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  • La historia que Natalia Oreiro lleva al cine: su hijo fue a la cárcel por error, se enamoró de un preso y ahora viven juntos

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 09/09/2025 10:42

    La historia de Andrea Casamento inspiró la nueva película de Natalia Oreiro: "La mujer de la fila". Su hijo fue encarcelado por error y pasó seis meses en un penal de máxima seguridad “No, hacé la tuya. Cuidá a tus hijos. No vuelvas”. Alejo y Andrea cortaron el teléfono. Había sido una llamada distinta a todas las demás. Distinta a las que habían mantenido cada vez más cotidianamente durante dos meses, ella desde su casa, él desde la cárcel de máxima de seguridad de Ezeiza en la que se habían conocido hacía muy poco. “Yo corté y me puse a hacer milanesas. Al otro día me tomé el 166 y durante todo el viaje pensé ‘¿qué estoy haciendo?’. Pero fui. Fui 16 años a visitarlo, me casé en la cárcel, tuvimos un hijo, Joaquín, que ya tiene 20. Armamos nuestra familia”, dice Andrea Casamento sobre una de las partes de su vida que hicieron que la suya fuera una vida de película. Andrea es la mujer cuya historia inspira La mujer de la fila, la película protagonizada por Natalia Oreiro y dirigida por Benjamín Ávila que acaba de estrenarse en los cines argentinos. Conoció la cárcel de Ezeiza en 2004, cuando siguió desesperadamente hasta allí a la camioneta que trasladaba a Juan, su hijo mayor: lo llevaban preso por error, acusado de un robo que no había cometido. ¿El presunto botín?: cuatro empanadas. Juan, que ahora tiene 39 años, es peluquero y tiene un emprendimiento gastronómico, había salido a comer y tomar algo con su novia a un bar de Plaza Serrano. “Terminaron de comer, pagaron y salieron, y enseguida salió el dueño a los gritos, diciendo que alguien le había robado y que lo habían golpeado. Y un policía que estaba ahí agarró enseguida a mi hijo y a su novia, y los dio inmediatamente por culpables. El verdadero responsable se había ido en otra dirección”, cuenta Andrea. En la película, Oreiro encarna la desesperación de una madre que ve cómo se llevan esposado a su hijo después de un allanamiento violento en su propia casa. “Juan estuvo preso seis meses hasta que fue liberado porque se demostró su inocencia. Tuvimos suerte: esos procesos pueden demorar dos años o más. Creo que fue porque tuvimos un buen abogado, porque vivimos de este lado de la General Paz, porque somos de clase media y porque no damos con el estereotipo. Todo eso diría que nos ayudó. No debería, pero así funciona”, describe Andrea, que además de Juan y de Joaquín, tiene dos hijos más: Agustín y Belén. Natalia Oreiro y el cineasta Benjamín Ávila de visita en Acifad, la organización civil que Andrea y otras "mujeres de la fila" formalizaron en 2008 para ayudar a sus compañeras Al principio, en los primeros días de esos seis meses larguísimos, Andrea no se dio cuenta de que la fila para entrar al penal estaba hecha de “mujeres de la fila”. “En los primeros días, ser una mujer de la fila no fue nada. Te concentrabas en cruzar esas rejas para ver si tu hijo estaba vivo, si tenía ojos, si no te lo habían lastimado o matado. Pero después hay ciertos códigos que vas aprendiendo y tenés que manejar. Yo al principio tenía miedo, me preguntaba quiénes eran esas mujeres, y qué habían hecho sus hijos para estar ahí. Porque enseguida pensás que el tuyo no hizo nada pero los otros sí. Pero después eso va cambiando”, describe Andrea. “El maltrato del Servicio Penitenciario te empieza a molestar, vas aprendiendo que esas mujeres son amigables y que son tus compañeras. Hay muchas de las que aprender porque hace años que van, entonces te enseñan: cuándo es la guardia buena y cuándo es la mala, qué se puede llevar y qué no, a qué hora conviene llegar. Con algunas generás tanta confianza que se convierten en amigas con las que podés compartir lo que no podés compartir con nadie más”, suma en su conversación con Infobae. Es la historia de un amor Juan llamaba todos los días a su mamá desde la cárcel. Era la señal que Andrea esperaba para saber que, en medio de esa desesperación por sacar a su hijo de la cárcel, Juan estaba bien. Pero una