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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 16/08/2025 04:48
Portada de la primera edición de la novela de Robertson, en 1898 Un enorme transatlántico, orgullo de los armadores británicos, una gran obra de ingeniería naval, un monstruo con tres hélices, dos mástiles, cuatro chimeneas, un portento del mar considerado insumergible, embiste en medio de la noche y del mar helado un iceberg; se hunde sin remedio a seiscientas millas de Terranova, frente a las costas de Canadá y de Estados Unidos, y mueren casi todos los pasajeros porque los botes salvavidas no eran suficientes. Una gran tragedia. Es la del Titanic. No, es la del Titán. El gran desastre del Titanic, el de la noche del 14 de abril de 1912, el hundimiento que pasó a la historia, fue anticipado por una novela, un trabajo de pura ficción, una total invención publicada en 1898, catorce años antes de la catástrofe y nueve años antes de que Joseph Bruce Ismay, presidente de la empresa naviera White Star Line, y lord William Pirrie, presidente de los astilleros Harland & Wolff, se pusieran a pensar en la construcción del Titanic para competir con los transatlánticos de la empresa naviera rival, Cunard Line. La novela, la que predijo casi con exactitud milimétrica el desastre del Titanic, fue escrita por Morgan Robertson, un tipo de mar que tenía treinta y siete años cuando su libro salió a la venta, que había trabajado en la marina mercante desde los quince, que conocía de barcos, de olas y de riesgos, que fabricó joyas y lidió con esas pequeñas piedras únicas, un accidente de la naturaleza que se han dado en llamar diamantes y que había decidido dedicarse a escribir ficciones por vocación y para ganar algunos dólares más: no era un gran escritor, no lo sería nunca, pero algunas cosas las veía muy claras. Robertson, el tipo que imaginó el Titanic y su destino fatal antes de que el Titanic naciera, estaba de punta con el imperio británico. Se había educado con los reflejos americanos de la era victoriana y había salido al mar muy joven, en una época en la que Gran Bretaña controlaba los océanos y al menos una cuarta parte del mundo. Sentía hacia los ingleses imperiales —una deducción incomprobable— cierto desdén que no alcanzaba el desprecio: los había conocido en los mares, no les tenía mucha confianza, se burlaba en secreto de la altivez británica que soportaba como una pequeña humillación. Entonces imaginó un gran barco inglés —el imperio para quien guste de las parábolas facilongas—, un gran buque que fuese un símbolo del orgullo sin medida, de la suficiencia exorbitante, de una colosal vanidad irremediable, un barco insumergible que se hundía como una cáscara de nuez en medio de una tempestad. Si el argumento anterior parece exagerado, un dato lo sostiene o, al menos, lo acaricia: Robertson llamó a su novela Futility, or the Wreck of the Titan, Futilidad o el naufragio del Titán, en español. La Real Academia Española dice de futilidad: “Poca o ninguna importancia de algo. Cosa inútil o de poca importancia”. Y, generosa, la RAE agrega algunos sinónimos: insignificancia, trivialidad, intrascendencia, frivolidad, bagatela, tontería, bobada, niñería, minucia, hojarasca. Más claro, echarle agua, de mar a ser posible. Morgan Robertson había salido al mar a los 15 años, había aprendido sobre sus secretos y sus peligros. Deseaba ser escritor y volcó en varios de sus relatos su conocimiento sobre el océano y sus naves, con una imaginación increíblemente precisa que la realidad respaldaría Morgan Robertson había nacido en Oswego, estado de New York, el 30 de septiembre de 1861. Era hijo de Andrew Robertson, un capitán de barco de los grandes lagos estadounidenses y canadienses, y de Amalia Glassford. A los quince años se largó al mar como un jovencísimo grumete o lo que fuere; en todo caso, en el escalón más bajo de la marina mercante, y allí estuvo durante poco más de dos décadas hasta llegar al grado de primer oficial. Navegó y aprendió mucho: sabía de peligros, de naufragios, de mares bravos y helados, de los icebergs y sus riesgos, oyó historias, escuchó fábulas, quería ser escritor. No le fue difícil anticipar al Titanic: lo impresionante es la precisión de su imaginación. Cuando