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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 26/07/2025 04:42
Retrato de Robert Capa realizado por Gerda Taro, quien inventó el personaje (EFE/Toni Albir/Archivo) La suya fue una vida luminosa y breve. La luz fue su elemento, la dejaba entrar por fracciones de segundos tras apretar el obturador de su cámara de fotos, una Leica, una joya alemana de la época, que hasta le regaló el apodo: “La chica de la Leica”, que así fue cómo conocieron a Gerda Taro. Fue la primera fotógrafa de guerra que murió en un campo de batalla de la Guerra Civil Española: le faltaban seis días para cumplir veintisiete años. Fue novia, amante, enamorada y de alguna forma tormento del alma atormentada de Robert Capa, el otro gran fotógrafo de la guerra que también iba a morir, joven y en un campo de batalla, en mayo de 1954 y en Indochina, antes de que se llamara Vietnam. Las dos vidas corrieron paralelas, unidas, o pegadas, o adheridas a una bohemia que coqueteaba con la muerte, se jugaba el pellejo en las trincheras, se atiborraba de champán en los cafés de Montmartre para celebrar la supervivencia. De hecho, Robert Capa fue un invento de Gerda Taro y de Endre Friedmann, a quien le decían Capa (Tiburón) en las calles de infancia de su Hungría natal. Endre era tan húngaro como la Danza Húngara N° 5 de Johannes Brahms. Y Gerda, aunque era alemana, le siguió el ritmo, arremolinado y gitano, fogoso y enamoradizo. Los dos eran judíos, los dos eran de izquierda, los dos habían huido, los dos por un pelo, él del régimen criminal que rigió a su país después de un fracasado intento de instaurar una república soviética, ella de la Alemania nazi. Cuando se conocieron, ella tenía veintitrés años y él, veintiuno. Gerda había nacido como Gerta Pohorylle el 1 de agosto de 1910 en Stuttgart. Se crió en un hogar de clase media, tal vez algo acomodado, en aquella Alemania que todavía exhibía a Bach, a Goethe y a Beethoven como símbolos de su cultura, fue después cuando llegaron las cámaras de gas y los campos de concentración. Estudió en el instituto Queen Charlotte y pasó un año en un internado de Lausana, en Suiza. Y después fue alumna en una escuela de negocios, profesión improbable que le iba a ser lejana y hostil. Gerda Taro fue la primera fotógrafa de guerra en morir en un campo de batalla Aquel mundo todavía idílico empezó a arder en la hoguera de la violencia, en el desastre que de alguna manera implicó la República de Weimar y en el ascenso del nazismo al poder. En 1929, cuando las cosas se pusieron oscuras, cuando todavía no se habían roto los cristales en la oscuridad de la noche y en la bruma de la niebla, la familia se mudó a Leipzig. Gerda Taro, que seguía siendo Gerta Pohorylle, se zambulló en el mundo febril de los jóvenes opositores a Hitler hasta que, en 1933, con Hitler como canciller, fue arrestada por distribuir propaganda antinazi y contra el nacionalsocialismo. Luego, la familia entera huyó de Alemania. Los padres intentaron llegar al territorio de la entonces Autoridad Nacional Palestina; los hermanos se fueron a Londres y Gerda eligió París: jamás volvió a ver a su familia. Sin saberlo Endre, que todavía no era Robert Capa, y Gerda, que todavía no era Taro, siguieron una estrategia de supervivencia parecida. Endre había llegado a París en 1931: los dos, sin conocerse, tomaron el rumbo de la fotografía porque en esos días Francia daba la residencia a los fotógrafos de prensa. Gerda se aburría como mecanógrafa y Endre tropezaba con el idioma cuando intentaba escribir. Los caminos de los dos se cruzaron, por azar, en 1934. Endre Friedmann, que todavía no era Robert Capa, buscaba por entonces una modelo para hacer fotos publicitarias, que gracias a eso sobrevivía. Conoció así a Ruth Cerf, una chica suiza bellísima que también había huido de Alemania después de la llegada de Hitler al poder. Él citó a Cerf en un parque de Montparnasse para hacer las primeras tomas y ella llegó con su compañera de piso, otra chica judía, alemana, refugiada, pelirroja, de metro y medio de altura, con un corte de pelo un demasiado femenino y unos brillantes ojos verdes: era Gerda. Fue un flechazo: los dos se enamoraron de inmediato como dos chicos, lo eran, y él la hizo su asistente. Gerda encontró en la fotografía una vocación y una pasión, y en Endre, una amarra que la anclaba en París. Su vida breve y luminosa inspiró novelas como "La chica de la