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» Corrienteshoy
Fecha: 14/07/2025 21:47
Filosofía de la corrupción Por Juan Giani En 1532 se publica un texto fundamental de la filosofía política occidental, El Príncipe de Nicolás Maquiavelo. Es curioso, porque a este autor se lo vincula con una frase que puntualmente nunca pronunció de esa manera (“El fin justifica los medios”); sin embargo abundan en este famoso libro sentencias que van en idéntica dirección. Veamos sino. El Príncipe debe estar dispuesto, postula Maquiavelo, a conservar una disposición anfibia, a “parecer piadoso, fiel, humano, religioso, íntegro y aún serlo, pero con ánimo resuelto a ser lo contrario en caso necesario”. Efectivamente, entre los capítulos XV y XVIII el autor florentino lanza una batería de argumentos orientados a demostrar que procedimientos morales limitados por el escrúpulo excesivo pueden culminar afectando la imprescindible consistencia del gobernante de turno. Ese desapego frente a sagrados valores no tiene que ser por cierto permanente, pero hay sin dudas que recurrir a él en situaciones de excepción donde rigen magnos objetivos de otra índole. El Príncipe queda así autorizado a subvertir imperativos que una filosofía de la bondad considera intocables, a tolerar vicios que llaman a escándalo, a alterar virtudes egregias, a implementar técnicas del dominio que sólo aceptan como restricción el desplome de un poder que demanda ser a cada paso consolidado. Esos ahora violables preceptos morales, recordémoslo por si hiciese falta, son los del cristianismo, un cristianismo cuya cosmovisión empezaba a resultar horadada por la marea renacentista de la cual Maquiavelo era un célebre exponente. Por lo demás, Maquiavelo en algún sentido inaugura las teorías políticas alimentadas por una antropología negativa, por la cual los hombres suelen proceder impulsados por sentimientos innobles y pulsiones inconvenientes, lo que exige a quien toma a su cargo la tarea de gobernarlos un temperamento drástico y una ética que garantice la sumisión. A diferencia de Rousseau, para el cual en el estado de naturaleza pululan sujetos básicamente buenos que se degeneran luego de la aparición de la propiedad privada, para el florentino el orden político subsana y encarrila los desvíos siempre latentes del alma humana. Ahora bien, estas explosivas aseveraciones recogieron a lo largo de la historia del pensamiento político diferentes interpretaciones. Desde la perspectiva clásica implicaban la consagración de una perversa ruptura entre política y moral, la apología de un malsano pragmatismo que despojaba al estadista de toda atadura trascendente, la justificación de un realismo de medios que habilitaba cerriles formas de despotismo. Para los teóricos de la modernidad la escisión antes denunciada era palpable pero no por eso abominable, pues instauraba la autonomización de la política como disciplina y la posibilidad de elaborar un inédito conocimiento científico en torno a ella. Un saber por suerte emancipado de ingredientes religiosos y conformado por un conjunto de lógicas y dispositivos que una filosofía ahora laica podía indagar con nuevas luces. Ambas miradas, como indicamos, partían de aceptar que Maquiavelo quita a una cosa, la política, otra con la cual sería incompatible, la moral. Sea para generar el infierno de un gobernante impiadoso o el gratificante escenario de una nueva ciencia que se organiza de acuerdo a sus propias reglas, se hablaba siempre de órdenes enfrentados. Veamos un obstante una tercera posición, por la que me inclino. Fue la expresada durante el siglo XX tanto por Maurice Merleau-Ponty como por Isaiah Berlin. Para ellos la posición de Maquiavelo es en algún punto más compleja, pues de lo que se trata no es de definir a la política y a la moral como trincheras en estado de colisión; sino de puntualizar que la política tiene una dimensión moral que le es propia, que adquiere rasgos específicos respecto de cualquier otro tipo de acciones. El político apto no es visto así como un amoral, sino como un ejecutor de iniciativas abastecidas por un código aceptable dentro del terreno de la conducción de los pueblos y funcional a la consecución de la teleología que rige particularmente ese ámbito. Digámoslo así. Atados a una moral tradicional, los gobernantes pueden causar más daños a los hombres que respondiendo a una ética que siendo relativa al resultado modifica para bien la historia real de cada comunidad. Llevado al extremo, en el mundo social conviven dos tipos de moral. La de la conciencia individual, que no se contamina con las oscuridades del poder pero puede consentir así la perpetuación de inequidades; y la que organiza la vida en comunidad, y supone por tanto que en ocasiones la salvación de cada alma en singular puede implicar el naufragio del supremo destino colectivo. Ahora bien, si aceptamos esta última vía hermenéutica, la conclusión no deja de ser inquietante y de alguna manera trágica. Pues en definitiva ambas morales retienen cuotas de legitimidad, tanto la que estructura el universo de la política (donde la salvaguarda de la República puede auspiciar decisiones impuras), como la que alimenta el último reducto axiológico de cada ciudadano (que considera la