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» Diario Cordoba
Fecha: 03/08/2025 09:58
Una pareja de extranjeros, generalmente noreuropeos, cenando una paella a las ocho de la tarde. Suelen sentarse en una mesa cerca del mar, pican unos calamares romana y unas croquetas y comparten un arroz amarillo chillón y cargado de mejillones. El calor aprieta y los autóctonos, que caminamos con chanclas y restos de arena en los tobillos, apenas les miramos. Hemos incorporado esta estampa gastronómica a nuestro acervo estival. Pandillas de adolescentes que comen pipas en la calle. Suelen relacionarse alrededor de un círculo. Ellos en un lado. Ellas en el otro. Muy cerca de todos hay unas motos aparcadas con tubos de escape que, si no están trucados, lo parecen. El estruendo les precede. Cuando el hielo se haya roto, él y ella se irán a dar una vuelta sobre el motorino. Irán hasta la playa que está más cerca y, si hay suerte, se darán la manita y algún besito. Amores de verano, otro clásico. Antonio, Amparo, Manolo, Ángela. Camareros diferentes a los del año pasado, que se han ido a hacer temporada a otro lugar, pero que, como ellos, se despiertan cansados y se van a dormir exhaustos. El tute es diario. Van y vienen sudados de las mesas a la barra cientos de veces, cargan con jarras de cerveza, torean a borrachos y cobran en mesa nada más servir las bebidas. Los carotas que pretenden marcarse un «simpa» proliferan en verano. El palabra de honor. Suele llevarlo una mujer entradita en carnes, que deja al descubierto la piel de una espalda que es la pesadilla más horrenda de un dermatólogo. De color encarnado y abrasada por el sol. La goma del palabra de honor está bien encajada entre las axilas y la prenda suele ir estampada con unas florecillas de color rosa. No hay verano mediterráneo sin palabras de honor. Melenas distribuidas en decenas de trencitas finas y anudadas con gomitas de colores fosforitos. Sus portadoras están sentadas alrededor de la mesa de un bar y comparten jarras de sangría con frutas exóticas. Celebran su amistad, los cuarenta grados y el noventa por ciento de humedad con gritos y jolgorio. Entre ellas, alguna adolescente que se abstrae de la algarabía escroleando y wasapeando. Toallas secándose en los balcones. De marcas de cremas solares, de tamaños varios, con capuchas para los más pequeños o de una microfibra tan ligera que, todas las tardes, vuela a la terraza vecina. Mi preferida es la ilustrada con el Naranjito del Mundial de 1982 que vi el otro día colgando de una balaustrada cercana. Si no fuera honesta, la robaría. Imágenes que se repiten todos los años y que significan que la vida continúa, que las vacaciones se acercan y que volvemos a las mismas playas en las que aprendimos a nadar. Son alegres, hasta cierto punto (salvo la de la paella, que es un atentado gastronómico). Sin embargo, no puedo con la que se lleva el Oscar a la peor estampa veraniega: el torso desnudo de los cada vez más hombres caminando por la calle, entrando en un supermercado o accediendo a una cafetería. Tatuados, abrasados, sudados, peludos, fofos, olorosos, inflados por los anabolizantes o depilados. Ninguno se salva. Me gusta el verano, pero volvería a lo más crudo del crudo invierno con tal de no toparme con otro más.
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