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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 09/09/2025 04:39
Cynthia Plaster Caster realizó cerca de 70 esculturas de penes de estrellas de rock de Estados Unidos El departamento de Cynthia llenaba la tarde con su luz tenue. Y ahí, sobre una repisa cuidadosamente despejada, descansaban en silencio decenas de penes en yeso. Eran los moldes que redefinieron la frontera entre arte y escándalo en el rock estadounidense. Era una exposición improbable y clandestina, una colección nacida del atrevimiento de una joven de Chicago que, lejos de aspirar a la fama, buscaba encontrar—y entender—el rastro corporal que el siglo XX dejó en su generación. Cynthia Albritton, más conocida como Cynthia Plaster Caster, no parecía una pionera. Su voz era suave y titubeante, la de una chica retraída que leía cómics en la secundaria. Pero fue esa misma timidez, mezclada con curiosidad y una valentía que bordeaba la inconsciencia, la que inaugura uno de los relatos más peculiares de la memoria del rock. Corrían los agitados años sesenta en Estados Unidos—la ciudad era un teatro de protestas, drogas y exploraciones sexuales—y Cynthia, estudiante de arte sin contactos ni privilegios, se propuso una empresa absurda: eternizar en yeso los genitales de sus ídolos musicales. No fue un capricho frívolo ni un guiño al escándalo explícito. En la intimidad del molde, Cynthia buscaba otra cosa: “Quería preservar lo efímero del momento, la erección como expresión artística, antes de que se perdiera en el olvido”, contaría años después, aún con pudor, a los reporteros que llenaron de titulares su vida. Su arte nacía, así, del temblor de lo íntimo, pero pronto se vio arrastrada por el torbellino del sensacionalismo y la mirada pública. Cynthia recuperó su colección antes de morir en 2022 (BERND WUERSTNECK/dpa/Alamy Live News) El nacimiento de una musa improbable Nadie podía adivinar que una tarea universitaria desencadenaría semejante fenómeno. En medio de aburridas clases de escultura en la Art Institute of Chicago, la profesora desafió a los alumnos: debían moldear una parte del cuerpo humano. Cynthia, habiendo crecido en una casa conservadora y habituada a mirar la cultura pop a través de las revistas juveniles, pensó en ir más allá de las manos o los rostros, tan habituales en esos encargos escolares. De pronto, la timidez dejó paso a una decisión insólita. Su idea era esculpir penes de músicos famosos. El proceso implicaba algo tan laborioso como absurdo. La chica debía conseguir la confianza de los rockeros, persuadirlos de desnudarse y mantener la erección—una situación donde el arte, el deseo y el ridículo se mezclaban sin remedio. El primer intento resultó una tragicomedia. Cynthia, en aquellos años, era aún “virgen e inocente”—así se definía, entre risas, en entrevistas posteriores. Junto a una amiga, persiguió por hoteles de Chicago a cuanto grupo británico pisara el aeropuerto. El primer valiente fue el guitarrista de The Animals, Noel Redding, aunque el verdadero mito lo inaugura el molde del legendario guitarrista Jimi Hendrix. Cuenta la leyenda que Hendrix no dudó en aceptar la propuesta, fascinándose con la rareza del ritual. El salón del hotel se convirtió en improvisado estudio. Un cubo con mezcla rápida de yeso y agua, risas nerviosas, promesas de confidencialidad y una conversación surrealista:—¿Así está bien? —preguntó Hendrix, divertido, mientras Cynthia acomodaba el recipiente.—Un poco más a la izquierda... ahí, perfecto —respondió ella, concentrada en la tarea, manos temblorosas pero decididas.—Nunca imaginé que terminaría así un martes por la noche —dijo él, arqueando una sonrisa. El pene de jimi Hendrix fue el más famoso de los esculpidos por Cynthia Plaster Caster El molde de Hendrix se transformó en el tótem inaugural de una fiebre nueva. Los músicos, primero escépticos, muy pronto tomaron la invitación como insignia de pertenencia. Pasar por las manos de Cynthia Plaster Caster era prueba de haberse graduado en el hedonismo psicodélico de la época. Un catálogo clandestino y el rumor masivo La lista de participantes creció a ritmo de leyenda urbana. Eric Burdon de The Animals, Richard Manuel de The Band, miembros de MC5 y Frank Zappa—aunque Zappa solo posó para un molde facial—formaron parte de un catálogo que atrajo la voracidad del periodismo amarillista y la mirada de voyeurs culturales. “Esto no es pornografía - insistía Cynthia -. Es mi manera de capturar el poder y la fugacidad del rock and roll, pero los medios siempre quisieron ver solo la sordidez”. Los medios de comunicación transformaron a la artista de culto en fenómeno de feria. Su apodo, heredado por la prensa, condensaba el kitsch y lo grotesco: “Plaster Caster”, la chica que coleccionaba penes de famosos. The New York Times, Rolling Stone y decenas de tabloides alimentaron el mito con una mezcla de admiración y burla. La joven pasó de aspirante a escultora a ícono sexual involuntario, objeto de chismes y rumores en los camerinos y los programas nocturnos. Cynthia vivía rodeada de su propia obra, entre los fragmentos de los cuerpos que admiraba, aunque confesaba que “jamás