apelación a la supremacía de la cosa pública como un perversa impostura de los tiranos y corruptos). Estas preocupaciones canónicas introducidas por Maquiavelo todo el tiempo reaparecen en el heterogéneo discurrir de la gimnasia política. Y resulta pertinente invocarlas a propósito de la reciente condena y detención de Cristina Fernández de Kirchner. Es claro que todo ese proceso judicial quedó viciado por un sinnúmero de irregularidades, fue conducido por personajes afines al macrismo y orquestado por el Grupo Clarín y sectores del poder económico concentrado, con la evidente intención de castigar y disciplinar a cualquier dirigente político que tenga la osadía de afectar sus intereses corporativos. No obstante, reflota un debate que debe de una vez encararse con firmeza y sin tapujos ni eufemismos. Lo primero en esta dirección es acertar con un correcto diagnóstico, sin el cual las terapias a aplicarse son entre torpes e ineficaces. En el grueso de la opinión pública, lo que se llama usualmente “corrupción” surge asociado al enriquecimiento personal de un funcionario, que aprovecha su sitial de poder y el manejo de recursos públicos para beneficio propio. Esta situación, que por supuesto a veces ocurre, en sin embargo minoritaria. Es decir, en la gran mayoría de las ocasiones ese desvío indebido de fondos estatales no va al bolsillo del dirigente sino al financiamiento de las campañas electorales. Esas campañas son largas y costosísimas, y las exigencias que implican jamás pueden solventarse con los aportes en blanco del Estado. El concepto de “casta”, en general despreciable y peligroso, se aplica perfectamente en este caso, pues los montos que se destinan a este tipo de actividades son escandalosos y de ninguna manera se justifican más aún en países con notables privaciones sociales y económicas. El mecanismo funciona de la siguiente manera. Los empresarios aportan dinero en negro a las campañas y los funcionarios (habitualmente vinculados a concesiones de obra pública) las hacen favores de diverso tipo. Es más, esos favores en más de una oportunidad no son plenamente ilegales sino al filo del reglamento, aprovechando el amplio margen de incumbencia que los Ejecutivos tienen en los procesos administrativos de licitaciones públicas. Esta lógica (que obviamente no es una rareza argentina) atraviesa transversalmente a todas las fuerzas políticas y a todos los niveles del Estado (local, provincial y nacional), con contadas excepciones que siempre las hay. La pregunta de si Cristina “sabía” es entre hipócrita e ingenua. Mucha dirigencia “sabe” y permanece adherida a este nocivo dispositivo. Los empresarios reciben favores, los partidos políticos financiamiento y los medios de comunicación (mientras sermonean sobre la “corrupción”) recaudan cada dos años para entrevistas y solicitadas. Por lo tanto, todo discurso que no sincere este cuadro y lo ataque de raíz oscila entre la moralina republicana y la ignorancia indulgente. Dicho de otra manera, transformar este escenario implica centralmente modificar de modo drástico el financiamiento y el desarrollo de las campañas electorales. Más cortas, con más artesanía militante y con una fuerte regulación estatal en el otorgamiento de espacios publicitarios. Volviendo entonces a Maquiavelo, la solución no es moral sino política. Esto no se erradica solo con políticos decentes (que son por supuesto imprescindibles), con una Justicia proba (que es a todas luces necesaria) o encarcelando a discreción a intendentes, gobernadores y presidentes, sino reformulando un sistema que empuja a sus participantes a nutrirse de él (a riesgo de perder una elección por falta de suficiente difusión). El remedio promovido por los libertarios bordea el ridículo. Votar menos y suprimir la obra pública. El camino es exactamente el contrario. Más democracia y más obra pública, pero reformulando a fondo la manera en que ambas cosas se llevan a cabo. Al kirchnerismo estos desafíos lo afectan singularmente, a partir de un hecho de un lesivo poder simbólico que marca un antes y un después en su historia. La bizarra imagen del señor López arrojando bolsos con dólares a la madrugada en un convento. Hay que hacerse cargo de esa mancha, protagonizada por quien fue durante años un hombre clave de aquella administración. Revertir esa mácula en la opinión pública no es sencillo, y no es la mejor receta arrancar explicando que con Macri todo fue peor. Implica mantener una ética de la austeridad entre nuestros cuadros, militantes y dirigentes, impulsar con énfasis reformas electorales profundas y alentar toda forma de control y supervisión del buen uso de los dineros públicos. Volver a recuperar una mayoría que hoy no somos supone entre otras cosas ser muy exigentes en el cumplimiento de esas tareas. El peronismo tiene en este punto un comportamiento ya inadmisible. Sea por considerarlo un tema típico del repertorio “liberal”, sea por impropia conciencia culposa ha quitado de su prédica identitaria los valores de la honestidad y la transparencia. Cuando la enorme mayoría de sus integrantes son un ejemplo de abnegación y compromiso en la defensa de las modalidades más sanas de la intervención política.
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