mañana no llamó. “Me desesperé, pensé que lo habían lastimado, que estaba muerto. Le pedí al abogado que averiguara, que me comunicara con él. Me dijo que había presentado un escrito para averiguar las novedades y yo le dije que lo que necesitaba era escuchar la voz de mi hijo”, reconstruye Andrea. Entonces su abogado apeló a un viejo conocido: Alejo, un preso que llevaba varios años recluido y que conocía en detalle el funcionamiento del servicio penitenciario, podía ayudarlo. Había sido su cliente un tiempo antes. “Me llamó un señor, me dijo que se llamaba Alejo y que quería avisarme que mi hijo estaba bien. Que lo habían aislado por una pelea que había tenido, pero que estaba bien. Y no sé qué revuelo armó ahí dentro que unas horas después mi hijo pudo llamarme. En medio de mi desesperación, cuando yo le dije que tenía miedo de que mi hijo estuviera muerto, me hizo un chiste que me hizo reír”, recuerda Andrea sobre la primera vez que escuchó la voz de ese hombre que se convertiría en su compañero de vida. Andrea y Alejo se conocieron por teléfono. Se casaron en la cárcel y tuvieron un hijo, Joaquín, que ya tiene 20 años Casamento fue a visitar a su hijo y le pidió a Alejo que lo anotara en su lista de visitantes para poder conocerlo y agradecerle en persona. Pero Alejo le hizo un regalo: el tiempo que podrían haber pasado juntos conociéndose se lo regaló como un ratito más con Juan, su hijo. “Seguimos hablando por teléfono muy seguido, nos conocimos, y finalmente llegó el juicio y la liberación de Juan. Y ese día él me llamó, me dijo que se había enterado del fallo, que qué alegría y que no volviera, que hiciera la mía”, se acuerda Andrea. Ella no le hizo caso. Llena de dudas pero con un impulso (o una intuición) imparable, fue al penal al otro día. Y siguió yendo. Conoció cada vez más a ese hombre que la había ayudado, que había ayudado a su hijo, que había conocido a Belén y a Agustín en el penal en el que los chicos visitaban a su hermano mayor. “Y bueno, me casé en la cárcel. Tuvimos un hijo, Joaquín, que ya tiene 20 años. No nos separamos más. Yo no sabía si una vez que Alejo estuviera afuera iba a funcionar. Un poco porque adentro yo era la única pero afuera él podía encontrarse con alguien más, elegir a alguien más. Y otro poco porque es una construcción que requiere mucho esfuerzo. El que cree que cuando alguien sale de la cárcel esa persona cruza la calle, se toma el colectivo, se va y está todo bien… error. Hay una vida que reconstruir”, reflexiona Andrea. “Podemos ser novios, pareja, el padre de mi hijo, compañeros. Alejo es mi compañero, es mi amor. Y sabemos que pase lo que pase, él va a estar para mí y yo voy a estar para él. Y nuestros hijos, los míos, su hija y Joaquín, el hijo que tuvimos los dos, saben que los dos estamos para cada uno de ellos. Eso no tiene discusión y así va a ser siempre”, suma la mujer a cuya historia le pone el cuerpo Natalia Oreiro. La fuerza de las mujeres organizadas La fila para entrar a visitar a un preso empieza al amanecer. A veces hace mucho frío y otras, mucho calor. En esa espera que dura varias (largas) horas, no hay ningún baño disponible para quienes esperan, casi siempre mujeres, que a veces llevan a sus hijos o nietos a esa misma fila. Los cambios en el sistema penitenciario que impulsaron las mujeres de la fila “Esas mujeres te van enseñando. Aprendés que cuando estás en el lugar de la visita no tenés que mirar para otro lado porque cada familia necesita intimidad en su mesa, y no hay paredes o puertas para que haya intimidad. No se pregunta: se escucha y se aprende mucho”, cuenta Andrea. Y enseguida piensa en sus compañeras: “Yo siempre digo que aunque me tocó algo espantoso, también soy privilegiada. Una de las razones por las cuales accedí a mostrar mi vida tiene que ver con que mi hijo salió de la cárcel entero y con que Alejo está en casa, pero hay muchas mujeres que todavía están haciendo la fila o que ya no la hacen porque sus hijos o sus parejas murieron dentro de la cárcel mientras ellas los esperaban. Entonces me parece importante dar la esperanza de que, si te toca pasar por eso, hay que ponerse creativos y quebrar el sistema; y además, pienso en dar el mensaje