encontré en el sexo lo que buscaba en el arte”. La prensa quería verla como groupie o provocadora, pero ella insistía en el carácter artístico y antropológico de su colección. Cynthia junto a una de sus colaboradoras y algunas de sus obras de arte “Me preguntan todo el tiempo si me acosté con ellos, pero no era esa la cuestión - explicaba en entrevistas -. Era sobre el momento, la performance, el desafío técnico de sostener una erección mientras el yeso fragua”. El resultado eran moldes blancos, descontextualizados, alineados en vitrinas anónimas. La batalla por su propio relato Los problemas llegaron cuando el mito se tragó a la mujer. El éxito multiplicó a los imitadores, pero también abrió la puerta al acoso y la censura. En los años setenta, la colección se convirtió en motivo de conflictos legales y amenazas morales. Frank Zappa, fascinado por el proyecto, se ofreció a protegerla de la policía y los fanáticos, y fue él quien ayudó a Cynthia a legalizar y preservar la integridad de sus esculturas. No pasó mucho antes de que la artista dejara de ser dueña de su propia obra. En 1971, una disputa con su entonces manager la llevó a perder el acceso a su colección por más de dos décadas. Los penes de yeso terminaron bajo llave en un banco, mientras Cynthia luchaba por recuperarlos. A pesar de todo, Cynthia nunca se resignó ni al olvido ni a la caricatura. En la soledad forzosa de aquellos años—se ganaba la vida como recepcionista y apenas sobrevivía en la periferia del arte—continuó defendiendo la dignidad de su proyecto. “Sé que parece una locura, pero hay algo profundamente humano en coleccionar estas piezas”, decía. “Detrás de cada molde hay una historia de confianza y vulnerabilidad. Nadie se desnuda así porque sí, ni se deja inmortalizar en una postura tan absurda solo por vanidad”. Una serie de penes de parte de la serie de Cynthia Plaster Caster La lucha por recuperar su obra se volvió el segundo acto del drama personal. Finalmente, en los noventa, tras una batalla legal tan absurda como dolorosa, consiguió abrir de nuevo las cajas selladas. “Nunca sentí tanta emoción al ver un montón de penes rotos y descoloridos”, confesó. El reencuentro significaba la posibilidad de restaurar el relato y el derecho de autor sobre su propio mito. La celebridad incómoda Con la llegada del nuevo siglo, la cultura popular revalorizó el legado de Cynthia Plaster Caster. Las exposiciones de su obra en Nueva York, Londres o Chicago convocaron multitudes entre el asombro, la risa y la incomodidad. El escándalo, lejos de apagarse, se sofisticó: artistas feministas y críticos culturales adecuaban la colección a los debates contemporáneos sobre género, poder, consentimiento y fama. A menudo, Cynthia resultaba una invitada incómoda en su propio homenaje. Las galerías la presentaban como “la groupie definitiva”, los críticos la postulaban como pionera del arte corporal y las teorías feministas. Sin embargo, ella misma decía: “No era groupie, ni activista. Solo era una fan con una obsesión escultórica y un poco mucho de desvergüenza”. Su identidad, como todo en su historia, se debatía entre el tributo legítimo y la parodia involuntaria. En cada inauguración, los periodistas repetían la misma pregunta, sin importar la ocasión:—¿Cuál es el molde más famoso?—El de Hendrix, claro —respondía ella, resignada—. Pero no es el más bonito. Da hasta pena. Lo importante no es el tamaño, sino el recuerdo.—¿Nunca pensó en hacer moldes de vulvas?—Por supuesto. Y también lo hice. Pero nadie quería hablar de eso. El mundo solo quiere ver penes en vitrinas —solía replicar, con una mueca entre la ironía y el cansancio. Cynthia Plaster Caster en una entrevista en Nueva York (Scott Gries/ImageDirect) El legado: arte, escándalo y humanidad La muerte de Cynthia Plaster Caster en abril de 2022 a los setenta y cuatro años puso fin al rumor persistente que acompañó toda su vida. Los obituarios, firmados por periodistas de Estados Unidos, Reino Unido y América Latina, volvían una y otra vez sobre las mismas anécdotas, pero bajo la superficie del escándalo relucía el arte de la resistencia. Infobae en su momento escribió: “Su obra fue un homenaje subversivo a los cuerpos y las fantasías de una adolescente tímida en una época que todo lo permitía”. “Convertí a los rockeros en piezas de museo, aunque ellos mismos se resistían a verse inmortalizados en yeso”, decía, recordando el escozor y la diversión de los primeros participantes. Hoy, su legado circula entre museos, archivos y coleccionistas, y su nombre figura en las historias secretas del arte y el rock. Lo que empezó como un juego estudiantil terminó convirtiéndose en una crítica ácida al fetichismo del estrellato, una sátira involuntaria sobre el poder simbólico del sexo masculino y, sobre todo, en una epopeya personal sobre la búsqueda de sentido y pertenencia. La última vez que Cynthia se presentó ante la prensa, le preguntaron si todavía sentía nervios al hablar de penes públicos.—Nunca me acostumbré —explicó, encogiéndose de hombros—. Pero aprendí que no hay modo elegante de hablar del escándalo si no te apropias del chiste.
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