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» Diario Cordoba
Fecha: 21/07/2025 03:46
La noche terminó demasiado tarde. Al despertarse, su boca y su garganta parecían haberse secado de forma irreversible, y tenía la sensación de que una estaca atravesaba su cráneo de sien a sien. Como pudo, se levantó de la cama y, por instinto de supervivencia, se metió en la ducha. La maniobra de reanimación pareció funcionar: milagrosamente, no había muerto. Aun así, todavía no estaba del todo seguro, así que continuó con su tratamiento improvisado. Se dejó caer sobre la cama, reptó hacia el teléfono de la mesita de noche y llamó al metre del hotel en el que se hospedaba, el Waldorf-Astoria de Nueva York. Entonces le suplicó que le preparara justo lo que le pedía el cuerpo: pan tostado, bacon y huevos escalfados, todo ello regado con salsa holandesa. Fue así como este huésped sobrevivió a una resaca descomunal. Su nombre era Lemuel Benedict, un corredor de bolsa retirado, y la combinación que propuso constituyó la receta de lo que hoy llamamos huevos Benedict. Hay alguna teoría más sobre el origen del plato, pero esta es la mejor: un hombre suplicando por su vida terminó creando una receta eterna. Córdoba es una ciudad en la que desayunar bien es muy fácil; podría decirse, de hecho, que conseguir lo contrario tiene mérito. La fórmula infalible consta tan solo de cuatro elementos: pan, aceite, tomate y jamón. Por este motivo, nunca se me había ocurrido pedir huevos Benedict en ningún lado, hasta el otro día, que me hizo gracia imaginármelo, así que me fui a una cafetería que abrieron hace poco cerca del ayuntamiento, en la que el café es de especialidad y a los sándwiches se les llama bikinis. A veces a uno le da por experimentar cosas nuevas, y los experimentos siempre conllevan sus riesgos, claro. El local era de estilo nórdico, aséptico, donde la comodidad era más estética que tangible. La música jazz aligeraba el ambiente, aunque creo recordar que entre alguna canción y otra me sobresaltó un anuncio. Y había dos máquinas de aire acondicionado, pero solo una estaba activada. Por otra parte, la vajilla estaba elegida con gusto, pero el mayor acierto fue el del cocinero: me regocijé con cada bocado, que iba racionando; además, cambió la panceta por el salmón, gracias a lo que me ahorré la taquicardia posterior. Sentí nostalgia de aquel desayuno antes de terminármelo. Lo peor llegó después, y me pilló desprevenido. Al contrario que Lemuel, no tenía resaca, pero tampoco frecuento hoteles de lujo, así que se me secó la garganta al pagar el equivalente a cinco de mis desayunos habituales. Caprichos del cosmopolitismo. *Escritor
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