigios del lúgubre drama que hubieran podido quedar impresos en el suelo, habían sido borrados por el aguacero. El arriero se fijó bien en todo cuanto alcanzó a ver, cortó unos pedazos de césped con su cuchillo a fin de tapar las huellas que más características le parecieron, montó a caballo y se fue a dar parte al alcalde. Este mandó en el acto un chasque en busca del más ilustre rastreador de la provincia, al superintendente, para decirlo así, de los sumarios. El rastreador acudió, removió delicadamente los terrones colocados por el arriero, estudió los rastros así conservados, descubrió otros que habían escapado a este, los grabó bien en su memoria, sacó deducciones, comparaciones, conclusiones, y sin decir palabra montó a caballo y echó a anda, al parecer como quien sabe adónde va. Lo seguían a distancia el comisario y la partida de policianos que se daban, con el codo, desconcertados y preguntándose cómo diablos podía aquel hombre con aire de perfecta seguridad una pista que ellos mismos, tan puntanos como él y entendidos en esas cosas, no acertaban siquiera a sospechar. Con todo, la cosa era peliaguda, el asesino no era cualquier zonzo. A la cruzada de los arroyos, había tenido buen cuidado de seguir el curso de la corriente, unas veces aguas arriba, otras veces aguas abajo, durante cuarto de legua largo, manteniendo su caballo en el centro mismo del lecho, en el que sus cascos no dejaban huellas que el pájaro en el aire, que el pez en el agua, y el hombre en casa de la mujer, para emplear la traviesa expresión de la Santa Biblia. En el punto favorable, por lo general, cuando la orilla era de roca, obligaba a su caballo a saltar de un brinco sobre la ribera, a menudo del mismo lado que había entrado, repitiendo a poco andar la misma estratagema a fin de enredar los rastros. El rastreador desenmarañaba la madeja con toda paciencia. Necesitó para ello varios días. A la noche, se acampa a conveniente distancia de la pista:—bastante cerca para encontrarla con facilidad a la madrugada siguiente; bastante lejos para evitar que los caballos de la escolta, largados al campo, borrasen las pisadas. Llegaron en fin a un pueblo. La partida de policía lo creyó todo perdido. Hacían ocho días, por lo bajo, según cálculos minuciosamente establecidos, que el asesino había pasado por allí, y en ocho días, en tiempo de lluvia y de barro; ¡cuántos rastros pueden tapar los de un jinete en las calles de un pueblo! El rastreador sin embargo seguía avanzando sin vacilación. Tomó primer una calle, en seguida otra perpendicular, dio una vuelta más, entró en la plaza de las carretas o como se dice, la plaza de frutos del país. Los policianos estaban medio picados de escepticismo, medio atónitos de admiración. Serpenteó algún rastro entre las carretas formadas en hileras. Se entrecortaban innumerables pisadas de bueyes, de caballos, de hombres. Que maculan el suelo en las inmediaciones de las paradas de carretas. Escusado de decir con que metódica lentitud y con qué ansias se verificó esa parte del camino. En fin, el rastreador se tiró al suelo, manoteó un montoncito de barro fétido, examinó los cascos de un caballo allí atado, y dijo con aliento de alivio: “Priendan a ese hombre” El acusado era un tropero viejo, dueño de seis carretas de bueyes., conocidísimo en el lugar como hombre honrado, y que probó con toda evidencia que, en los quince días anteriores, teniendo carga que entregar y que recibir, no se había separado ni una hora del fogón en que estaba tomando mate cuando lo prendieron. Los policianos que primero habían exclamado: Oh oh! Se sonreían ahora exclamando: Ah,ah— Está muy bien, dijo el rastreador con la mirada calma que es en ellos un don natural corroborado por la dignidad de la profesión, pero vas a decirme a que peón tuyo pertenece este caballo. —Este caballo no es nuestro. Lo he cambiado con un caballo mío. El gaucho que lo dejó venía de lejos, según dijo tenía que ir lejos, y se le había aplastado el mancarrón, que es este. Lo tenía a estaca y a pasto seco para componerlo. —¿Cuánto tiempo ha? El tropero contó con los dedos y contestó. —Ocho días. —Perfecto ¿Dónde ensilló el otro caballo? —Cuando se lo cambié, estaba atado a la culata de la tercera carreta. El rastreador se fue a la tercera carreta. —¿Es este su casco? Preguntó poniendo el dedo sobre un rastro casi borrado —Ese mismo. Mirá acá se ve más claro —Gracias ¿de que pelo es el caballo que le diste? —Overo —Está bien. La verdad me obliga a declarar que el rastreador se valió entonces de un ardid de guerra. Ensilló y enfrenó el caballo del asesino. En adelante iban dos en busca de su casa: —el jinete guiado por el rastro, el caballo que husmeaba la querencia. Todo anduvo, pues, a pedir de boca. Hubo momentos en que galopaba fumando, sin dignarse a mirar el suelo, tan seguro de estar en buen rumbo como si hubiera seguido un camino nacional con mojones kilométricos y postes de telégrafo. Al día siguiente su caballo relinchó. Se divisaba a corta distancia un rancho y un caballo overo atado al palenque. —¡Rodeen la casa! Ordenó el rastreador El dueño del rancho apareció en su puerta. Vió al rastreador, a quien conocía, montado en su propio caballo, y la partida de policía desplegada en guerrilla —Estoy perdido, dijo simplemente, y sin ambages, ni reticencias, abrumado por la evidencia, lo confesó todo. Si este cuento no se hubiera hecho tan largo, si quisiera filosofar, sería del caso preguntarse lo que hemos ganado en civilizarnos, en gustar las salsas picantes, en los juegos de Bolsa y en las mujeres pintadas. Esto nos llevaría lejos; pero puede decirse que hemos perdido en ello una porción de sentidos delicados, perspicaces, infalibles que han conservado las palomas, los caballos, los salvajes, seres todos que llamamos brutos, de puro engreídos por la refinación y embotamiento de nuestro organismo. Y téngase en cuenta que, entre los sentidos de que nos hemos despojado así, el más atrofiado es el sentido común. Del libro “ LA PAMPA” Biblioteca Escary por Alfredo Ebelot Buenos Aires Joseph Escary Editor 1890 Ads Ads

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