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» Diario Cordoba
Fecha: 23/07/2025 04:28
Hay dogmas más férreos que los religiosos, y ninguno tan inapelable como el del progreso. Se nos enseña -como doctrina de fe laica- que la historia avanza hacia una tierra prometida donde todo será más libre, más igual, más humano. Pero esta convicción es, como diría Chesterton, «la más estúpida de las supersticiones modernas», pues olvida que el hombre, a diferencia de la máquina, no se perfecciona con los siglos, sino que tropieza siempre con las mismas piedras del alma. Proclamamos haber erradicado la barbarie, mientras almacenamos embriones en neveras como si fueran piezas de repuesto. Nos jactamos de haber superado la esclavitud, pero nuestros jóvenes sirven encadenados al algoritmo, y nuestros mayores mueren solos, eutanasiados por la indiferencia. Dostoievski, con su lucidez aterradora, ya lo advirtió: «Sin Dios, todo está permitido». Y así, el progreso, huérfano de alma, se convierte en refinamiento de las miserias. Sabemos fabricar dioses de silicio que nos obedecen sin reproche, pero no sabemos qué hacer con un padre enfermo, con un hijo sin rumbo, con una cruz sin metáfora. En otro tiempo, el progreso era la floración de la virtud; hoy es el esplendor de la técnica sobre la tumba de la compasión. Hemos confundido el movimiento con el sentido, el brillo con la luz. Simone Weil lo dejó escrito como un epitafio: «el progreso no consiste en mejorar lo que hacemos, sino en acercarnos a lo que somos». Pero a esa verdad no se llega con gráficos ni con debates televisivos, sino con rodillas hincadas y ojos abiertos ante la miseria que nos hermana. Quizá la historia no sea una línea ascendente, sino un péndulo que oscila entre la grandeza y la ruina. Y mientras adoremos al ídolo de un progreso sin alma, solo quedará el eco hueco de una humanidad que se cree diosa y se comporta como parodia, hasta que -agotada de su propia autocomplacencia y asfixiada por el perfume rancio de sus vanaglorias- descubra que no es en la velocidad sino en la hondura donde germina la semilla de la salvación; hasta que el sufrimiento, degradado a mera anomalía estadística, recupere su lugar secreto en el alma como espacio de fecundidad y temblor; hasta que la dignidad, tan largamente profanada por los predicadores de la eficiencia, vuelva a medirse no en logros cuantificables ni en conforts domesticados, sino en gestos de ternura inútil, de fidelidad sin recompensa, de sacrificio sin relato. Solo entonces -cuando el hombre redescubra el vértigo de mirar atrás sin escupir a sus muertos, cuando entienda que la tradición no es un lastre sino una lámpara, cuando aprenda de nuevo a arrodillarse sin sentirlo como humillación, sino como revelación- quizá el progreso deje de ser impostura y se transforme, por fin, en conversión. Y acaso también la historia, liberada de esa ficción arrogante que la confunde con la estadística o la consigna, recupere su condición sagrada de drama moral, donde cada generación, lejos de declararse más ilustrada que la anterior, se reconozca como heredera de un combate inacabado entre la caída y la esperanza, entre la soberbia y la gracia. *Mediador y escritor
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