a quienes están transitando esa fila, que sepan que no están solas y pueden acercarse”. ¿A dónde? Andrea construyó, junto a otras compañeras de la fila, la Asociación Civil de Familias de Detenidos (Acifad). La organización sin fines de lucro nació formalmente en 2008, hace casi veinte años, y sostiene una costumbre vital: reunir a sus integrantes y a quienes necesiten acercarse cada martes, con mates de por medio, para escucharse, resolver preguntas, acompañarse. “La gente piensa que cuando una familia tiene a un integrante detenido hay dos mundos separados: adentro de la cárcel y afuera de la cárcel. Pero no, esos mundos no están separados sino que conviven, y nosotras, las que vamos a visitar, somos el nexo. Le sacamos tiempo a lo que hacemos para nosotras, a nuestros otros hijos o familiares, nos exponemos a una espera larguísima, a una requisa violenta, indigna, a que el Servicio Penitenciario nos maltrate, a que nos traten especialmente mal si llevamos a un hijo a visitar a un padre o un hermano”, describe Andrea. Enseguida va al punto neurálgico de su lucha: “Lo que hay que recordar todo el tiempo es que la cárcel en algún momento se acaba y quien está preso va a volver, y nadie prepara ni a quien está en la cárcel ni a quienes acompañan a esa persona para ese momento. Lo que más queremos es vivir en paz, que ellos vuelvan mejor de lo que entraron”. Andrea se puso al hombro la organización que encabeza, y que tiene su sede en Once, para que las mujeres de la fila pudieran hacer preguntas, obtuvieran respuestas y, además, para que alguien escuchara todo lo que tantos años de convivencia con la cárcel y el sistema penitenciario les había enseñado. Andrea visitó a Alejo en la cárcel durante 16 años: ahora viven juntos Acifad nació porque cuando Andrea pidió acompañamiento, a la vez, para acompañar emocionalmente a su hijo en la recuperación de su libertad y de su vida cotidiana, no obtuvo respuestas. No estaba sola: muchas mujeres tampoco obtenían respuestas. “Las más nuevas nos hacían preguntas a las que llevábamos más tiempo yendo a la cárcel. Muchas de esas preguntas me ayudaba a responderlas Alejo, por su experiencia dentro de la cárcel”, cuenta Andrea. Desde la creación de Acifad, la organización logró impulsar un censo a través del Observatorio de Deuda Social de la UCA: los resultados determinaron que en la Argentina unas 500.000 mujeres hacen la fila para visitar a un familiar detenido. “Y lo que es más importante: unos 250.000 chicos van con esas mujeres a visitar a alguien, generalmente a un padre. Y la gente pregunta ‘¿cómo llevás a un menor a la cárcel?’. Es que ese menor tiene derecho al abrazo de su padre, a ponerle cuerpo a esa voz que llama por teléfono y le dice que lo quiere”, suma. Los primeros dos años de la Acifad fueron para tomar mate y llorar. Llorar todo lo que no habían podido llorar por separado esas mujeres a las que la cárcel y el maltrato del sistema se les había metido en la vida de un día para el otro. Los teléfonos de Andrea y de tres de sus amigas más cercanas habían empezado a circular entre otras mujeres: las llamaban para sacarse dudas, para desahogarse, para encontrar aliadas. “Así fue que decidimos que había que organizarse formalmente”, dice Andrea. El objetivo sigue siendo el mismo que el de los primeros años: ayudarse entre todas a transitar la cárcel y entender cómo se acompaña a quien recupera su libertad, especialmente desde lo emocional. “Lo más importante es que se construyó un espacio en el que podemos compartir lo que tal vez avergüenza hablar en otros espacios, que ocupa mucho espacio y que cuando se conversa, deja de ser un secreto silenciado”, describe Andrea. Su trabajo en Acifad la llevó a integrar durante cuatro años el Subcomité de Prevención de la Tortura que depende de la ONU. “Es otro de los capítulos de película de mi vida”, dice Andrea, y se ríe. En La mujer de la fila, la película que rodó Benjamín Ávila, varias de las mujeres que participan de las escenas de espera para entrar a la cárcel o de ingreso al penal son, efectivamente, mujeres que están atravesando esa situación o que la atravesaron hace no tanto tiempo. Verdaderas “mujeres de la fila”. Andrea Casamento