Leica" (Tusquets, 2019) En poco tiempo, Gerda y Endre desarrollaron una estrategia para ganar un poco más de dinero, tenían bajos ingresos: inventaron un personaje ficticio, un famoso fotógrafo estadounidense llamado Robert Capa (él eligió aquel sobrenombre de infancia, “Tiburón”) que vendía sus fotos a través de sus representantes: Endre Friedmann y Gerta Pohorylle, que eran Robert Capa. Las fotos eran muy buenas y las pagaban el triple que a un fotógrafo francés: leyes del mercado. Endre viajó a España y trajo fantásticas imágenes de aquel país que había dejado la monarquía para instaurar una república que daba bandazos a izquierda y derecha y no auguraba nada bueno. Endre y Gerta hicieron lo que se esperaba con los primeros ahorros: los dilapidaron en un viaje de vacaciones a la Costa Azul junto a un par de amigos. Cerf, la involuntaria celestina de la pareja que trabajaba en el taller laboratorio de Endre y de Gerda, diría después: “Se enamoraron en el sur de Francia”. No era verdad, llegaron al sur de Francia enamorados y decididos a hacer lo que los enamorados hacen con la arcilla del otro. Él la empapó de caradurismo, decisión, osadía e independencia: no necesitó mucho, en Gerda había materia prima de sobra. Gerda enderezó un poco a Endre, calmó su bohemia empedernida, enderezó su indisciplina, corrigió su irresponsabilidad, atenuó su arrogancia. Le dijo a su amiga Cerf que Endre era “un granuja mujeriego, dotado de un enorme potencial y de una audacia y un encanto personal que podían salvar a los dos de la miseria”. Una antigua amiga húngara de Endre, Eva Besnyo, que lo conocía de la infancia, diría años después: “Sin Gerda, Endre tal vez no lo habría logrado. Él nunca quiso llevar una vida convencional, de modo que cuando las cosas no le iban bien, se dedicaba a beber y a jugar. Iba por mal camino cuando se conocieron, y tal vez sin ella, habría sido su fin”. En 1935, Gerda empezó a trabajar en Alliance Photo como editora de imágenes y el 4 de febrero de 1936 tuvo en sus manos su primera acreditación de la agencia ABC Press Service, emitida en Ámsterdam. Allí hizo su carrera Robert Capa, que no existía. La titular de la agencia María Eisner, quedó fascinada por la calidad fotográfica del estadounidense y ofreció a sus “representantes” un adelanto mensual de mil cien francos a cambio de tres notas semanales. En aquella Europa que cambiaba por horas, los secretos no duraban mucho. El Capa de ficción, el estadounidense, tenía corta vida, así que Endre adoptó el de Robert Capa y le dio vida a lo que era un soplo en el viento. Y ella pasó a ser Gerda Taro por el artista japonés Taro Okamoto, un maestro del abstracto, y por la actriz sueca Greta Garbo. De alguna manera, el Robert Capa que no había existido, sobrevolaba el delirio amoroso de la pareja: las fotos de Robert Capa, a veces eran de Gerda Taro. Juntos retrataron las revueltas obreras que jaqueaban al gobierno francés del primer ministro León Blum, del Frente Popular. Esas fotos tenían algo; las sombras, las líneas, la luz, los reflejos, los rostros, los ángulos: apuntaba en ellas una mirada intensa, reveladora, renovadora también, esas fotos miraban diferente lo que el resto veía igual. Su pareja adoptó más tarde el nombre Robert Capa, que habían inventado para ganar más dinero por sus fotos Esas imágenes llevaban, todas, la firma de Robert Capa y se publicaron en periódicos y revistas europeas famosas, como “Zürcher Illustrierte”, de suiza o “Vu”, de Francia. Los conocedores del mundo de la fotografía se atrevían a deducir quién de los dos tomaba las fotos que firmaba Capa. Porque Taro usaba en principio una Rolleiflex que daba imágenes más cuadradotas, mientras que las de Capa, que usaba una Contax o una Leica, daba negativos más rectangulares. Pero después, en el fatal 1937, los dos usaban una cámara de treinta y cinco milímetros y las fotos se firmaban “Capa&Taro”: esa firma rigió durante un lapso muy breve Entonces, en julio de 1936, aquel mundo se hundió para siempre: estalló la Guerra Civil Española, que fue el ensayo general de la Segunda Guerra Mundial y que permitió que la Alemania nazi entrenara a su fuerza aérea en apoyo del sublevado Francisco Franco y que la Unión Soviética enviara tropas y voluntarios en defensa de la República. Capa y Gerda viajaron enseguida a España, junto a David “Chim” Seymour, uno de los amigos más fieles del húngaro. Cubrieron las llamas que el 5 de agosto incendiaban Barcelona, que