salió de la marina mercante, estudió fabricación de joyas en Cooper Union, una prestigiosa universidad privada del East Village de Manhattan y, en los años siguientes, trabajó en el negocio de los diamantes, tasaciones, compra, venta, investigación, inspección. La actividad le dañó los ojos, le menguó la visión, así que, ya grande, digamos pasado de muchacho, decidió hacer lo que le gustaba: se dedicó a la literatura. Escribió historias, de mar por supuesto, y sus trabajos se publicaron en McClure Magazine y en Saturday Evening Post. No se hizo millonario, pero vivió para cubrir sus necesidades básicas y algo más, comprar somníferos, por ejemplo: tenía pesadillas. Encontró apoyo, aliento y protección de sus colegas escritores, y de los actores de las compañías teatrales de entonces. El viejo lobo de mar, no tan viejo, había descubierto la bohemia. Y le gustó. A finales de la década de 1890 pergeñó Futility… y la nave insignia de su novela corta: el transatlántico Titán. Es la hora del juego de las comparaciones. Robertson imaginó que su Titán se hundiría en el Atlántico norte, como el Titanic, después de chocar con un enorme iceberg, también como el Titanic. En el buque de ficción y en el real, morirían la mayoría de los pasajeros: en el Titán viajaban tres mil personas de las que sólo sobrevivirían trece; en el Titanic viajaban dos mil doscientas veinticuatro y sobrevivieron setecientas seis. En la novela de Robertson, la enorme cantidad de muertos se debía a que su gran buque, Titán, sólo llevaba veinticuatro botes salvavidas; el Titanic llevaba sólo veinte. Robertson sabía de qué hablaba. Las regulaciones marítimas de la época, que se nefregaban en la previsión y la prudencia, total los barcos no se hunden, fijaban la cantidad de botes salvavidas según el tonelaje de la nave y no según el número de pasajeros que transportaba; de manera que el Titán de ficción y el Titanic real cumplían las fatídicas normas. El Titán de Robertson desplazaba cincuenta y tres mil toneladas; el Titanic setenta y cinco mil. Como el de la ficción de Robertson, el Titanic fue la embarcación más grande y más lujosa de su época, juzgada como insumergible. La eslora —el largo— del transatlántico que imaginó Robertson era de doscientos cuarenta y tres metros con ochenta y cuatro centímetros; el Titanic medía un poco más, doscientos sesenta y nueve metros. El Titán de papel podía navegar a veinticinco nudos, unos cuarenta y seis kilómetros por hora; el Titanic lo hacía a veintitrés nudos, cuarenta y dos kilómetros y medio por hora. Los dos grandes transatlánticos, el de ficción y el real, estaban equipados con tres hélices, dos mástiles y cuatro enormes chimeneas. Los dos fueron botados en abril. Si bien el Titanic zarpó de Southampton, Inglaterra, con destino a New York, el Titán de Robertson haría un recorrido inverso: partía de New York con destino Irlanda. En el medio se metió el iceberg, porque los dos enormes buques, otra coincidencia, navegaban a la máxima velocidad, los dos en su único y fatal viaje inaugural; aunque el Titán se hundió en medio de una tempestad y el Titanic en un mar en calma, los dos naufragaron a una cantidad semejante de kilómetros de la costa de Terranova: sólo uno de los dos sigue en el fondo del mar. Años después de la publicación de la novela original y de su reedición, el texto de Robertson sería rescatado nuevamente y serviría de guía para la película de James Cameron, protagonizada por Leonardo Di Caprio y Kate Winslet El otro, el de ficción, pasó sin pena y sin gloria por las librerías, para padecimiento del autor que soñaba para la novela un mejor destino. Lo tuvo. Cuando se hundió el Titanic alguien recordó —tal vez el mismo Robertson ayudó a recordar— la extraordinaria similitud entre la ficción y la realidad. Y la novela fue un éxito. Muchos años después, en 1997, la película de James Cameron, con Leonardo Di Caprio y Kate Winslet, volvió a rescatarla del olvido y fue de algún modo una orientación para los guionistas. ¿Tuvieron en cuenta la novela de Robertson los ingenieros de las dos grandes líneas navieras que parieron los enormes transatlánticos de principios del siglo XX? Cunard Line construyó dos gigantes del mar: el Mauretania y el Lusitania, este último también de trágico