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Concepcion del Uruguay » La Calle
Fecha: 07/09/2025 19:45
Gian Lorenzo Bernini nació en Nápoles el 7 de diciembre de 1598 y murió en Roma el 28 de noviembre de 1680. Francesco Borromini nació en Bissone, actualmente en el Cantón del Tesino, Suiza, el 25 de septiembre de 1599 y murió en Roma, por su propia voluntad, el 3 de agosto de 1667. En la Roma del siglo XVII, el Barroco no fue solo un movimiento artístico, sino un campo de conflictos que enfrentó egos, contrastó visiones y puso en escena talentos extraordinarios. En el centro de esa confrontación estuvieron Gian Lorenzo Bernini y Francesco Borromini, dos genios cuyas obras aún contribuyen a embellecer y hacer único el paisaje urbano romano. Su rivalidad, tan intensa como la pasión que alimentaba sus obras, se ha convertido en una suerte de “superclásico” de la historia del arte y de la arquitectura, un duelo que trasciende el tiempo y tiene la capacidad de seguir asombrando a quienes visitan sus obras. El siglo XVII fue un momento de esplendor para Roma. La Iglesia Católica, en plena Contrarreforma, buscaba reafirmar su poder a través del arte y la arquitectura, concibiéndolas como un poderoso instrumento de propaganda al servicio del enfrentamiento con la Reforma luterana. El arte barroco, con su intensidad dramática, su dinamismo y exuberancia, se convirtió en el vehículo adecuado para transmitir la grandeza de la fe y fortalecer la autoridad papal. Bernini, carismático y políticamente astuto, era el favorito de los papas y la alta sociedad romana. Su talento abarcó la arquitectura, la escultura y el diseño urbano, y su capacidad para combinar y articular estas disciplinas creó obras de una teatralidad sin igual. Borromini, en cambio, era introspectivo, obsesionado con la geometría y la precisión, y su trabajo reflejaba una sensibilidad más experimental e intelectual. Trabajó más bien para modestas órdenes religiosas. Aunque colaboraron brevemente en proyectos en San Pedro, su relación pronto se deterioró, generando una rivalidad que se transformó en leyenda. A diferencia de Bernini, Borromini no era un cortesano. Su carácter reservado y su rechazo a las normas sociales lo convirtieron en un outsider en la Roma papal. Esta marginalidad, sin embargo, alimentó su creatividad. Sus diseños, menos ostentosos que los de Bernini, invitan a una contemplación más íntima. Pero su vida no estuvo exenta de tragedia: Borromini se suicidó en 1667, dejando un legado que solo sería plenamente valorado siglos después. Se dice que Borromini criticaba a Bernini por su falta de rigor técnico, mientras que Bernini menospreciaba el enfoque “extravagante” de su rival. Bernini buscaba impresionar, Borromini sorprender. Un ejemplo legendario del enfrentamiento entre ambos puede observarse hasta el día de hoy en la elegante Piazza Navona, concretamente en la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini y la iglesia de Sant’Agnese in Agone, cuya fachada fue diseñada por Borromini. La leyenda urbana cuenta que una de las estatuas de Bernini en la fuente, la que representa al río de la Plata, se espanta al ver la fachada de Borromini, e intenta cubrir su rostro con una mano para no observar tal adefesio. Sea verdad o no, “se non e vero e ben trovato”, como se dice en Italia. Aunque no exista evidencia histórica que confirme la anécdota, ésta refleja la dimensión de su rivalidad: dos inspiraciones geniales disputándose el alma de Roma. Desde una mirada contemporánea, el enfrentamiento entre Bernini y Borromini trasciende el mero chusmerío histórico. Sus obras nos hablan del contraste y la complementariedad entre lo emocional y lo intelectual. Bernini, con su teatralidad, anticipa nuestra obsesión moderna por el espectáculo, la narrativa visual y la experiencia inmersiva. Sus iglesias, plazas y fuentes son el equivalente barroco de los grandes eventos mediáticos de hoy, diseñados para captar la atención y emocionar. Borromini, por su parte, resuena con la sensibilidad contemporánea hacia la innovación y la ruptura de moldes. Sus edificios, con sus formas inesperadas y su atención al detalle, podrían verse como precursores del diseño arquitectónico moderno, donde la funcionalidad se combina con la experimentación estética. En la era de las redes sociales, donde la imagen lo es todo, Bernini probablemente habría sido una estrella de Instagram, con sus obras diseñadas para el impacto visual. Borromini, en cambio, podría haber encontrado su lugar en círculos más especializados, apreciado por quienes buscan profundidad y originalidad. Para captar la esencia de las diferencias y similitudes entre Bernini y Borromini puede ser muy pertinente un análisis comparativo entre Sant’Andrea al Quirinale (1658) de Bernini y San Carlino alle Quattro Fontane (1634) de Bernini, dos pequeñas iglesias ubicadas en la misma calle y separadas sólo por 160 metros. Bernini, maestro de la teatralidad, diseñó Sant’Andrea al Quirinale como un espacio donde la luz y la geometría se conjugan para emocionar. La planta elíptica de la iglesia, con su eje mayor perpendicular a la entrada, es un mecanismo proyectual que organiza el espacio como un escenario. La elipse, en este caso, no es solo una forma geométrica, sino un dispositivo que amplifica la experiencia sensorial. Al entrar, el visitante es recibido por un espacio que se expande lateralmente, creando una sensación de amplitud y movimiento. Este espacio se ve coronado por la cúpula, decorada con estucos dorados que reflejan la luz, y por el altar mayor, donde la estatua de San Andrés parece ascender hacia un cielo iluminado. La luz en Sant’Andrea es un elemento coreográfico. Bernini coloca ventanas estratégicas en la base de la cúpula y detrás del altar, permitiendo que rayos de luz natural inunden el espacio en momentos clave del día. Esta iluminación dirigida, que recuerda a un foco teatral, resalta los detalles escultóricos y crea un contraste dramático entre las zonas iluminadas y las sombras. La geometría elíptica actúa como un marco que dinamiza la luz, guiando la mirada hacia el altar. Borromini, en contraste, aborda San Carlino con una visión cerebral, donde la luz y la geometría se entrelazan en un diálogo intelectual. La planta de la iglesia es un prodigio geométrico: no una elipse pura, sino una “falsa elipse” creada a partir de un sistema complejo de triángulos equiláteros, círculos y óvalos entrelazados. Este diseño, surgido de cálculos meticulosos, genera un espacio que parece ondular, con paredes cóncavas y convexas que desafían la rigidez clásica. La geometría de Borromini es un rompecabezas: las formas curvas y los ángulos inesperados crean una sensación de fluidez, como si el espacio estuviera en constante transformación. La luz en San Carlino es un elemento revelador, casi místico. Borromini utiliza ventanas en la base de la cúpula y una linterna para filtrar la luz de manera sutil, creando un juego de claroscuro que resalta la textura de las paredes y los patrones geométricos de la cúpula, decorada con un intrincado mosaico de octógonos, cruces y hexágonos, que parece vibrar bajo la luz, dando la impresión de un espacio en movimiento. Las obras de Bernini y Borromini siguen siendo un motivo de deleite estético, pero a la vez un magnífico recordatorio de cómo la arquitectura y el arte pueden ayudarnos a reflexionar sobre la creatividad y la espiritualidad, cuestiones que, de otro modo, siguen siendo relevantes en el siglo XXI.
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