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» Comercio y Justicia
Fecha: 11/08/2025 10:33
Por Pablo Salas (*) exclusivo para COMERCIO Y JUSTICIA Nos despertamos, tomamos el celular, leemos titulares, chequeamos notificaciones antes de recordar quiénes somos. Sabemos que está mal. Lo hacemos igual. La rutina sintetiza los desafíos densos de un ecosistema digital contemporáneo en el que somos simultáneamente arquitectos y habitantes de una estructura que amenaza con devorarnos. Humanizar lo digital se presenta como una tarea compartida entre el sector público y el privado. El cambio de época marcado por el vértigo tecnológico exige construir respuestas regulatorias a partir de una genuina reflexión en torno a mecanismos para humanizar los entornos digitales. Especialmente a partir de la pandemia, que funcionó como fenómeno catalizador, asistimos a una aceleración en la digitalización de procesos y el ingreso de millones de personas a sistemas bajo una promesa de eficiencia y democratización que lleva ínsito su costo: la paulatina renuncia a la privacidad. En Argentina, nuestra Ley N.º 25.326 de Protección de Datos Personales (2000) intentó seguir los estándares europeos fijados por la Directiva 95/46/CE, mas al no haber sido concebida en tiempos de capitalismo digital, presenta varios desfases: por caso, permite la perfilación automatizada con fines publicitarios (art. 5 y art. 27), en franca contradicción con la actual lógica garantista adoptada por el Reglamento General de Protección de Datos de la UE (Reglamento UE 2016/679), que exige mayor transparencia y consentimiento informado. Se suma a ello la práctica extendida de “consentimiento tácito” del usuario o bien el consentimiento por omisión, que configura lo que suelo denominar el “problema del default”: el usuario es rastreado y sus datos recolectados, a menos que realice un esfuerzo activo para impedirlo, lo que implica revisar configuraciones en cada plataforma, navegador o sitio web y en condiciones de ostensible opacidad. Frente a esto, cabe imaginar una posible cláusula regulatoria de eficacia global que imponga a los proveedores de hardware y software el deber de respetar una única orden de no rastreo dictada por el usuario. “No tracking” debería aplicarse sin excepciones, invirtiendo la lógica actual por una regla de “privacidad por defecto”, tal como es consagrada en el artículo 25 del RGPD. Lo cierto es que el derecho internacional no ha encontrado aun suficiente voluntad regulatoria en esta materia. Si bien MERCOSUR, OEA y ONU desarrollan principios y recomendaciones, el dato sigue siendo la ausencia de convenios multilaterales de vocación universal que impongan obligaciones a los Estados. El Convenio 108+ del Consejo de Europa, ratificado por Argentina bajo la administración Macri, podría funcionar como una hoja de ruta, aunque no ha sido suscripto por el grueso de los países de América Latina. La regulación debe ser acompañada por una transformación activa de las organizaciones privadas. Las empresas han de entender el cumplimiento normativo, más que como carga burocrática, como un aspecto estratégico de su cultura institucional, lo que implica asumir el compromiso de diseñar productos digitales que no fomenten la adicción ni la opacidad. Si bien existen estándares de buenas prácticas, como los principios de “Privacy by Design” o los marcos éticos de la IEEE y el Global Privacy Assembly, y algunas bigtech como Apple dan pasos modestos hacia una mayor protección de la privacidad, aún persiste un fuerte desequilibrio frente a gigantes como Meta o Google, cuyo modelo de negocio se basa estructuralmente en la recolección masiva de datos (recordaremos los sucesivos cambios en la Política de Privacidad de WhatsApp). La digitalización en el ámbito laboral instaura también nuevos desbalances entre tiempo de trabajo y vida privada. El “derecho a la desconexión” debe ingresar a la agenda de la regulación: Francia lo ha hecho mediante la Loi Travail (2016), y España mediante la Ley Orgánica 3/2018. En Argentina, si bien el artículo 5 de la Ley 27.555 de Teletrabajo enuncia este derecho, su implementación práctica ha sido débil y confusa, especialmente en el sector privado. Finalmente, cualquier intento serio de humanizar los entornos digitales debe incluir un compromiso educativo. La alfabetización digital debe indagar en los procesos de funcionamiento de algoritmos, recolección de datos personales, y medios para protegerlos, transmitiendo herramientas desde edades tempranas y con especial foco en segmentos vulnerables. Los marcos de la UNESCO sobre competencias digitales para docentes y los indicadores de la OCDE en materia de habilidades digitales ofrecen puntos de partida. Tenemos el desafío de generar en nuestras universidades y escuelas espacios en los que se reflexione sobre cómo habitar los entornos digitales de forma responsable. La humanización de los entornos digitales se erige como tarea política, jurídica y ética, y supone, además de diseñar normas, reordenar incentivos y educar para impedir que la tecnología nos reduzca a mera mercancía, hábito y estadística. (*) Abogado LLM (Master of Laws), Director de Carrera UCC.
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