destino: fue torpedeado y hundido por un submarino alemán frente a las costas irlandesas el 7 de mayo de 1915, en plena Primera Guerra Mundial. White Star Line diseñó y construyó el Britannic y el Titanic, con treinta metros más de eslora que los barcos rivales. Los dos buques de la White Star —que en 1934 iba a terminar fusionada con su antiguo rival, Cunard Line—, estaban dotados de los más grandes adelantos técnicos para que flotaran siempre, muchos de ellos descritos en la ficción de Robertson: el casco estaba dividido en diecisiete secciones independientes, todas con mamparos herméticos: se habían rediseñado las palas de las hélices, usaban un moderno sistema de telegrafía y reinaba el lujo en la primera clase: pileta de natación, gimnasio, cancha de squash, biblioteca, salas de recepción… Una ciudad a flote que terminó en el fondo del mar, a más de tres mil metros de profundidad. Entre la aparición de su novela Futilidad… y el desastre del Titanic, Robertson siguió su carrera de escritor con éxito aleatorio, pero sin perder su extraña capacidad de visionario. En 1905 publicó The submarine destroyer (El submarino destructor), que usaba en la ficción un nuevo dispositivo llamado periscopio, que permitía ver la superficie con el submarino sumergido. Robertson quiso patentar su creación como un prototipo, pero le dijeron —y era verdad— que tres años antes, en 1902, Simon Lake y Harold Grubb habían perfeccionado un modelo de periscopio que ya usaba la Armada de Estados Unidos. De todas formas, Robertson llegó a registrar su periscopio con reformas y modificaciones sobre los anteriores modelos. En 1914, ya con el mundo bajo los nubarrones de la Primera Guerra, Robertson publicó un volumen de relatos cortos que incluía una versión corregida y aumentada de Futility…, porque ya navegaban los mares los transatlánticos de Cunard Line y estaban a punto de zarpar los de White Star. Pero lo extraordinario del entonces nuevo volumen de relatos de Robertson fue que entre los cuentos cortos había uno, “Beyond the Spectrum” (“Más allá del espectro”), que describía una futura guerra entre el imperio japonés y Estados Unidos, como en realidad ocurrió veintisiete años después. En ese relato, Japón atacaba de manera furtiva los buques americanos en sus rutas hacia Filipinas y Hawai, sin declarar nunca la guerra a Estados Unidos; intentaba incluso invadir el territorio americano con una masiva embestida sorpresa a las costas de San Francisco, que frustra el héroe del relato. El cuento de Robertson describe ataques con máquinas voladoras, cuando la aeronáutica de guerra estaba más que en pañales en la época, bombas brillantes que caían desde el cielo en la mañana de un domingo. La ofensiva aérea japonesa sobre Pearl Harbor se produjo sin previa declaración de guerra, incluyó el bombardeo de la base naval estadounidense y se desató en la mañana del domingo 7 de diciembre de 1941. Un barco estadounidense (el acorazado USS West Virginia) comienza a hundirse después de ser torpedeado y bombardeado por los japoneses en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, durante la Segunda Guerra Mundial. (AP) Qué pasaba en la cabeza de Robertson es algo difícil de discernir; veía lo que los demás no imaginaban. Tal vez sus pesadillas, a las que quería combatir, le revelaban en catarata esa inquietante condición que, con no menos inquietante modestia, solemos llamar recuerdos del futuro. Tampoco hubo mucho tiempo para escudriñar su mente. El 24 de marzo de 1915, a casi un año y un mes del hundimiento del Titanic, Robertson, el visionario, fue hallado muerto en la habitación del hotel Alamac, en Atlantic City, New Jersey. Tenía cincuenta y tres años. Como solía tomar dosis de paraldehído protiodide —como se definía entonces al yoduro de mercurio— para controlar su glándula tiroides y aplacar los dolores del reumatismo, se pensó que había muerto por una sobredosis de aquel mejunje que contenía el malsano mercurio como uno de sus componentes. Finalmente, la causa de su muerte se determinó como “enfermedad cardíaca”. Lo encontraron tendido con extraña placidez en la cama de su cuarto de hotel. La habitación tenía todas sus ventanas abiertas. Todas miraban hacia el mar.
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