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  • Almacén Miscovich: Un siglo de puertas abiertas en Yeso Oeste

    Parana » Campo En Accion

    Fecha: 10/08/2025 11:35

    En el departamento La Paz, donde la provincia de Entre Ríos se abre en campos ondulados, cañadas y senderos que se pierden entre el espinillo y el algarrobo, existe un punto en el mapa que se llama Yeso Oeste, para más datos geográficos y ubicación, queda en Paraje El Carmen. No es un pueblo ni una estación, sino un pequeño núcleo humano que se reconoce más por la memoria y el afecto que por su tamaño. Allí, a pocos kilómetros del arroyo Feliciano, todavía se mantiene en pie un almacén centenario, uno de esos ramos generales que fueron la columna vertebral de la vida rural. Como tantos negocios los propietarios no son los mismos, pero para muchos sigue siendo “lo de Miscovich”. Estamos en el departamento La Paz, donde la provincia de Entre Ríos se abre en campos ondulados, cañadas y senderos que se pierden entre el espinillo y el algarrobo, y donde existe un punto en el mapa que se llama Yeso Oeste. No es un pueblo ni una estación, sino un pequeño núcleo humano que se reconoce más por la memoria y el afecto que por su tamaño. Allí, a pocos kilómetros del arroyo Feliciano, todavía se mantiene en pie un almacén centenario, uno de esos ramos generales que fueron la columna vertebral de la vida rural. La construcción se estira baja y ancha, como si quisiera abrazar la tierra que la sostiene. El techo de chapa ondulada, con su pátina rojiza ganada por el óxido y los años, refleja el sol del mediodía. Una galería larga y sombreada, sostenida por postes de madera, recorre todo el frente. El revoque descascarado deja ver el ladrillo macizo debajo, huella silenciosa del tiempo. Las paredes guardan los restos de antiguas capas de pintura, testigos mudos de distintas épocas, como si fueran anillos en el tronco de un árbol. En los días tranquilos, la escena se repite: Mary Faéz de Cejas, actual propietaria, asoma en la puerta con una sonrisa franca, saluda al visitante y lo invita a pasar. “Yo sé lo que me contaron —dice—. Este almacén fue de Carlos Miscovich y su esposa, doña Emilia. Dicen que era un gran almacén, de esos que tenían de todo: ropa, calzado, herramientas… lo que uno buscara”. Después vinieron otros dueños: los Crudelli, los Bermúdez. Pero la esencia nunca cambió. Cuando se cruza el umbral, el aire se enfría y huele a madera vieja y mercadería mezclada. Las estanterías, pintadas de verde, se extienden hasta el techo. Yerba, azúcar, fideos, arroz, galletitas, latas, jabones, botellas de aceite, frascos de caramelos… todo dispuesto con un orden que combina la costumbre y la intuición. En el centro, una balanza de platillos rojos brilla como una joya mecánica; con ella se sigue pesando a la vieja usanza, como cuando la yerba o el azúcar llegaban en bolsas de 50 kilos y se fraccionaban en papel de estraza. “Antes no venía todo en paquetes como ahora —recuerda Mary—. Se guardaba en grandes gavetas de madera y de ahí se sacaba lo que el cliente pedía. Era otro ritmo, otra vida”. Y no solo se vendía comida: los ramos generales eran verdaderos centros de abastecimiento. Ropa, herramientas, implementos de campo, calzado, velas, remedios, bebidas, todo estaba al alcance de la mano, sin más trámite que una charla con el dueño y, a veces, muchas veces, la clásica anotación en la libreta fiadora. En los años de mayor esplendor, Yeso y sus alrededores estaban habitados por muchas familias de estancieros, peones, chacareros. El almacén no solo proveía lo indispensable: era también el lugar donde se jugaba al truco hasta la madrugada, donde se cerraban negocios ganaderos, donde se servían las copas de ginebra o caña y donde se enteraban primero las noticias. “Supongo que sí, que en esa época andaba mucha gente —dice Mary—. Y había carnicería también. Pero de eso ya no queda nada”. A principios de este siglo, cuando Mary llegó a hacerse cargo, el panorama ya era distinto. “Cuando vine, en el 2000, ya quedaba poca gente. Igual lo mantenemos lo más que se puede, aunque hoy la mayoría tiene vehículo y va hasta La Paz a comprar”. La ciudad está a unos 27 kilómetros: apenas media hora de viaje, pero suficiente para que el consumo rural se volcara a los autoservicios paceños bien surtidos y con otros atractivos. A pesar de todo, el almacén sigue abierto todos los días. Algunos clientes vienen por una compra puntual; otros, a tomar una gaseosa, jugar una partida de pool o cortar la tarde con un truco improvisado. La galería es el lugar de las charlas lentas, bajo la sombra, mientras la mirada se pierde en el horizonte. Muy cerca, a dos kilómetros, el arroyo Feliciano serpentea entre sauces y pajonales, marcando el límite natural de las estancias. A escasa distancia está la Escuela N.º 42, otro de los puntos de encuentro que le dan vida al paraje. Todo alrededor respira campo: corrales, alambrados, senderos donde todavía se ven pasar tropillas y tractores. En este paisaje, el almacén de Mary es mucho más que un comercio: es una referencia. “Siempre pasa gente —asegura—. Es un lugar conocido, todos lo ubican. Algunos vienen a visitarlo aunque no compren nada”. Nostalgia, que le llaman. Y es que la madera gastada del mostrador, lustrosa por las manos de generaciones, guarda un eco que es más fuerte que el de cualquier motor: el de las voces que lo llenaron de vida durante más de cien años. Por dentro, la sala conserva detalles que hoy son una combinación de lo viejo y lo nuevo. El techo de machimbre, el ventilador de aspas en el centro, un equipo de música y un freezer, la mesa cubierta con un mantel floreado y borde de crochet, las heladeras antiguas, las botellas alineadas como en una vitrina. Todo tiene el encanto de lo auténtico, sin maquillajes ni artificios. Los días de lluvia, cuando el barro impide que los vehículos livianos lleguen con facilidad, el almacén se convierte en refugio para quienes andan de paso. En verano, la galería con su sombra es alivio. Y en las noches de invierno, una copa de ginebra o un vaso de caña bastan para devolver algo de calor humano al frío del campo. Cuando se le pregunta por el futuro, Mary no duda: “Hasta que me dé el cuerpo, lo voy a tener abierto. Lo voy a mantener, si Dios quiere, lo más que se pueda”. Y lo dice con la firmeza de quien sabe que está cuidando algo que le pertenece tanto a ella como a toda la comunidad. En Paraje El Carmen, en Yeso Oeste, el almacén centenario no es solo un edificio: es un testimonio vivo. Una cápsula de tiempo que recuerda la época en que la vida rural giraba alrededor de un mostrador, y donde cada cliente era también un vecino y un amigo. En cada lata, en cada frasco, en cada grieta de la pared, hay un pedazo de historia. Y mientras Mary Faéz de Cejas siga abriendo sus puertas, esa historia seguirá latiendo, junto a los parroquianos que siguen llegando a este santuario del norte entrerriano, entre el silencio del campo y el murmullo persistente del cercano arroyo Feliciano. Guido Emilio Ruberto / Campo en Acción

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