fue la ciudad a la que llegaron después de sobrevivir a un aterrizaje forzoso y de atravesar a pie los Pirineos. Los dos tomaron partido por la República y en contra del fascismo; Gerda tal vez más inclinada hacia el anarquismo. Juntos cubrieron las batallas del noreste de Aragón y del sur de la provincia de Córdoba. La figura de Gerda empezó a hacerse conocida y popular en el bando republicano. La llamaban “La pequeña rubia”. En el medio de la guerra, los enamorados tuvieron tiempo, él para proponerle matrimonio y ella para rechazarlo. Sería una constante en Gerda hasta el final de su vida, hasta que sintió, o dijo haber sentido, que Capa era su compañero, no su amor; que no volvería a enamorarse porque era muy doloroso; ella flirteaba con otros tal como él coqueteaba con otras mientras ambos se codeaban con intelectuales y figuras europeas antifascistas como Ernest Hemingway y George Orwell, que combatieron ambos por la República, hasta que Orwell se marchó de España hastiado por la división de las fuerzas antifranquistas. Gerda logró cierta independencia de Capa, que viajaba seguido a París. El diario comunista francés “Ce soir” la contrató para publicar sus obras y ella empezó luego a comercializar sus fotos bajo el sello “Photo Taro”: aparecieron en “Life”. “Regards”, “Illustrated London News”, entre otras. La biografía novelada de Gerda Taro que la escritora Helena Janeczek llamó “La chica de la Leica”, la retrata en la voz de uno de sus personajes: “¿Cuántas personas ha visto morir antes de morir? (…) Y todos estaban ya muertos en el hospital de Valencia. Gerda se deslizaba entre sus cuerpos torturados, se inclinaba para disparar, había fotografiado un cuerpo arrojado a las baldosas sin trapo alguno a modo de sudario, un niño o niña, de cinco o seis años, con la cara desfigurada. (…) Yo me habría largado, o me habría echado a llorar, vomitando hasta el alma. En cambio, ella fotografiaba, disparaba tres veces, luego cambiaba de cadáver, un muerto menos obsceno de contemplar, un muerto que algunos periódicos han publicado. (…) ¿En qué se había convertido mi amiga en España?”. Y luego agrega: “Arrastraba consigo la máquina fotográfica, la cámara de cine, el trípode, durante kilómetros y kilómetros. (…) Fotografiaba a ráfagas en medio del delirio, con la pequeña Leica sobre la cabeza, como si la protegiera de los bombarderos. El buen soldado Gerda: no me cabe duda (…)” Las imágenes de Gerda de la guerra en Valencia fueron célebres. Allí trabajó sola, sin Capa al lado: ya era una reportera por derecho propio. Por su parte, Capa tomó el 5 de septiembre de 1936 la foto más controvertida de su carrera: muestra a un miliciano de la República que, con la cabeza atravesada por un balazo y un fragmento de masa encefálica flotando en el viento, cae mientras desciende una ladera. Casi cuatro décadas después, esa imagen, conocida como “La muerte de un miliciano” y que publicaron “Vu”, “Paris Soir”, “Regards” y “Life”, fue cuestionada; sin evidencias, a Capa le adjudicaron haber “inventado” la foto y su nombre quedó atado a una polémica casi sin final. Foto tomada por Gerda Taro, durante la Guerra Civil Española (International Center of Photography) En julio de 1937, después de haber fotografiado, juntos y por separado, el gran drama español, después de haberle puesto cara, sangre y piel a aquella tragedia con imágenes tomadas a riesgo de vida que todavía estremecen, Capa dejó España y viajó a París para retornar semanas más tarde: la pareja se separó. Gerda quedó en Madrid porque la acción estaba ahora en Brunete, en las cercanías de la capital y, además, en el bar del Hotel Gran Vía, a menudo, ella se codeaba con Hemingway o con el escritor americano John Dos Pasos. Antes de irse, Capa le pidió a Ted Allan que no perdiera de vista a Gerda: “Te hago responsable de Gerda, Teddie. Cuida bien de ella”. La historia de Allan, Capa y Gerda es bien singular. Está narrada en el libro de Alex Kershaw que, en dos palabras, sintetiza la vida de Capa: “Sangre y champán”. Ted Allan era un voluntario canadiense de diecinueve años que soñaba con ser escritor y que la primera vez que vio a Gerda junto a Capa pensó: “Ñam ñam”. Los hechos aseguran que Gerda también pensó “Ñam ñam” la primera vez que vio al chico, que trabajaba en una unidad de transfusión de sangre, que estaba al mando del médico canadiense Norman Bethune. Kershaw relata que una tarde, ya con Capa en París, él le mostró a Gerda