dio una charla TED sobre cómo es acompañar a alguien que sale de la cárcel “Para muchas fue muy emocionante tener esa participación y ver que se contaba la historia de la fila: es algo que legitima que hay algo para mostrar, algo para decir con nuestras voces, nuestros cuerpos. Eso fue muy aliviador”, cuenta Andrea, que hace algunos años dio una charla TED sobre, justamente, salir de la cárcel. “Nosotras no somos pobrecitas a las que nos tienen que tener lástima porque cargamos con un bolso en la fila. Cada una lleva su dolor dentro y seguramente ese dolor nos acompañará toda la vida. Eso se acompaña sin discusión. Pero lo que queremos es que lo que llevó a un familiar a la cárcel no vuelva a pasar. Somos las más interesadas en que la cárcel funcione y que el tiempo que nuestro familiar pasa ahí no sea tiempo muerto”, describe Andrea, y suma: “Si hay alguien que está en la cárcel es porque hubo otra persona que fue víctima de lo que esa persona hizo. Son muchos motivos para desear que la cárcel funcione bien para que nada de todo eso vuelva a repetirse”. El trabajo que hace Acifad logró impulsar algunas mejoras en el servicio penitenciario. “Un derecho conquistado es que la requisa sea como la de un aeropuerto, y no que te desnuden y te maltraten mientras te revisan desnuda”, cuenta. También lograron un baño químico para quienes necesiten usarlo durante la espera para entrar a la visita en la cárcel. “Si una persona está diez años detenida, en esos diez años podría convertirse en ingeniero nuclear. ¿Entonces por qué hace siete veces séptimo grado? Porque la llegada de la escuela a la cárcel no se sostiene, porque no es estable, y entonces se repiten actividades y aprendizajes en el tiempo en el que una persona podría tener una formación enorme y prepararse para lo que venga al salir”, explica Casamento. Esas son algunas de las peleas que da cotidianamente Acifad: que el tiempo que una persona pasa detenida sea productivo, de aprendizaje y preparación para el momento de salir y reinsertarse en la sociedad. Alejo, Andrea y Joaquín, el hijo de los dos. Ella tiene otros tres, y él, una hija. "Nuestros hijos saben que los dos estamos para cada uno, siempre", dice ella. “Nadie se está ocupando de ese momento. Ni desde la actividad cotidiana que va a tener esa persona cuando salga, ni desde cómo se va a sentir cuando salga. Y es fundamental ocuparse de eso porque eso impacta en toda una familia y, finalmente, en toda la sociedad respecto de si esa persona logra reinsertarse o vuelve a delinquir”, describe Andrea. Esa es la insistencia principal de la organización que formalizó después de convertirse en una de las referentes a la que otras compañeras de la fila les hacían preguntas. Alejo, el hombre que le hizo un chiste en medio de la desesperación por escuchar la voz de su hijo, la ayudaba a responder esas preguntas y todavía la ayuda, ya libre y dedicado a dar talleres a presos que están a punto de recuperar su libertad. Se eligieron dentro y también fuera del penal. “Aprendí que había que darnos los tiempos necesarios, y eso lo aprendí de él: él entendió que había que darle a nuestro hijo el tiempo de conectar con ese padre al que sólo veía en la visita, y me hizo entender que, al principio, no iba a estar todo el tiempo conmigo porque llevaba muchos años viviendo y durmiendo solo. Entonces él se iba a lo de la madre y me enseñó a esperar”, cuenta ella, y sonríe cuando habla de él. Del hombre por el que esperó tantas horas a la intemperie, con mucho frío o con mucho calor, durante dieciséis años. “Tenemos una familia maravillosa. No siempre nos llevamos todos bien, como pasa en todas las familias, pero todos sabemos que estamos para el otro. Mis hijos, la hija de Alejo y nuestro hijo: estamos para todos”, insiste esta mujer a la que le creció una película alrededor de la vida que lleva desde ese día en el que su persiguió a la camioneta en la que trasladaban a su hijo a una cárcel de máxima seguridad. Sonríe cuando habla de los veinte años que lleva vinculada a un mundo en el que nunca se había imaginado. Ese mundo al que entró para siempre después de hacer la fila por primera vez.

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