algunos relatos breves que había escrito y que quedó encantado cuando elle le dijo que le gustaban. Después, Gerda entró al cuarto de baño y salió cepillándose los dientes y en ropa interior. Se tendió en la cama y le preguntó a Allan si quería dormir un rato antes de salir a cenar. El chico se tendió a su lado y se aseguró que sus cuerpos no se tocaban. Relata Kershaw: “Sabía cuánto la adoraba Capa y lo serio que había hablado al encomendarle su vida. Gerda decidió poner a prueba su resolución tocándole el párpado con un delicado dedo. ‘No pienso volver a enamorarme –exclamó– Es demasiado doloroso”. Allan le preguntó entonces si seguía queriendo a Capa y ella le dijo: “Capa es mi amigo, mi copain (compañero). Y sigue el relato de Kershaw: “Según Allan, Gerda entonces le preguntó si le gustaba que le acariciaran cerca de las ingles. Él asintió, Gerda le tomó la mano y se la llevó a sus ingles y dijo que a ella también le gustaba que le tocaran allí. Allan la acarició con delicadeza. Luego se detuvo. Se sentía culpable: –¿Vas a casarte con Capa? preguntó. –Ya te lo he dicho, es mi copain, no mi amante. Él todavía quiere que nos casemos, pero yo no quiero. –Se comporta como si ustedes fueran amantes –dijo Allan– Me hizo responsable de vos. Me pidió que te cuidara. –Sí. Es muy listo. Se dio cuenta de cómo te miraba. Al oeste de Madrid, mientras tanto, crecía la feroz batalla de Brunete que Gerda decidió ir a cubrir el 12 de julio. Se había convertido en una combatiente republicana: ahora, junto a sus cámaras, cargaba una pistola pegada a su cadera. Iba a regresar a París el 26 de julio pero el viernes 24, al saber que los republicanos habían recuperado algo de terreno en aquella batalla tremenda que se libraba metro a metro, consiguió que un auto la llevara al frente y le pidió a Allan que la acompañara: “Necesito buenas fotos para llevarme a París.” Llegaron al frente de guerra a pie, a través de un campo de trigo porque el chofer del auto no quiso pasar de un punto en el camino. La batalla no iba bien. Los jefes republicanos le ordenaron a los dos que se marcharan, pero ambos decidieron esconderse en un pozo. Soportaron el ataque aéreo de la Legión Cóndor, la aviación alemana al servicio de los sublevados. Gerda fotografió una desbandada republicana y, cuando el peligro se hizo mayor, Allan le pidió regresar a Madrid y ella aceptó. Treparon a un Chevrolet Matford negro que llevaba a tres heridos, y Gerda, en el estribo dijo: “Esta noche celebraremos una fiesta de despedida en Madrid. Compré champán”. De pronto el conductor de un tanque republicano perdió el control y chocó contra el lateral del auto, aplastó a Gerda y arrojó a Allan a una zanja. Fueron llevados al hospital del pueblo de El Escorial, un antiguo internado jesuita. A Allan le dijeron que habían operado a Gerda. Por la noche, Irene Spiegel, una enfermera estadounidense, le dijo que Gerda había muerto. Kershaw rebela en “Sangre y Champán” las palabras de la enfermera: “El tanque le había abierto el estómago y tenía heridas abdominales muy graves: se le habían salido todos los intestinos. Recuerdo que Ted Allan estaba allí y me preguntó si podía verla. Pero no se lo permití porque me habían dicho que hiciera lo posible para que pasara una buena n boche, sin dolor. De haber sabido que iba a morir, le habría dejado verla. Pero ella no preguntó por él. Lo único que dijo fue: ‘¿Están bien mis cámaras? Son nuevas. ¿Están bien?’ Cuando murió, se limitó a cerrar los ojos. Le habían dado morfina, no teníamos penicilina ni antibióticos, y no sufrió. Recuerdo claramente que era muy bella, podría haber sido una artista de cine. Y no estaba asustada.” Al día siguiente, en París, Robert Capa abrió las páginas de “L’Humanité” y leyó: “Una periodista francesa, la señorita Taro, se cree que ha muerto durante un combate cerca de Brunete”. El cuerpo de Gerda Taro llegó a París el 30 de julio. El 1° de agosto, el día en el que hubiera cumplido veintisiete años, una multitud, en su mayoría miembros del Partido Comunista con el desolado Capa a la cabeza, acompañó a Gerda desde la Casa de la Cultura hasta el cementerio de Pere Lachaise. Cuando el padre de Gerda leyó la Torá, Capa cayó al suelo, sacudido por un llanto convulsivo. La revista “Life” publicó su foto, joven, bella, decidida con un epígrafe que decía: “La Guerra Civil Española mata a su primera fotógrafa”. Era un homenaje.
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